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 Exponente de las confluencias culturales dadas en La Habana, este pequeño perro es parte del patrimonio cultural cubano, como la única raza canina autóctona que se conserva.
En la actualidad la palabra bichón se aplica de manera genérica a varias razas de perros con ancestros comunes y ha devenido sinónimo de «perro de pelo largo y profuso».

 La historia del bichón habanero es difícil de reconstruir, toda vez que en Cuba esta raza nunca fue llamada por su verdadero nombre. Incluso hoy, muchos cubanos insisten en referirse a él como «maltés» o «poodle con maltés», designación que ofrece una involuntaria pero sugerente pista acerca de sus orígenes. Sin embargo, el equívoco no es del todo injustificado si se tiene en cuenta que no fue sino hasta hace poco más de cien años que la zootecnia canina se organizó y comenzó a experimentar el incesante desarrollo que le ha permitido alcanzar el alto nivel técnico y organizativo que tiene hoy en todo el mundo.
Antes de 1850, la cría de perros de raza era local y fundamentalmente empírica. No había estándares o patrones de conformación racial, que son las descripciones en detalle de la constitución física y temperamental de los individuos ideales y representativos de cada raza, y que constituyen la piedra angular indispensable para el trabajo de los jueces y de los criadores; tampoco existían los jueces, las exposiciones caninas, ni los modernos y accesibles medios de comunicación con su inagotable caudal informativo. De manera que, hasta mediados del siglo XIX, los canófilos criaban y cruzaban los perros a su gusto y mejor entender, por lo que los ejemplares supuestamente pertenecientes a una misma raza distaban mucho de ser homogéneos entre sí.
Dentro de este ambiente y condiciones fue que empezaron a llegar a Cuba los perros tipo bichón. Ya antes habían entrado a la Isla otras razas caninas procedentes de España, pero eran razas de trabajo cuya misión principal consistió en ayudar a consolidar los procesos de conquista y colonización. Entre ellas se contaban mastines, galgos, sabuesos, dogos, alanos, pastores, perros de agua... destinados a hacer la guerra, guardar propiedades, rastrear fugitivos, cazar y pastorear.
A partir del siglo XVII, cuando ya estos procesos habían concluido y se ponían en marcha las principales industrias del país, emergió una nueva clase de ricos hacendados criollos que poseía el tiempo, los deseos y los recursos necesarios para desarrollar la afición por la cría de perros de compañía que, como indica su nombre, no tienen otra función que la de acompañar y distraer a sus amos.
Los perros de compañía –en ese momento llamados falderos– habían estado de moda en Europa desde el Renacimiento, cuando eran las mascotas predilectas de las damas y de los grandes señores de gusto remilgado en casi todas las cortes del Viejo Continente. Tal vez el más popular era un perrillo blanco, pequeño y lanudo conocido hoy genéricamente como bichón.

LOS BICHONES
Las razas de perros que dieron origen a los que hoy llamamos bichones tienen un origen muy antiguo; Charles Darwin sugirió que se originaron hace seis mil años antes de nuestra era. El vocablo francés bichon (perro lanudo) podría ser una contracción de barbichon (perro barbudo) y estar relacionado, además, con la palabra barbet, denominación gala de un antiguo perro de aguas. En la actualidad la palabra bichón se aplica de manera genérica a varias razas de perros con ancestros comunes y ha devenido sinónimo de «perro de pelo largo y profuso».
 Hay referencias de que los bichones eran familiares a los antiguos griegos, y desde entonces hasta la actualidad es posible encontrarles en diferentes países de la cuenca mediterránea y en el resto del mundo. Su pervivencia y diseminación –a contrapelo de los azares del tiempo y de las modas– tal vez se deban a su cómodo tamaño y a su especial carácter, muy orientado hacia las intenciones de sus dueños, a los que continuamente observan, imitan y se desviven por divertir y complacer.
En la actualidad existen, al menos, cuatro razas de bichones –maltés, boloñes, frisé y habanero–, y otras dos muy emparentadas –el lowchen (o pequeño perro león) y el cotton de tutear–. En la época de la colonización española del llamado Nuevo Mundo, se hacía referencia, incluso, a un presunto bichón de Manila, lo cual puede explicarse si se toma en cuenta que la España de entonces era un inmenso imperio de efectivo poderío marítimo, dueño de media Europa, gran parte de América y zonas de Asia y de África. Al ser también una poderosa transferidora y difusora de cultura, lo era –por tanto– del perro, especialmente del perro de moda. De ahí que no sea nada raro encontrar reportes de bichones en las colonias españolas.
En el caso del bichón habanero su origen hay que buscarlo tanto en los antiguos perros de agua españoles, que pudieron haber llegado desde los primeros tiempos de la Conquista, como en otros perros (especialmente bichones), traídos a la Isla a partir del siglo XVII a través del comercio legal con España o del comercio clandestino con los piratas europeos.

EL BLANQUITO DE LA HABANA
Con el paso del tiempo, las razas llegadas originalmente a Cuba sufrieron transformaciones a causa de la restringida cantidad de ejemplares de pura raza (pozo genético) existente, el clima y el cambio de hábitos alimentarios. Estos factores naturales, combinados con el incipiente gusto o «estilo criollo» (que desde comienzos del siglo XVIII comienza a diferenciarse del peninsular) y el sistemático cruzamiento de ejemplares de perros de apariencia similar terminó por producir en el país perros cualitativamente nuevos, entre ellos un tipo diferente de bichón de tamaño «miniatura», pelo largo, sedoso y blanco, que fue bautizado como blanquito de La Habana.
Más pequeño que el maltés, su peso no sobrepasaba los dos kilogramos y medio; su diminuto cuerpo (un poco más largo que alto) estaba tan profusamente cubierto de pelo que no se le veían las patas, y al caminar parecía que se deslizaba. Su cara permanecía oculta tras una cortina de pelo nacarado que dejaba entrever unos vivos y brillantes ojos, mientras la cola en forma de penacho y muy ahuecada caía hacía un lado. Su carácter era vivo, inteligente y algo desdeñoso. Conocido también como blanco cubano, perro de seda de La Habana, blanchete o habanés, el flamante perrito fue inmortalizado por el conocido pintor cubano Vicente Escobar en su cuadro Retrato de una joven, de 1797. Por su parte, la condesa de Merlín, en una de sus últimas cartas desde Cuba, hizo una breve pero ilustrativa descripción de dos ejemplares del blanquito:
«Parto mañana. Toda la casa está en movimiento, soy el objeto de todos los cuidados de cuantos me rodean: hermanos, familiares, amigos, todos vienen a desearme buen viaje, a traerme un regalo, un recuerdo... Todo está previsto. Las galerías están repletas de cajas de dulces, de cajas de galletas, de chocolate, de frutas de todas las especies, de jaulas de pájaros de plumajes vistosos; dos pequeños perritos de seis pulgadas cada uno, de ojos redondos y negros que brillan a través de largas hebras de seda blanca como copos de nieve, están sentados en su cesta adornada con lazos rosados esperando la partida».
Todo parece indicar que el blanquito de La Habana fue bien conocido en Europa, pero se dice que su delicada salud impidió su supervivencia en el exterior. En Cuba se le siguió criando hasta los primeros años del siglo XX, pero con el tiempo cambió la concepción de su cría, pues los cambios políticos y económicos ocurridos en el país en el siglo XIX propiciaron el nacimiento de un nuevo tipo de bichón.

EL BICHÓN HABANERO
A comienzos de la centuria de 1800 ya España no ejercía el otrora rígido monopolio sobre el comercio con la Isla, y en los mástiles de los barcos anclados en el puerto de La Habana ondeaban las banderas de numerosos y remotos países. Infinidad de viajeros e inmigrantes llegaban a Cuba en busca de refugio o fortuna; tal fue el caso de los colonos franceses, que llegaron huyendo de la revolución desatada en Santo Domingo y Haití.
La cultura cubana recibió entonces nuevos aires, costumbres e influencias y, ya fuese por intervención directa de aquellos inmigrantes galos o por la exposición más abierta a otras culturas europeas, el poodle o caniche, un perro de origen alemán pero de adopción francesa, hizo su aparición.
El poodle de entonces no era exactamente igual al que se conoce hoy. Era un perro mucho menos estilizado, de cuerpo más alargado y aspecto más rudo que el actual, con una estructura más adecuada para cumplir sus funciones de perro de cobro acuático. Por su aspecto se asemejaba un poco a sus parientes, los bichones, así que no es de extrañar que los criadores cubanos, para reforzarlo, lo mezclaran con el blanquito, con lo cual lograron un perro sustancialmente nuevo: el bichón habanero.
El bichón habanero es un perro de mayor talla que el blanquito, de constitución más robusta, con un brillante y largo pelo ondulado que puede tener cualquier color o combinación de colores, aunque los más frecuentes –debido a su origen– son el color crema y el blanco marfil. Su temperamento es vigoroso, alegre, vivo e inteligente. Cuando se mueve, el bichón habanero lleva la cabeza erguida, con cierto aire de orgullo, mientras agita la cola como una bandera.