Pues que de todas nuestras clases profesionales, es la clase médica, la más estudiosa, la más progresista, la más laboriosa, la que más se interesa por el conocimiento y mejoramiento de su especialidad.
Los médicos están en nuestros días de actualidad. Cuatro congresos de medicina se han celebrado en nuestra capital: de la Prensa médica, Nacional del niño, de Eugenesia y homicultura; galenos de toda la República, de todo el Continente y de España, han asistido a esas magnas asambleas científicas; banquetes y recepciones han sido ofrecidos en su honor; los periódicos han publicado copiosas informaciones sobre los trabajos presentados y debates a que muchos de ellos dieron lugar. Y, por si todo esto fuera poco, las conferencias de un médico ilustre que es al mismo tiempo, ilustre hombre de ciencia, el doctor Marañón, batieron el record de curiosidad social.
He querido aprovechar, pues, esa reiterada actualidad médica, para dedicarle a los médicos el presente artículo. Y a inclinarme más a ello ha venido la lectura del interesantísimo libro que la casa Capel, de Madrid, me acaba de enviar: Cuatro ensayos sobre la medicina de nuestro tiempo, por H. Téllez Plasencia, con prólogo de G. Marañón.
¿Qué puede decir hoy el que estas líneas escribe sobre los médicos, sobre los médicos y la medicina en Cuba, y más siendo abogado, aunque le esté mal el decirlo?
Pues que de todas nuestras clases profesionales, es la clase médica, la más estudiosa, la más progresista, la más laboriosa, la que más se interesa por el conocimiento y mejoramiento de su especialidad. Año tras año celebra congresos y conferencias en nuestra capital y asiste a los que ocurren en el extranjero; posee numerosas asociaciones de carácter técnico en que periódicamente se debaten temas, presentan casos de alguna de las diversas ramas de la medicina a que cada uno se dedica; publica revistas, algunas de ellas tan notables y tan bien presentadas, como la flamante de la Facultad de Medicina; y, probablemente sea ésta la más importante y trascendental de cuanto tiene realizado, ha dado el ejemplo a todos los profesionales y a todas las clases de nuestra sociedad, de constituirse en Federación en la República entera, no bien comprendida por algunos, pero que yo he visto nacer y desenvolverse y he seguido sus pasos con el interés y el entusiasmo del que encuentra en medio del indiferentismo, pasivismo o afeminamiento general —que diría Marañón —padecido hoy por la sociedad cubana, tal vez el único rasgo de virilidad — también serían palabras de Marañón— que hace pensar en un futuro mejor y tal vez cercano para la República, libre de inconsciencia, guataquería, indiferentismo y servil afeminamiento.
Desde luego que todavía queda entre nosotros alguno que otro médico charlatán y mercachifle, que ofrece curar con inyecciones secretas y taumatúrgicas, que exige comisión en los laboratorios, farmacias y clínicas, que tiene agentes en la Estación Terminal para nutrir de enfermos su clínica, que interviene quirúrgicamente no tanto por necesidad médica como por la necesidad de cobrar mayores honorarios; que estando a tiempo para salvar a un enfermo de su equivocación, prefiere anotar una muerte más en su ya crecido record, antes que rectificar, confesando , el error; que con planchas radiográficas falsas hace creer al enfermo que padece determinada enfermedad de la que le demostrará con otras planchas, éstas sí auténticas, estar curado a los pocos meses, los necesario para cobrarle la suma que se propuso ganar; que hace análisis a punta de lápiz y no con microscopio, análisis en los cuales lo esencial es arrojar previamente la materia que debe ser analizada desde luego que todo esto ocurre aún entre nosotros, pero esas son excepciones de la regla. Y la regla es que el médico cubano se dá cuenta ya de cual es su verdadera misión y su verdadero papel; que no es un sacerdote, entre otras cosas, porque a lo mejor sería ofenderlo, y la medicina va dejando de ser cada día más una religión —una superstición y una brujería— para hacerse cada vez más científica, para convertirse por completo en una ciencia, y nada mas que una ciencia, de observación, aplicación y especialización.
Ya el médico no necesita, como antaño, para ser buen médico, correr quitrín, usar levita larga y sombrero de copa, adoptar el aire de solemnidad y gravedad, misterioso y reservado, del Don Antonio que apunta Téllez-Plasencia en uno de los capítulos de su libro y que ha sido pintado entré nosotros por varios antiguos costumbristas; ni requiere el médico moderno desempeñar ante el cliente y sus familiares el papel de brujo o santo que en otras épocas desempeñaba, y que aún hoy le quieren seguir achacando ciertas gentes ignorantes y fanáticas. Me contaba Marañón la impresión que le produjo que en su visita a una localidad del interior de la Isla le presentaron a un niño enfermo para que él lo curase con la imposición de manos.
El fluido misterioso, llamado «ojo clínico», que antes tenía determinado médico, ha sido sustituido, como afirma Marañón en su Medicina nueva, moral nueva, por el valor de la Medicina, que ha derrotado al valor del médico. Y agrega: «De ello resulta una conclusión paradójica e inesperada: que el prestigio del médico aumenta. Acaso tienden a desaparecer los antiguos prestigios gigantescos que, gracias a una poderosa individualidad, destacaban en la profesión, como cimas ingentes, sobre el nivel de las personalidades modestas. Ya no es época de cumbres ni en éste ni en otro sector de la vida (¡qué maravillosa declaración contra los hombres providenciales y en pro del derecho de las masas!). Pero inversamente se hace más sólido el prestigio médico del profesional. Lo bueno del médico lo dá su ciencia; lo malo que tiene éste en su aspecto social se debe casi exclusivamente a la humana naturaleza de los médicos. El balance resulta infinitamente favorable al prestigio de la Medicina y de sus sacerdotes».
Hoy el médico cubano no sólo ha progresado como científico y profesional, sino como ciudadano y hombre; es más avanzado, cosa rara, en ideas, que el abogado. Mientras nuestros médicos están al tanto del último progreso y descubrimiento científico, los abogados —he confesado que lo soy, con perdón sea dicho— nos aferramos cada vez más a la letra de los viejos códigos que hablan del Rey y de los esclavos, y los cuales no queremos reformar; y cuando se logra alguna ley progresista, moral y humana, como la del divorcio, los jueces se encargarán de ponerle toda clase de dificultades, trabas y obstáculos, como si el fin de la ley fuera el no divorciarse. Y mientras los médicos cubanos, poniéndose a la cabeza, de las normas que han de regir, necesaria e inevitablemente, la humanidad del futuro, se mueven y organizan en federación nacional con una base de mutualidad, los abogados cubanos, dando un gigantesco salto atrás, restablece más, con toda su morbosa teatralidad y trágica mascarada, el garrote.
Hoy el médico cubano ha progresado extraordinariamente; le falta ahora educar a su público, a los clientes, destruyendo prejuicios y fanatismos que aun conserva y evitando otros nuevos que con la medicina nueva pueden nacer.
Todavía se oye:
—Doctor, ¿no me receta algún patente?
Y está en peligro de oirse:
—Doctor, ¿no me manda usted los rayos X o la alta frecuencia?
Hoy el médico cubano tiene algo que es muy necesario, además de la ciencia, y algo difícil de encontrar: conciencia. Conciencia de su propio esfuerzo, de sus conocimientos y de sus deberes ante el enfermo, y hasta conciencia de su papel de ciudadano y de hombre.
Al médico cubano le toca robustecer esas cualidades que ya posee; desenmascarando, franca y valientemente a sus malos compañeros que han hecho de la carrera sólo un negocio; y haciéndole ver al público que en la medicina no hay secreto que sólo alguno puede poseer, como el brujo, ni fluidos misteriosos, ni inventos reservados; que lo que hay son hombres, que serán buenos médicos si tienen ciencia y conciencia.
Para lograr todo ello, le basta a los médicos cubanos con aplicar y exigir su Código de Moral Medica, que en el fondo no es sino un código de moral humana y ciudadana.
(Artículo de costumbre publicado en Carteles, el primero de enero de 1928).
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.