Siguiendo el mismo esquema empleado por el Doctor Cantaclaro, un costumbrista de la etapa colonial, Roig ofrece su visión de esta especie de novios a los que clasifica en «aspirantes, meritorios y efectivos».
Los novios de ventana, por ridículos, antiestéticos y anacrónicos, constituían un atentado al ornato público, un estorbo para el mejor orden y reglamentación del tráfico en nuestra capital y una rémora al progreso y civilización de la humanidad.
Los novios de ventana, por ridículos, antiestéticos y anacrónicos, constituían un atentado al ornato público, un estorbo para el mejor orden y reglamentación del tráfico en nuestra capital y una rémora al progreso y civilización de la humanidad.
Hoy, propiamente novios de ventana, quedan muy pocos. Hay, en cambio, conquistadores, enamorados y amantes de ventana.
Se ven también algunos casos excepcionales: novios que después de dejar los sillones y salir a la calle, se están despidiendo en la ventana más de una hora; u otros, que no tienen entrada en la casa más que tres veces a la semana, y se pasan los otros cuatro días conversando por la noche en la ventana. ¡Ridiculeces familiares!
Fuera de esas y otras excepciones, la ventana desempeña en nuestra época otra misión, no menos elevada e importante que la que antiguamente desempeñaba.
Así como las muchachas en edad de merecer, pertenecientes a la alta sociedad, al smartset o high life, tienen el salón, el teatro, el paseo, el automóvil, como cosas y lugares apropiados para lucir sus encantos y atractivos —naturales o artificiales—, para exhibirse y llamar la atención de los futuros pretendientes, así también las pobres —a veces más felices— muchachas de la clase media, han encontrado en la ventana, el cuadro, marco, sitio, lugar, vidriera o escaparate, donde, exponiéndose en periódico, constante y llamativo anuncio, se dan a conocer y atraen, en mayor o menor escala —como el panal de miel a las moscas o el bombillo de luz eléctrica a las mariposillas— a los jovencitos... o viejecitos, que de tarde y noche pasean la cuadra, buscando una noviecita aunque no sea más que para pasar el rato, rato que después la muchacha, si es lista e inteligente, se encarga de que se convierta en «esposa y compañera te doy para toda la vida»...
Y merece la pena hacer un recorrido, de tarde o de noche, por algunas calles de La Habana, v. gr. San Lázaro.
Las muchachas, desde temprano, se han emperifollado con sus mejores cintas, lazos y encajes, dándose su vivificante colorete y mano de polvos de arroz.
A veces se sientan en su silloncito de mimbre, y con un libro en la mano hacen que leen; otras se recuestan artísticamente en el postigo de la ventana.
Situadas de esta manera, a verlos venir, esperan el paso, ya de sus amigos o conocidos, ya del misterioso desconocido; y en cada uno de ellos creen ver un esposo, más o menos buen partido, pero esposo al fin, que es lo importante.
Los jóvenes miran o saludan. En ocasiones se detienen. Cuando esto sucede, la muchacha puede considerar que ha tenido una tarde o noche feliz.
Las más desesperadas por pararse a la ventana son las chiquitas de 14 a 16. En una cuadra de la calle de Lealtad he visto cinco muchachitas que tarde y noche se sitúan en sus respectivas ventanas; cuando pasa varias veces algún joven, se discuten a cual de ellas miró con más entusiasmo o interés, y llevan después la cuenta de los amigos y admiradores que tiene cada una. Suelen también, cuando pasa un automóvil con bastante velocidad, saludar a los que van dentro, para poder anotarse ante sus amigas unas cuantas amistades más.
Esta lucha entre vecinas llega a tal extremo que recuerdo haber leído una correspondencia secreta, redactada en esta forma:
«J. L. Dígame si los paseos que da por mi cuadra, son por mí o por mi vecina. María Luisa».
Después de dar los jóvenes varias vueltas y revueltas, vienen los piropos:
—¡Qué chiquita más linda!
—¡Qué boquita más sabrosa!
La muchacha finge enfadarse y le contesta: —¡Qué confianzudo! Y esta u otra respuesta sirve al joven para entrar en conversación. Si es una pollita la agraciada, a los tres días son novios, lo cual no impide que a la semana siguiente tenga otro distinto. Porque los actuales amores de ventana, relegados casi a los fiñes y pollitas, son rápidos, fugaces. Hay jóvenes que tienen dos o tres noviecitas en distintas cuadras, y todas las noches conversan con cada una de ellas 10 o 15 minutos... y en esto nada más consisten las relaciones. Buscando la razón por la que existen todavía algunos novios de ventana y la causa de que los hombres sean tan aficionados a enamorar y conversar de esta manera, he podido observar que las ventanas que tienen cerca algún farol, no suelen ser las más visitadas por los enamorados. ¿Motivo? Chi lo sa! Y respecto a éstos no encuentro otra explicación a su entusiasmo ventanero que el afán, propósito y deseo, casi único, que persiguen en cuestiones de amor: que el público se entere y los vea hablando con una mujer, o en compañía de ella. Con eso les basta. Ellos se encargan del resto, de ponderar lo que son o han hecho con esa pobre e incauta muchacha. ¡Hay tantos conquistadores inéditos, cuyas famosas hazañas, sólo por ellos conocidas, se encargan ellos mismos de pregonarlas y ponderarlas! Pero aunque, como se ha visto, estén en decadencia y amenazados de desaparecer los novios ventaneros, en los pocos que quedan y en los enamorados, conquistadores y amantes de ventana, es indudable que se realiza lo que el vulgo ha dado en llamar beefs teak en parrilla y cuya historia me contó el Dr. Lanuza en una carta de la que copiaré aquí los siguientes párrafos: «En un viaje que hice a Matanzas por un asunto judicial, me dijeron una noche, en una casa de familia que visité, que así llamaban en Matanzas a tales novios, porque la ventana hacía de parrilla, a un lado se suponía que estaba el fuego y al otro la carne puesta a asar». Y terminaba su epístola el doctor Lanuza planteándome esta interesante cuestión: «Dejo a usted en libertad de distribuir estos dos elementos, fuego y carne, como lo crea conveniente, aunque a mí se me ocurre que la carne está por los dos lados y el fuego entre ambos, como dicen los lógicos que sucede con el concepto de relación, que no está en los relativos, sino entre los relativos». Realmente es esta una muy ardua, delicada y peligrosísima materia. Desde los Santos Padres hasta nos, mísero escritor de costumbres, ha habido discrepancia completa y la más lamentable confusión en cuanto al verdadero significado de los términos carne y fuego. En la misma Biblia hay pasajes donde se anatematiza la carne como causa de todos los males de la humanidad, y, por el contrario, en el admirable Cantar de los cantares se ensalzan y cantan todas y cada una de las variedades de carnes: rubias, blancas, trigueñas, gordas y flacas. He encontrado también esta confusión entre la carne y el fuego: «Humilla vuestro espíritu, pecador, porque la carne es fuego y te consumirá». Ecles., c. VII. v. 19. Creo, pues, que en los novios de ventana no está la carne de un lado y el fuego de otro, ni la carne a ambos lados y el fuego en el centro, sino que la carne está de uno y otro lado de la ventana, o parrilla y el fuego va por dentro de ambas carnes o novios. Mi opinión es, sin duda, la más acertada y competente. Por algo jamás he podido ser vegetariano!
En este siglo del one step, los fords, el teléfono automático, los patines y las matinées cinematográficas y bailables, los novios de ventana resultan un verdadero anacronismo. Es realmente extraordinario que se conserve y practique aún esa costumbre, una de las más antiguas de nuestra ciudad, propia de los siglos bárbaro-caballerescos, en los que, embozados en sus capas, tenían los pobres amantes que esperar frente a las rejas de su amada, el momento en que la dueña o el marido Barba Azul la dejase por unos minutos libre de toda vigilancia, para entonces, presos de temores y sobresaltos, poder estrecharse nerviosamente las manos y dirigirse unas cuantas palabras de amor.
Y así, a medida que la humanidad ha ido progresando y se han conseguido todas esas libertades sociales y políticas que debemos, entre otras cosas, a la revolución francesa y a la de agosto, al reinado de la sicalipsis y de las operetas vienesas, ha ido también desapareciendo de todos los pueblos de Europa y América tan incómoda costumbre, a tal extremo, que ya hoy únicamente se practica en esta ex fidelísima Ínsula.
No puede ello atribuirse a otra causa que al apego que tenemos los criollos a todo lo antiguo y tradicional, como lo demuestran claramente el afán que sienten las familias por conservar en sus casas los trastos y tarecos viejos, y el que a los veinte años de constituida la República no hayamos modificado los viejos códigos que nos dejó la ex madre peninsular.
Antes, eran novios de ventana aquellos infelices que no tenían otro medio de verse y hablarse, por ofrecer la familia oposición a las relaciones y no dejar salir de la casa a la muchacha.
Pero hoy, las cosas han variado por completo. Las muchachas gozan de bastante libertad; no viven encerradas perpetuamente en sus hogares, y las mamás no son tan rigurosas y exigentes como antes.
En nuestra época pueden las niñas salir a menudo, ya solas, ya en compañía de hermanas, primas o amigas, al cine, al parque, al Malecón, a tiendas, a la botica «para dar un recado por teléfono», a la bodega a pesarse o a otros muchos sitios que les ofrecen magníficas oportunidades de ver a sus enamorados y hablar con ellos.
Y hasta las condiciones de las casas han variado: las antiguas y enormes llaves coloniales que se colgaban detrás de la puerta, han sido sustituidas por los pequeños y manuales llavines; y las mismas ventanas, que antes eran perfectamente cerradas con gruesos barrotes, hoy se construyen provistas de postigos modernistas y cómodos.
Tengo ahora sobre mi mesa de trabajo un dibujo de Landaluce, el pintor de las viejas costumbres habaneras, que reproduce una escena de los novios de ventana.
En él puede observarse a la pobre niña, tímida, que asoma la cabeza tras el postigo, mientras el novio, vestido a la usanza de la época, casaca negra, sombrero de copa y pantalón blanco, le dirige desde la acera, a distancia, tiernas palabras de amor.
Un costumbrista de entonces cuenta que el novio de ventana podía ser de tres clases: aspirante, mientras se limitaba a pasear la cuadra de arriba abajo, mirando insistentemente para la ventana que guardaba a la niña de sus pensamientos; meritorio, ya junto a la ventana, en las primeras horas de la noche, pero todavía en la época de ruegos sin haber realizado aún la conquista, conformándose con oprimir entre sus manos los hierros; y efectivo, cuando ya pasadas las diez de la noche, podía estrechar las manos o cualquier otra pertenencia de su niña, elevada a la categoría de novia, y en posesión él de todos sus derechos y funciones de novio.
Las declaraciones las hacían en aquellos tiempos los jóvenes, después de haber sido durante varios días aspirantes, depositando, ya por sí, o por medio de un amigo o mandadero, la consabida epístola en prosa o verso, copiada de El Secretario de los amantes o escrita por un amigo poeta. El ya mencionado costumbrista nos da a conocer un sonetodeclaración. Empieza así:
Una carta era poco; nuestras bisabuelas y abuelas, cuando niñas, necesitaban tres cartas, por lo menos... Hoy basta con dos palabras.
Se veían por primera vez en la ventana, a escondidas de la mamá. La muchacha, después de las excusas de la edad, el traje corto, el colegio, etc., le daba al galán vagas promesas, ofreciéndole consultarlo con la almohada.
Y el esperanzado meritorio pasaba así unos días, hasta que tras el anhelado sí quedaba convertido en amante efectivo o verdadero novio de ventana.
Se cambiaban, primero, numerosas pruebas de amor: retratos, lazos, pañuelos, ricitos de pelo, etc.
Por fin convenían en verse a altas horas de la noche. Ella, en puntillitas, se levantaba de la cama, burlando el sueño de la familia y auxiliada por la negra vieja que la crió o la vio nacer, y se prestaba a estas peligrosas combinaciones, no sin refunfuñar:
—¡Ay, niña! Si lo viejo se entera me va a comprometé.
Algún beso menos disimulado llamaba la atención del sereno, que cruel e implacable, ponía fin al amoroso coloquio:
—Váyanse a acostar y cierren la ventana, si no quieren que le avise a la familia
—gruñía, haciendo al mismo tiempo sonar contra las losas de la acera la lanza, símbolo de su oficio.
Y así, a medida que la humanidad ha ido progresando y se han conseguido todas esas libertades sociales y políticas que debemos, entre otras cosas, a la revolución francesa y a la de agosto, al reinado de la sicalipsis y de las operetas vienesas, ha ido también desapareciendo de todos los pueblos de Europa y América tan incómoda costumbre, a tal extremo, que ya hoy únicamente se practica en esta ex fidelísima Ínsula.
No puede ello atribuirse a otra causa que al apego que tenemos los criollos a todo lo antiguo y tradicional, como lo demuestran claramente el afán que sienten las familias por conservar en sus casas los trastos y tarecos viejos, y el que a los veinte años de constituida la República no hayamos modificado los viejos códigos que nos dejó la ex madre peninsular.
Antes, eran novios de ventana aquellos infelices que no tenían otro medio de verse y hablarse, por ofrecer la familia oposición a las relaciones y no dejar salir de la casa a la muchacha.
Pero hoy, las cosas han variado por completo. Las muchachas gozan de bastante libertad; no viven encerradas perpetuamente en sus hogares, y las mamás no son tan rigurosas y exigentes como antes.
En nuestra época pueden las niñas salir a menudo, ya solas, ya en compañía de hermanas, primas o amigas, al cine, al parque, al Malecón, a tiendas, a la botica «para dar un recado por teléfono», a la bodega a pesarse o a otros muchos sitios que les ofrecen magníficas oportunidades de ver a sus enamorados y hablar con ellos.
Y hasta las condiciones de las casas han variado: las antiguas y enormes llaves coloniales que se colgaban detrás de la puerta, han sido sustituidas por los pequeños y manuales llavines; y las mismas ventanas, que antes eran perfectamente cerradas con gruesos barrotes, hoy se construyen provistas de postigos modernistas y cómodos.
Tengo ahora sobre mi mesa de trabajo un dibujo de Landaluce, el pintor de las viejas costumbres habaneras, que reproduce una escena de los novios de ventana.
En él puede observarse a la pobre niña, tímida, que asoma la cabeza tras el postigo, mientras el novio, vestido a la usanza de la época, casaca negra, sombrero de copa y pantalón blanco, le dirige desde la acera, a distancia, tiernas palabras de amor.
Un costumbrista de entonces cuenta que el novio de ventana podía ser de tres clases: aspirante, mientras se limitaba a pasear la cuadra de arriba abajo, mirando insistentemente para la ventana que guardaba a la niña de sus pensamientos; meritorio, ya junto a la ventana, en las primeras horas de la noche, pero todavía en la época de ruegos sin haber realizado aún la conquista, conformándose con oprimir entre sus manos los hierros; y efectivo, cuando ya pasadas las diez de la noche, podía estrechar las manos o cualquier otra pertenencia de su niña, elevada a la categoría de novia, y en posesión él de todos sus derechos y funciones de novio.
Las declaraciones las hacían en aquellos tiempos los jóvenes, después de haber sido durante varios días aspirantes, depositando, ya por sí, o por medio de un amigo o mandadero, la consabida epístola en prosa o verso, copiada de El Secretario de los amantes o escrita por un amigo poeta. El ya mencionado costumbrista nos da a conocer un sonetodeclaración. Empieza así:
A...
SONETO
Mi corazón está muy enamorado
y como la flor seca se deshoja,
así se secará el desdichado
si tú, Panchita, al verle
tan angustiado...
Una carta era poco; nuestras bisabuelas y abuelas, cuando niñas, necesitaban tres cartas, por lo menos... Hoy basta con dos palabras.
Se veían por primera vez en la ventana, a escondidas de la mamá. La muchacha, después de las excusas de la edad, el traje corto, el colegio, etc., le daba al galán vagas promesas, ofreciéndole consultarlo con la almohada.
Y el esperanzado meritorio pasaba así unos días, hasta que tras el anhelado sí quedaba convertido en amante efectivo o verdadero novio de ventana.
Se cambiaban, primero, numerosas pruebas de amor: retratos, lazos, pañuelos, ricitos de pelo, etc.
Por fin convenían en verse a altas horas de la noche. Ella, en puntillitas, se levantaba de la cama, burlando el sueño de la familia y auxiliada por la negra vieja que la crió o la vio nacer, y se prestaba a estas peligrosas combinaciones, no sin refunfuñar:
—¡Ay, niña! Si lo viejo se entera me va a comprometé.
Algún beso menos disimulado llamaba la atención del sereno, que cruel e implacable, ponía fin al amoroso coloquio:
—Váyanse a acostar y cierren la ventana, si no quieren que le avise a la familia
—gruñía, haciendo al mismo tiempo sonar contra las losas de la acera la lanza, símbolo de su oficio.
II
Los novios de ventana, por ridículos, antiestéticos y anacrónicos, constituían un atentado al ornato público, un estorbo para el mejor orden y reglamentación del tráfico en nuestra capital y una rémora al progreso y civilización de la humanidad.
Hoy, propiamente novios de ventana, quedan muy pocos. Hay, en cambio, conquistadores, enamorados y amantes de ventana.
Se ven también algunos casos excepcionales: novios que después de dejar los sillones y salir a la calle, se están despidiendo en la ventana más de una hora; u otros, que no tienen entrada en la casa más que tres veces a la semana, y se pasan los otros cuatro días conversando por la noche en la ventana. ¡Ridiculeces familiares!
Fuera de esas y otras excepciones, la ventana desempeña en nuestra época otra misión, no menos elevada e importante que la que antiguamente desempeñaba.
Así como las muchachas en edad de merecer, pertenecientes a la alta sociedad, al smartset o high life, tienen el salón, el teatro, el paseo, el automóvil, como cosas y lugares apropiados para lucir sus encantos y atractivos —naturales o artificiales—, para exhibirse y llamar la atención de los futuros pretendientes, así también las pobres —a veces más felices— muchachas de la clase media, han encontrado en la ventana, el cuadro, marco, sitio, lugar, vidriera o escaparate, donde, exponiéndose en periódico, constante y llamativo anuncio, se dan a conocer y atraen, en mayor o menor escala —como el panal de miel a las moscas o el bombillo de luz eléctrica a las mariposillas— a los jovencitos... o viejecitos, que de tarde y noche pasean la cuadra, buscando una noviecita aunque no sea más que para pasar el rato, rato que después la muchacha, si es lista e inteligente, se encarga de que se convierta en «esposa y compañera te doy para toda la vida»...
Y merece la pena hacer un recorrido, de tarde o de noche, por algunas calles de La Habana, v. gr. San Lázaro.
Las muchachas, desde temprano, se han emperifollado con sus mejores cintas, lazos y encajes, dándose su vivificante colorete y mano de polvos de arroz.
A veces se sientan en su silloncito de mimbre, y con un libro en la mano hacen que leen; otras se recuestan artísticamente en el postigo de la ventana.
Situadas de esta manera, a verlos venir, esperan el paso, ya de sus amigos o conocidos, ya del misterioso desconocido; y en cada uno de ellos creen ver un esposo, más o menos buen partido, pero esposo al fin, que es lo importante.
Los jóvenes miran o saludan. En ocasiones se detienen. Cuando esto sucede, la muchacha puede considerar que ha tenido una tarde o noche feliz.
Las más desesperadas por pararse a la ventana son las chiquitas de 14 a 16. En una cuadra de la calle de Lealtad he visto cinco muchachitas que tarde y noche se sitúan en sus respectivas ventanas; cuando pasa varias veces algún joven, se discuten a cual de ellas miró con más entusiasmo o interés, y llevan después la cuenta de los amigos y admiradores que tiene cada una. Suelen también, cuando pasa un automóvil con bastante velocidad, saludar a los que van dentro, para poder anotarse ante sus amigas unas cuantas amistades más.
Esta lucha entre vecinas llega a tal extremo que recuerdo haber leído una correspondencia secreta, redactada en esta forma:
«J. L. Dígame si los paseos que da por mi cuadra, son por mí o por mi vecina. María Luisa».
Después de dar los jóvenes varias vueltas y revueltas, vienen los piropos:
—¡Qué chiquita más linda!
—¡Qué boquita más sabrosa!
La muchacha finge enfadarse y le contesta: —¡Qué confianzudo! Y esta u otra respuesta sirve al joven para entrar en conversación. Si es una pollita la agraciada, a los tres días son novios, lo cual no impide que a la semana siguiente tenga otro distinto. Porque los actuales amores de ventana, relegados casi a los fiñes y pollitas, son rápidos, fugaces. Hay jóvenes que tienen dos o tres noviecitas en distintas cuadras, y todas las noches conversan con cada una de ellas 10 o 15 minutos... y en esto nada más consisten las relaciones. Buscando la razón por la que existen todavía algunos novios de ventana y la causa de que los hombres sean tan aficionados a enamorar y conversar de esta manera, he podido observar que las ventanas que tienen cerca algún farol, no suelen ser las más visitadas por los enamorados. ¿Motivo? Chi lo sa! Y respecto a éstos no encuentro otra explicación a su entusiasmo ventanero que el afán, propósito y deseo, casi único, que persiguen en cuestiones de amor: que el público se entere y los vea hablando con una mujer, o en compañía de ella. Con eso les basta. Ellos se encargan del resto, de ponderar lo que son o han hecho con esa pobre e incauta muchacha. ¡Hay tantos conquistadores inéditos, cuyas famosas hazañas, sólo por ellos conocidas, se encargan ellos mismos de pregonarlas y ponderarlas! Pero aunque, como se ha visto, estén en decadencia y amenazados de desaparecer los novios ventaneros, en los pocos que quedan y en los enamorados, conquistadores y amantes de ventana, es indudable que se realiza lo que el vulgo ha dado en llamar beefs teak en parrilla y cuya historia me contó el Dr. Lanuza en una carta de la que copiaré aquí los siguientes párrafos: «En un viaje que hice a Matanzas por un asunto judicial, me dijeron una noche, en una casa de familia que visité, que así llamaban en Matanzas a tales novios, porque la ventana hacía de parrilla, a un lado se suponía que estaba el fuego y al otro la carne puesta a asar». Y terminaba su epístola el doctor Lanuza planteándome esta interesante cuestión: «Dejo a usted en libertad de distribuir estos dos elementos, fuego y carne, como lo crea conveniente, aunque a mí se me ocurre que la carne está por los dos lados y el fuego entre ambos, como dicen los lógicos que sucede con el concepto de relación, que no está en los relativos, sino entre los relativos». Realmente es esta una muy ardua, delicada y peligrosísima materia. Desde los Santos Padres hasta nos, mísero escritor de costumbres, ha habido discrepancia completa y la más lamentable confusión en cuanto al verdadero significado de los términos carne y fuego. En la misma Biblia hay pasajes donde se anatematiza la carne como causa de todos los males de la humanidad, y, por el contrario, en el admirable Cantar de los cantares se ensalzan y cantan todas y cada una de las variedades de carnes: rubias, blancas, trigueñas, gordas y flacas. He encontrado también esta confusión entre la carne y el fuego: «Humilla vuestro espíritu, pecador, porque la carne es fuego y te consumirá». Ecles., c. VII. v. 19. Creo, pues, que en los novios de ventana no está la carne de un lado y el fuego de otro, ni la carne a ambos lados y el fuego en el centro, sino que la carne está de uno y otro lado de la ventana, o parrilla y el fuego va por dentro de ambas carnes o novios. Mi opinión es, sin duda, la más acertada y competente. Por algo jamás he podido ser vegetariano!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964
Comentarios
Gracias, muchas gracias,
Plutarco Bonilla A.
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