La Casa de África acogerá hasta el 2 de julio la exposición «Kindiambo Talanquera», del artista Luis Contino Roque, quien deja plasmadas sus inquietudes con algunos códigos iconográficos de la cultura religiosa afrocubana.
Las figuraciones de Contino poseen una atractiva expresividad por la primacía de las relaciones cromáticas, lo que el público ha podido corroborar desde el 4 junio, cuando quedó abierta esta muestra de pinturas.
Establecer
un límite entre el testimonio y la referencia, entre la
realidad y la ficción en la obra de Luis Contino Roque (Pinar
del Río, 1965), resulta en extremo difícil, por no decir casi
imposible. Y esto que para algunos pudiera constituir un
riesgoso motivo de emplazamiento, de apelación representativa,
teniendo en cuenta el susceptible legado cultural del que
parte su producción artística, es sin embargo para mí su
principal distinción, su garantía de correspondencia dentro
del contexto plástico cubano.
Es cierto que sus cuadros están poblados de códigos perfectamente deducibles para practicantes o avezados en los procedimientos de la santería, y hasta para quienes, aún sin ser entendidos en la materia, ya están familiarizados con la iconografía que a partir de ella han ido recreando de forma habitual los artistas plásticos cubanos. No obstante, todos esos códigos parecen en su pintura reinducirse, supeditarse a un anhelo representacional aún más abstracto, lanzarse en ocasiones al desafío de su carga denotativa, de su literalidad, para insertarse en un universo de alucinaciones heterogéneas, de formas fantásticas surgidas a merced de los estados de excitación, del automatismo creativo y el caos neoexpresionista.
Aún cuando en los ambientes de sus obras ya sea por alusión directa a los objetos de la liturgia o por recurrencia a atmósferas y tonalidades enigmáticas se reconoce la invocación de la fe, el acceso a la encomienda como alternativas prácticas vinculadas a lo contingente, nunca sus composiciones parecen estar forzadas por la intención exclusiva de transcripción, por el despliegue de los órdenes y las concatenaciones conceptuales que supone tal cometido, mucho menos por la prédica o el culto a las distintas estructuras narrativas y niveles épicos inherentes al mito, como ya resulta demasiado recurrente en la mayoría de los artistas que abordan estos temas.
En Luis Contino pesa mucho más la lógica del artífice, del creador empírico, del alquimista que prueba y transmuta cada artificio a su alcance, hasta tensar al máximo el impacto de las imágenes y su capacidad alegórica. Los símbolos religiosos que emplea le sirven además para experimentar distintos planos de intensidad expresiva y gráfica en su pintura, para encontrar –y no debemos prescindir de este detalle inherente a la exploración técnica en su obra– un estilo y un lenguaje propios. Aunque esos símbolos cargan de significación inductiva a sus cuadros, actúan como una primera instancia de persuasión en los contenidos que ellos incorporan, su mirada no se dirige en lo fundamental al hombre mítico, sino más bien al individuo en su condición social, ideológica y ética, a su propia vulnerabilidad frente a las disyuntivas que lo asedian.Las vivencias acumuladas por el artista constituyen, en la generalidad de los casos, el soporte argumental sobre el que se erige el andamiaje tropológico de las obras; por eso ellas funcionan muchas veces como registros expresivos, pulsaciones visuales de los estados de contracción por los que atraviesa su cotidianidad, transida casi todo el tiempo por los avatares de la sobrevivencia, las obsesiones y las utopías.
Aunque no me gusta mucho recurrir a las comparaciones, creo conveniente comentar que su proyección artística marcha por un camino paralelo al del joven pintor Diago Durruthy, y ambos a su vez corroboran la legitimidad de un sentido de creación bien diferenciado dentro del contexto plástico cubano, que parece interconectarse en el decursar del tiempo histórico con perspectivas como las de Wifredo Lam y Roberto Diago Querol, quienes sin rehuir a su condición social y racial, decidieron hacer suyos los valores expresivos y estéticos, contenidos en el legado visual afrocubano para discursar sobre tópicos interconectados con él, pero que también tenían la sabia voluntad de trascenderlo.
Quedarse en un primer nivel de lectura en la obra de este inquieto por no decir agitado pintor a partir de la magnitud o la resonancia de los significados tradicionales que recicla; continuar confinándolo a la dimensión metafórica del hombre recluido en su templo, implica a mi juicio una limitación en el análisis acerca del alcance artístico de su pintura, y de las disposiciones que lo mantienen en permanente reflujo con las inquietudes y tendencias de su generación… Ojalá este toque de puerta –del que hoy todos somos también un poco conjuradores– sirva para inquirir o explorar otras insinuaciones sugestivas acerca de su destino.
Es cierto que sus cuadros están poblados de códigos perfectamente deducibles para practicantes o avezados en los procedimientos de la santería, y hasta para quienes, aún sin ser entendidos en la materia, ya están familiarizados con la iconografía que a partir de ella han ido recreando de forma habitual los artistas plásticos cubanos. No obstante, todos esos códigos parecen en su pintura reinducirse, supeditarse a un anhelo representacional aún más abstracto, lanzarse en ocasiones al desafío de su carga denotativa, de su literalidad, para insertarse en un universo de alucinaciones heterogéneas, de formas fantásticas surgidas a merced de los estados de excitación, del automatismo creativo y el caos neoexpresionista.
Aún cuando en los ambientes de sus obras ya sea por alusión directa a los objetos de la liturgia o por recurrencia a atmósferas y tonalidades enigmáticas se reconoce la invocación de la fe, el acceso a la encomienda como alternativas prácticas vinculadas a lo contingente, nunca sus composiciones parecen estar forzadas por la intención exclusiva de transcripción, por el despliegue de los órdenes y las concatenaciones conceptuales que supone tal cometido, mucho menos por la prédica o el culto a las distintas estructuras narrativas y niveles épicos inherentes al mito, como ya resulta demasiado recurrente en la mayoría de los artistas que abordan estos temas.
En Luis Contino pesa mucho más la lógica del artífice, del creador empírico, del alquimista que prueba y transmuta cada artificio a su alcance, hasta tensar al máximo el impacto de las imágenes y su capacidad alegórica. Los símbolos religiosos que emplea le sirven además para experimentar distintos planos de intensidad expresiva y gráfica en su pintura, para encontrar –y no debemos prescindir de este detalle inherente a la exploración técnica en su obra– un estilo y un lenguaje propios. Aunque esos símbolos cargan de significación inductiva a sus cuadros, actúan como una primera instancia de persuasión en los contenidos que ellos incorporan, su mirada no se dirige en lo fundamental al hombre mítico, sino más bien al individuo en su condición social, ideológica y ética, a su propia vulnerabilidad frente a las disyuntivas que lo asedian.Las vivencias acumuladas por el artista constituyen, en la generalidad de los casos, el soporte argumental sobre el que se erige el andamiaje tropológico de las obras; por eso ellas funcionan muchas veces como registros expresivos, pulsaciones visuales de los estados de contracción por los que atraviesa su cotidianidad, transida casi todo el tiempo por los avatares de la sobrevivencia, las obsesiones y las utopías.
Aunque no me gusta mucho recurrir a las comparaciones, creo conveniente comentar que su proyección artística marcha por un camino paralelo al del joven pintor Diago Durruthy, y ambos a su vez corroboran la legitimidad de un sentido de creación bien diferenciado dentro del contexto plástico cubano, que parece interconectarse en el decursar del tiempo histórico con perspectivas como las de Wifredo Lam y Roberto Diago Querol, quienes sin rehuir a su condición social y racial, decidieron hacer suyos los valores expresivos y estéticos, contenidos en el legado visual afrocubano para discursar sobre tópicos interconectados con él, pero que también tenían la sabia voluntad de trascenderlo.
Quedarse en un primer nivel de lectura en la obra de este inquieto por no decir agitado pintor a partir de la magnitud o la resonancia de los significados tradicionales que recicla; continuar confinándolo a la dimensión metafórica del hombre recluido en su templo, implica a mi juicio una limitación en el análisis acerca del alcance artístico de su pintura, y de las disposiciones que lo mantienen en permanente reflujo con las inquietudes y tendencias de su generación… Ojalá este toque de puerta –del que hoy todos somos también un poco conjuradores– sirva para inquirir o explorar otras insinuaciones sugestivas acerca de su destino.