En esta segunda parte de sus acotaciones, el articulista profundiza cómo Colón «pobre y abandonado exhaló su último suspiro» y cómo «ordenaba también que sus restos fueran sepultados en la capital de su isla preferida de Santo Domingo, y que se le colocara en la caja funeraria vestido de hábito de la Orden Tercera de San Francisco, y junto a su cuerpo se guardase el único trofeo que conservaba de todas sus gloriosas conquistas: los grillos que el infame Bobadilla le puso».
Aquel hombre genial que buscando nuevas rutas marítimas dio a los Reyes Católicos todo un continente, cayó rendido, más que por los años y las enfermedades por los sufrimientos, los desengaños y las injusticias.


III

La muerte del Gran Almirante

El 20 de mayo de 1506 murió el primer almirante Cristóbal Colón, a los 70 anos de edad, en la casa número 7 de la calle que hoy lleva su nombre, de la ciudad de Valladolid.
Catorce años antes, al anochecer del 27 de octubre de 1492, había descubierto la isla de Cuba, pisando por primera vez su tierra al amanecer del día siguiente en que desembarcó en un hermoso puerto, que los historiadores no están acordes en determinar precisamente, según el examen minucioso del Diario de Colón y la identificación de los lugares que va recorriendo con las particularidades topográficas de las costas de la isla entre Nuevitas y Cabo Lucrecia, aunque no fue Cuba, como es sabido, la primera tierra de América visitada por el nauta inmortal, sino la actual isla de Watling, perteneciente al grupo de las Lucayas, llamada Guanahaní por los indios y a la que Colón denominó San Salvador, el día 12 de aquel mismo mes. Después de recorrer y explorar la costa septentrional de la región correspondiente a las provincias de Camagüey y Oriente, hasta la Punta de Muertos, hacia el oeste, y hasta Baracoa, hacia el este, siguió rumbo en esta dirección el 12 de noviembre hasta arribar a la isla de Santo Domingo.
Aquel hombre genial que buscando nuevas rutas marítimas dio a los Reyes Católicos todo un continente, cayó rendido, más que por los años y las enfermedades por los sufrimientos, los desengaños y las injusticias.
Pobre y abandonado exhaló su último suspiro. En el testamento otorgado ante el escribano Pedro de Hinojosa, dos días antes de morir, se encuentra esta cláusula: «Y Digo yo, Cristóbal Colon, que hallándome en trance de muerte, sin más testigos de mi última hora que el marinero Gil García en cuya casa de limosna me hallo, nombro por herederos de todos los cuantiosos bienes que los Reyes Católicos me prometieron, a mis hijos don Diego y don Fernando, y a mi hermano, que con mantenerlos y ayudarlos los libre de la
miseria de su padre». Ordenaba también que sus restos fueran sepultados en la capital de su isla preferida de Santo Domingo, y que se le colocara en la caja funeraria vestido de hábito de la Orden Tercera de San Francisco, y junto a su cuerpo se guardase el único trofeo que conservaba de todas sus gloriosas conquistas: los grillos que el infame Bobadilla le puso. Bueno es dejar constancia también de que la enfermedad y muerte de Colón pasaron totalmente inadvertidas para los habitantes de Valladolid, a tal extremo que el Cronicón de dicha ciudad, que daba cuenta de los más triviales sucesos locales, no mencionó aquellos hechos de tan grande trascendencia para España y para el mundo.
Los viejos y leales amigos del gran navegante, los únicos que compartieron tanto sus horas de luchas como sus horas de sufrimientos —algunos de sus compañeros de viajes y los religiosos de la Orden Tercera de San Francisco— cerraron sus ojos y dieron sepultura a su cuerpo en las Cuevas del Convento de la Observancia en Santa María la Antigua.
Pasados siete años, en 1513, cuando ya en las cortes europeas el nombre de Colón era ensalzado como el de uno de los más sabios cosmógrafos, hábiles pilotos, intrépidos navegantes y esclarecidos descubridores de todos los tiempos, el rey Fernando ordenó que se trasladaran los restos a Sevilla, como así se hizo con gran pompa y a cuenta de la Corona, depositándose en el monasterio de Santa María de las Cuevas, de la Orden de Cartuja, el día 11 de abril de 1513, según se ha podido precisar no hace mucho por el acta de enterramiento que halló en el Archivo de Protocolos de Sevilla el señor José Hernández, investigador aventajado y funcionario del Instituto Hispano Cubano de Historia de América que en aquella ciudad existe gracias a la magnificencia de un cubano benemérito, el señor Rafael Abreu.
Según aparece de dicha acta, a la hora del Ave Maria, y en presencia de los monjes del monasterio Diego de Luxán, prior, Martín de Tolosa, vicario, Acensio de Paulis, procurador, Diego de Villandrano, sacristán, y Francisco de Tabrejas y Gaspar Gurricio y otros muchos religiosos de la Orden, el señor Juan Antonio, mayordomo de don Diego Colón, hizo entrega, por orden de aquél, a los referidos monjes del «cuerpo y huesos» del Almirante don Cristóbal Colón, con carácter condicional, comprometiéndose los religiosos a entregar los restos del almirante a don Diego o a quien tuviese su poder especial, cuando les fueron pedidos; de todo lo cual dieron fe los escribanos de Sevilla Bernal González de Valleszillo, Juan Rodríguez y Leonis Argamasa y el notario apostólico Antón de Salas.
Junto a su padre fue enterrado también en aquel lugar, el año 1526, don Diego Colón, fallecido en Montalván el 23 de febrero de dicho año.
En Sevilla permanecieron 1os restos de uno y otro hasta que la ciudad de Santo Domingo, que por mandato de Colón fundó su hermano Bartolomé en la isla del mismo nombre, y a la que Colón puso al descubrirla el nombre de La Española, reclamó se cumpliese la ultima voluntad del Almirante, concediéndosele el honor de guardar en su catedral tan preciados restos, logrando, al efecto, don Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo, gobernador de la isla y presidente de la Real Audiencia, que el emperador Carlos V accediese a esas demandas.
Y en la primavera de 1526 fueron conducidos a bordo de una carabela, que siguió el rumbo del primer viaje de Colón, los restos de ése y de su hijo Diego, acompañándolos hasta la ciudad de Santo Domingo la viuda de don Diego, virreina doña Maria de Toledo, recibiendo sepultura en el presbiterio de su catedral, junto al ambón del Evangelio, haciendo merced el emperador, por Real Cédula de 22 de agosto de 1539, que insertaba otra de 12 de julio de 1537, de la capilla mayor de dicha catedral al almirante don Luis de Colón para la sepultura de don Cristóbal y don Diego.
Con tan excesiva sencillez se construyó esta sepultura en dicho lugar, que en 1770 fue necesario llevar a cabo una investigación para determinarlo precisamente.

IV

Traslado a La Habana, en 1795, de unos supuestos restos de Colón.


Después de permanecer en Santo Domingo más de 113 años, y a consecuencia de haber cedido España a Francia, por el artículo IX del Tratado de Paz de Basilea, de 22 de julio de 1795, toda la parte española de la isla de Santo Domingo, el general en jefe de la Escuadra de Operaciones de S. M. Católica, Gabriel de Aristizábal, solicitó del gobernador y capitán general de dicha isla, don Joaquín García, «la traslación, de las cenizas de este héroe a la isla de Cuba, que también descubrió, y en la que enarboló el primero el estandarte de la Cruz», según comunicación de 11 de diciembre de aquel año, a la que contestó el gobernador general el mismo día, participándole que el duque de Veragua, sucesor de Colón, había ordenado a sus apoderados don Juan Bautista Oyarzábal y don Andrés de Lecanda dispusiesen cuanto fuera oportuno «a fin de que con la decencia que permite la situación queden sus huesos en esta Sta. Igla. . . dispuesto a llenar dignamente y a franquear todo el dinero que se necesite».
Pero instando reiteradamente el general Aristizábal, no sólo ante el capitán general de la isla, sino también ante el arzobispo y el regente de la Audiencia, logró que los apoderados del duque de Veragua accediesen al traslado a la isla de Cuba de las cenizas de sus ilustres antecesores, «agradecidos a este pensamiento», y prestando también su beneplácito todas las ya referidas autoridades políticas, militares, judiciales y religiosas de la isla de Santo Domingo.
Al efecto, el 20 de diciembre de 1795, y en presencia del general Aristizábal, del arzobispo, del regidor decano del Ayuntamiento y de otras numerosas personas de grados y consideración, se abrió «una bóveda que está sobre el presbiterio; al lado del Evangelio, pared principal y peana del altar mayor, que tiene una vara cúbica, y en éstas se encontraron unas planchas como de tercia de largo, de plomo indicante de haber habido caxa de dicho metal, y pedazos de huesos como de canillas u  otras partes de algún difunto, y recogido en una salvilla que se llenó de la tierra, que por los fragmentos que contenía, de algunos de ellos pequeños, y sin cadáver, y se introdujo todo en una arca de plomo donde con sus cerraduras de hierro, que cerrada se entregó su llave a dicho Ilmo. Señor Arxobispo y cuya caxa es de largo y ancho como de media vara, y alto como de más de quarta, pasándose después a un ataúd pequeño, forrado en terciopelo negro y guarnecido en galón de oro y puesto en decente túmulo».
Al día siguiente, y después de cantarse ante los restos misa solemne y, vigilia, fue sacada la aja con los restos, con gran suntuosidad, de la Catedral, entregando el arzobispo la caja y su llave al general Aristizábal, «expresándole la pasaban a su poder a disposición del Señor Governador de la Havana, en calidad de depósito, hasta tanto S. M. determinase lo que fuere de su Real Agrado, a lo que accedió el Excmo. Señor dándose por entregado en la conformidad referida y pasándola al bergantín Descubridor que con los demás buques de guerra, esperaban con las insignias de luto, le saludó con otros 15 cañonazos, con lo que se concluyó este acto, que confirmaron los señores de él», según todo consta pormenorizadamente del acta levantada en Santo Domingo el 22 de diciembre de 1795, por el escribano del rey.
El bergantín Descubridor llevó los restos a la ensenada de Ocoa, transbordándolos al navío de guerra San Lorenzo, donde fueron conducidos al puerto de La Habana.
A su arribo, el jefe de este apostadero, don Juan de Araoz, a quien iban remitidos los restos por el general Aristizábal, participó, con fecha 13 de enero de 1796, al gobernador y capitán general don Luis de Trespalacios y Verdeja, de haber recibido dichos restos y estar dispuesto a entregarlos en el muelle de Caballería el día y hora que las referidas autoridades designasen; a lo que contestó el gobernador, en oficio del día 15, que de acuerdo con el obispo diocesano, estaban dispuestos a recibir los restos de don Cristóbal y don Diego Colón a las 8 de la mañana del martes 19 de ese mes.
Aunque el duque de Veragua había encargado a don Pedro Juan de Erice, según 1o hizo saber también Araoz a Las Casas, por encargo de Aristizábal, «de hacer todos los gastos correspondientes a la función», el Cabildo habanero se opuso a ello, acordando sufragar, a costa de sus propios, todos los gastos de las funciones y homenajes que La Habana le tributase a los restos de Colón, lo que aceptaron el representante del duque de Veragua y el gobernador Las Casas.
Del navío San Lorenzo fueron trasladados los restos en una falúa, seguida de otras más y de botes de los buques de guerra, al muelle de Caballería, donde se encontraba el gobernador acompañado de las principales autoridades civiles y militares de la isla. Ya en el muelle fue entregada la caja con los restos a cuatro capitulares, los que se fueron remudando hasta dejarla colocada en un panteón que se levantó a los efectos hasta la ceiba situada en la Plaza de Armas, donde se verificó la formal entrega de los restos al gobernador, continuando después la procesión hasta la Catedral.
En la puerta de ésta se encontraba el obispo Trespalacios rodeado de los altos dignatarios de la Iglesia. Antes de entrar en el templo los restos se les canto un responso y ya en el interior fueron entregados oficialmente por el gobernador al obispo. La iglesia se encontraba adornada con colgaduras, alfombras, hachas encendidas e inscripciones alusivas a la vida y las hazañas de Colón, escritas unas en latín y otras en versos castellanos. Después de cantada misa pontifical por el obispo diocesano, pronuncio la oración fúnebre el presbítero José Agustín Caballero y Rodríguez, maestro de filósofos y educadores cubanos. Ese famoso sermón está considerado como el más elocuente de todos los discursos de quien, como Caballero, fue el más notable orador cubano de su tiempo.
Terminado su sermón por el P. Caballero se cantó el último responso, siendo entonces conducida la caja con los restos al presbiterio, depositándose en un nicho de vara y media de largo y más de media de alto que se había abierto en la pared maestra, al lado del Evangelio, frente al costado del altar mayor, cerrándose dicho hueco con una lápida en la que aparecía grabada una inscripción latina que, traducida al castellano, decía: «D. O. M. famosísimo héroe, lugístico Colón, insigne en ciencia náutica, descubrió por sí el nuevo mundo, y lo rigió y subyugó para Castilla y León. Murió en Valladolid en las Kalendas XIII de Junio MDVI. Se llevó su cadáver y se custodió por los cartujos de Sevilla, trasladándose según él lo dispuso a la Iglesia Metropolitana de La Española; de ésta, cedida a la República Francesa celebrada la paz, se transportaron los huesos a esta Catedral de la Virgen María de la Concepción Inmaculada dándosele sepultura con inmenso concurso de todas las clases en las Kalendas XIV de febrero año MDCCXCVI. La ciudad de La Habana, para que en ella no se olvide a varón tan meritorio, para guardar sus preciosos restos en este grato día erige este monumento con el auxilio del Ilmo. Sr. D. Felipe José de Trespalacios, y del Jefe Político y Militar Exmo. Sr. D. Luis de Las Casas».


Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta se deceso en 1964.

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