Lentamente fueron venciéndose los prejuicios y convencionalismos, obstáculos puestos en el camino de esa liberación femenina hacia su absoluta independencia económica.
El mundo no se desplomó ni Cuba se hundió en los mares ni quedó arrasada por la ira santa. Y las mujeres fueron engrosando cada día más en cantidad y en calidad, las oficinas públicas, los talleres, las oficinas privadas, los comercios, las industrias, las escuelas, los hospitales y las clínicas.
El hombre ante esta invasión femenina tomó actitudes muy varias. Muy pocos fueron los que franca y lealmente, con ánimo decidido de apoyo y de identificación, abrieron sus brazos a la hermana mujer. Los más aceptaron a regañadientes a esta nueva compañera de trabajo, esperando que no tardaría el fracaso en volver las cosas a su estado primitivo. Otros, con alma de mercaderes, aprovecharon esa innovación para explotar a la mujer
trabajadora. Ya que la mujer se empeñaba en trabajar, que pagase su aprendizaje, como muchos de ellos lo habían pagado en los tiempos coloniales, enviados, como paquetes de mercancías, desde su terruño natal a esta Ínsula .donde las peluconas rodaban por las calles y los perros se amarraban con longanizas. Si el ricacho de hoy, el acaudalado comerciante
o industrial o banquero, había servido durante años, sin paga, en sus mocedades, de mancebo de bodega o almacén, no era una gran injusticia que estas mujeres que ahora se les había metido en la cabeza hacerse marimachos, invadiendo las oficinas y otros centros de trabajo, sufriesen también una natural y lógica inferioridad respecto al hombre, en la retribución de sus, labores.
Generosamente muchos hombres dieron entrada a las mujeres en sus oficinas y establecimientos, realizando un gran negocio, el de pagar mucho menos, por igual o superior cantidad de trabajo, a sus nuevas empleadas. La mujer aguantó a pie firme esta inicua explotación, que, aunque parezca mentira, no ha desaparecido totalmente en nuestros días, al extremo que ha sido necesario llevar a la Constitución de 1940 un precepto —el artículo 62— declarándose que «a trabajo igual en idénticas condiciones, corresponderá siempre igual salario, cualesquiera que sean las personas que lo realicen».
A los de alma de mercaderes se unieron también los de alma de gallos conquistadores, y a veces se encontraban unidas en una sola persona ambas especies de varones ilustres. La mujer de bello palmito y sonrisa atrayente tuvo vía libre para encontrar empleo. El dueño, el jefe o el capataz la recibían con aire protector, le daban trabajo cómodo, la instruían afectuosamente en el mejor desempeño de su destino, estaban
atentos a la enfermedad o a las preocupaciones familiares. . . Pero un buen día la empleada u obrera recibían el asalto brutal, la demanda soez del pago en complacencias y caricias, del dueño, del jefe o del capataz de la oficina o del taller. Dilema pavoroso el que a la mujer trabajadora se le presentaba. Acceder equivalía a conservar el puesto y hasta mejorar el sueldo; negarse, era camino seguro de la pérdida del empleo, de la miseria propia y de la familia. Estas heroínas anónimas de la liberación de la mujer cubana, no encontraron muchos Cristos anatematizadores de aquellos que sin estar limpios de corazón les arrojaban
las piedras de sus críticas, sus burlas y su repudiación.
Desde luego, no faltaron mujeres que en este campo que ante sus ojos se abría, de liberación económica, aprovecharon las nuevas costumbres, la oficina y el taller, el hospital y la escuela, para campo de conquistas masculinas, para la caza del marido o del protector; pero, además de ser las excepciones de la regla, esa actitud y esa conducta deben culparse en buena parte a la pésima educación, en todo orden, por la mujer recibida en los tiempos coloniales y al triste papel que la sociedad colonial cubana le tuvo reservado durante cuatro siglos.
El tiempo fue borrando prejuicios y convencionalismos. La realidad demostró que la mujer cubana poseía inteligencia clarísima, rápida comprensión, afán de superación, resistencia y constancia para el trabajo y honradez en el desempeño de su cargo. Y el avance de la mujer trabajadora continuó y continúa en los días presentes, de tal modo que hoy se observa en la sociedad cubana un fenómeno curiosísimo: mientras la mujer muestra por días mayor anhelo por mejorar su educación y su cultura, por librarse mediante el trabajo de la dependencia masculina, de adquirir propia personalidad, de tomar parte en todas las actividades de la vida nacional, el hombre, por el contrario, se encuentra en plena decadencia moral, intelectual y económica.
Y ese fenómeno se registra, para agravar aún más el problema, en todas las clases de nuestra sociedad, aun en la llamada alta sociedad o gran mundo. En nuestros clubs y centros elegantes, son las mujeres las muchachas, que no los hombres y los jóvenes, las que
efectivamente llevan la voz cantante, dirigen y gobiernan. Y en la juventud se acentúa más esta inferioridad masculina frente a la superioridad femenina. Las muchachas invitan a los jóvenes a las fiestas, paseos y otras diversiones por ellas organizadas, y hasta a los teatros y cines, y son ellas las que costean el esparcimiento, que no los jóvenes. Por una comida o un baile organizado y costeado por algún joven o jóvenes de sociedad, se registran cien de iniciativa y sostenimiento económico femenino. Como es natural, no es la muchacha la que corre efectivamente con los gastos, sino el padre; pero el joven, los jóvenes, con un abandono total del decoro masculino y ausencia absoluta de la vieja cortesanía criolla, aceptan sin vacilación esas invitaciones y se dejan pagar por sus amigas y compañeras, a sabiendas de que no han de corresponder a esas atenciones, bien porque sus entradas no se lo permiten, bien porque estudian muy aprovechadamente para gigolos y se encuentran en vísperas de graduarse en esa tan provechosa y cómoda carrera.
Lo mismo que al compañero de fiesta, suele comprar la muchacha de nuestro gran mundo al novio y al marido. El padre correrá con los gastos mientras viva, y después… ¿quién piensa en un mañana remoto? Ya los novios criollos no aportan más al matrimonio que su persona, de «conocido joven» de pepillo, de buenos bailadores, de deportistas, de expertos en el timón, de resistencia para los tragos, de tipazos. . . El futuro suegro pone la novia —su hija—, la casa, la comida, la habilitación de la muchacha y hasta del muchacho, los muebles, los criados y costea el viaje de luna de miel y el nacimiento .del fruto de aquellos purísimos amores. Entre los regalos de boda, no sería extraño que el novio se viese agraciado con un destinito o botella y con cheques, de los amigos de su espléndido papá político.
Si de la sociedad elegante o el gran mundo, descendemos —o ascendemos— a la clase media, a la pequeña burguesía, al proletariado, encontramos repetido este fenómeno de superación femenina, de decadencia masculina. Con una trascendental diferencia, que eleva mucho más a la mujer y hace descender al hombre considerablemente. Si en aquellas otras clases es la mujer la que paga, a través del padre, o con la bolsa de éste, en la clase media, la pequeña burguesía y el proletariado, la mujer es también la pagana, pero con su propio dinero, con el dinero de su trabajo, como empleada, dependienta, oficinista, maestra, enfermera, obrera.
Al criollo antiguo, sostén de todas las hembras de la casa, ha sustituido el criollo moderno, sostenido por la madre, la hermana, la hija o la esposa. El gigolo se convierte aquí en souteneur. El hombre, o está colocado en un modesto empleo que no le permitiría asumir el sostenimiento de su casa ni siquiera el personal suyo, o pertenece a la numerosísima especie criolla de los cesantes que jamás encuentran empleos, porque el único empleo que aceptan es el de botelleros, y las botellas no son tan fáciles de conseguir,
dadas las influencias que se requieren y la enormidad de aspirantes No exagero, en lo más
mínimo, y me atrevería a asegurar que si se levantara un censo —que a gritos está pidiendo nuestra abandonada estadística nacional— de los medios y modos de vida del cubano de nuestros días, descubriríase, sin duda alguna, que el tanto por ciento de las mujeres que sostienen a sus familias y a sus parientes hombres es mucho mayor que los hombres mantenedores de su hogar y de sus familiares femeninos.
Ya me he referido a este asunto en otras Habladurías, pero conviene insistir sobre el mismo por la gravedad que encierra este mal, latente en nuestra sociedad, y que aumenta al correr del tiempo. Millares de millares son los hogares de la clase media y la pequeña burguesía que se sostienen por la contribución económica, exclusiva o principal, de la mujer. La oficinista, la maestra, la empleada, la enfermera, aportan su sueldo mensual para que tengan techo y comida la anciana madre, las hermanitas y hermanitos, la tía, la abuela, el padre, y también los hermanos jóvenes y fuertes y el esposo. . . que «nunca encuentran trabajo» y «son víctimas de su mala suerte».
Este cuadro que presentan hoy los hogares de la clase media y la pequeña burguesía y que tiene por escenarios las casitas de los barrios apartados, las casas de departamentos y las casas de huéspedes, lo encontramos igualmente en solares y ciudadelas. En ellos, la obrera, la sirvienta, la lavandera, la cocinera, la costurera, llevan sobre sus espaldas el peso económico del alquiler del cuarto donde mal viven amontonados todos los miembros de la familia, y el alimento de éstos. Los hombres, parientes, no encuentran tampoco la pega deseable y cuando se hacen de unos cuantos pesos, cómodamente, en el período electoral o en algún negocito de juego u otras ilicitudes por el estilo, ese dinero no irá a parar jamás al fondo común ni a resarcir los sacrificios de la madre, la hermana, la hija o la esposa, sino que tendrá que dedicarlo íntegramente a habilitarse de ropa decentica que le permita continuar buscando una pega segura.
Y se da reiteradamente el caso de la pobre mujer de esta clase social que, enamorada de un hombre y confiando en sus promesas de ponerle un cuarto y sostenerla, pierde su colocación, su costura o su taller, y después de pasados los primeros meses de unión, cuando está próximo a nacer el hijo o a poco de haber éste nacido, el hombre la abandona y abandona el hijo, y la mujer, convertida ahora en madre, pasa por el calvario doloroso de buscar un trabajo compatible con el cuidado de su hijo, y sufre miseria y hambre, desesperación y la muerte. En otras ocasiones, el hombre no abandona a la mujer, sigue con ella, pero para explotarla, para vivir a su costa. . .
El tema da para otras observaciones y criticas no menos trascendentes…
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.