En 2002, el pintor Roberto González demostró nuevamente su afinidad con la llamada pintura posmedieval, por medio de la muestra «Intramuros», expuesta en el Convento de San Francisco de Asís.
Estos cuadros de Roberto González no se pierden en especulaciones herméticas, al margen de los elementos intertextuales que, por supuesto, enriquecen la recepción.
A su pintura parecen gustarle los muros del Convento de San Francisco de Asís. Justo el ambiente para mirar nuestra realidad desde ese caballero ¿español? o aquella campesina ¿holandesa? de cofia blanca que sueña con un pez-hombre. Y es que el arte de Roberto González (La Habana, 1972) requiere de cierta atmósfera para ser disfrutado –y, sobre todo, reflexionado– a plenitud.
La exposición «Intramuros», que recogió 14 cuadros de este artista –si se suman las dos obras prestadas a la colección «Museo de los Ángeles», también exhibida en el Convento–, es un ejemplo claro de la corriente de nuestra pintura contemporánea que el crítico Jorge R. Bermúdez bautizó como postmedieval, y que tuvo su «debut» en aquella recordada muestra titulada «Pintura postmedieval cubana».
En esa ocasión, la obra del joven creador compartió con la de Montoto, Proenza, Ramírez, Alpízar y otros afanados en reivindicar el oficio y la belleza en la plástica contemporánea, a partir de inteligentes apropiaciones y citas del Renacimiento, el Manierismo y el Barroco.
En esta nueva entrega de González, todo ello se convierte en un cóctel explosivo y sugerente al mezclarse con su fina ironía, que recorre toda una gama de matices: desde los chistes tremendos de El dueño de los caballitos y de Al compañero Dios –que parece sordo a los llamados del hombre, a juzgar por el enorme cuerno–, a la severidad de Si yo fuera Guillermo Tell, y el humor criollo que se desprende de ese Martí, de cuyo corazón nacen semillas que fructifican en una frutabomba cubanísima.
La parodia, la ironía, la metáfora... son las herramientas de este pintor que nos sorprende por el contraste de elementos que no deberían estar allí o –al menos– no compartir una misma realidad. ¿Cómo explicar ese hombre que nos mira ceñudo desde su sitio de la historia, llevando las riendas –nada menos– que de un caballito de juguete que se mece en un campo cubano? ¿O aquella olla infernal de la que quieren escapar romanos y fariseos aferrándose a las manos y pies de un ángel liberador? Es fácil: contrario a las experimentaciones del viejo surrealismo, este surrealismo tropical está lleno de sentido porque parte de la vida misma. Vivimos en un mundo fragmentado, desgarrado, humorístico y bello a la vez. A no dudarlo, ¿qué es La Habana si no?Por eso, sus cuadros establecen una relación comunicativa inmediata con el visitante. El artista tiene mucho que decir, quiere ser «testigo de su tiempo», como confiesa en el catálogo.
Sus vivaces óleos –al margen de los elementos intertextuales que, por supuesto, enriquecen la recepción– no se pierden en especulaciones herméticas. Sus guiños nos toman por asalto y sus meditaciones pronto se convierten en nuestras.
Roberto González apuesta, entonces, por una pintura reflexiva que no esté reñida con la belleza y el metier, desde la cual pensar y recrear, arte y presente.
La exposición «Intramuros», que recogió 14 cuadros de este artista –si se suman las dos obras prestadas a la colección «Museo de los Ángeles», también exhibida en el Convento–, es un ejemplo claro de la corriente de nuestra pintura contemporánea que el crítico Jorge R. Bermúdez bautizó como postmedieval, y que tuvo su «debut» en aquella recordada muestra titulada «Pintura postmedieval cubana».
En esa ocasión, la obra del joven creador compartió con la de Montoto, Proenza, Ramírez, Alpízar y otros afanados en reivindicar el oficio y la belleza en la plástica contemporánea, a partir de inteligentes apropiaciones y citas del Renacimiento, el Manierismo y el Barroco.
En esta nueva entrega de González, todo ello se convierte en un cóctel explosivo y sugerente al mezclarse con su fina ironía, que recorre toda una gama de matices: desde los chistes tremendos de El dueño de los caballitos y de Al compañero Dios –que parece sordo a los llamados del hombre, a juzgar por el enorme cuerno–, a la severidad de Si yo fuera Guillermo Tell, y el humor criollo que se desprende de ese Martí, de cuyo corazón nacen semillas que fructifican en una frutabomba cubanísima.
La parodia, la ironía, la metáfora... son las herramientas de este pintor que nos sorprende por el contraste de elementos que no deberían estar allí o –al menos– no compartir una misma realidad. ¿Cómo explicar ese hombre que nos mira ceñudo desde su sitio de la historia, llevando las riendas –nada menos– que de un caballito de juguete que se mece en un campo cubano? ¿O aquella olla infernal de la que quieren escapar romanos y fariseos aferrándose a las manos y pies de un ángel liberador? Es fácil: contrario a las experimentaciones del viejo surrealismo, este surrealismo tropical está lleno de sentido porque parte de la vida misma. Vivimos en un mundo fragmentado, desgarrado, humorístico y bello a la vez. A no dudarlo, ¿qué es La Habana si no?Por eso, sus cuadros establecen una relación comunicativa inmediata con el visitante. El artista tiene mucho que decir, quiere ser «testigo de su tiempo», como confiesa en el catálogo.
Sus vivaces óleos –al margen de los elementos intertextuales que, por supuesto, enriquecen la recepción– no se pierden en especulaciones herméticas. Sus guiños nos toman por asalto y sus meditaciones pronto se convierten en nuestras.
Roberto González apuesta, entonces, por una pintura reflexiva que no esté reñida con la belleza y el metier, desde la cual pensar y recrear, arte y presente.