Sobre la simpatía que el criollo lleva a límites extremos «imponiéndola como norma suprema de conducta en el trato con sus semejantes», y sobre los pesados a quienes «les es imposible ejercer con éxito la tan lucrativa y cómoda carrera de sabrosones».

A titulo de simpáticos han vivido sabrosamente, sin dar nunca un golpe, muchísimos criollos, a quienes se les ha tolerado, por esa simpatía, su frescura de eternos vividores.

 En Cuba actuamos siempre, lo mismo en la vida privada que en la pública, a base de simpatías y antipatías.
Cuando un criollo quiere elogiar a otro criollo o a un extranjero, le basta decir de él:
-¡Que simpático es Fulano!
Y en cambio, cuando se propone denigrarlo, se limitara a exclamar:
-¡Que antipático, qué pesado es Mengano!
La simpatía disimula o cubre todas las mataduras, defectos y vicios de los individuos, lo mismo que la pesadez elimina o hace olvidar la virtud, la bondad, la honradez o la capacidad.
Natural es que en las relaciones privadas o sociales la simpatía juegue un papel importantísimo, papel que ya desempeña de modo vital en las relaciones entre hombre y mujer, influyendo decisivamente en la atracción de un sexo por el otro; pero el criollo lleva la simpatía a límites extremos, imponiéndola como norma suprema de conducta en el trato con sus semejantes.
Fulano es simpático, y con ello basta. Podrá ser un bandido, un ladrón, una mala persona, capaz de vender a sus propios padres y darle una puñalada por la espalda a su mejor amigo. Ninguno de estos delictuosos antecedentes e inaceptables tachas serán tenidos en cuenta. ¡Es tan simpático!
Por el contrario, Mengano puede ser una persona decente, ejemplar hijo y buenísimo padre de familia, honrado a carta cabal en su profesión o sus negocios. Pero todas estas virtudes no serán tomadas en consideración, porque... ¡es tan pesado Mengano!
En esa ensalada rusa o cajón de sastre remendón que es nuestra sociedad en los días presentes, donde se hallan mezcladas y confundidas personas de todas las clases y condiciones sociales, desde la respetable matrona y el honrado y laborioso artesano hasta la cocota «camouflageada» de vampiresa social y el truhán político, y donde a nadie se pregunta de dónde viene ni a donde va, basta ser simpático para tener aceptación y merecer de todos trato diario e íntima amistad. Y cuando el simpático hace alguna trastada o comete una fechoría, no por eso se le cerrarán las puertas del hogar o del club, ni se le negará el saludo, sino que seguiremos tratándolo, al igual que antes, porque ¡sigue siendo tan simpático!
Así, las más recatadas señoritas de buena familia y de la mejor sociedad, eligen para novio, que bien pronto se convierte en marido -y sus papás no tienen inconveniente en aceptar- al joven, inútil, holgazán y perdido, que sólo busca hacer un matrimonio de conveniencias, confiado en que su suegro cargará con los gastos de la nueva familia… porque, ¡es tan simpático ese muchacho!
A titulo de simpáticos han vivido sabrosamente, sin dar nunca un golpe, muchísimos criollos, a quienes se les ha tolerado, por esa simpatía, su frescura de eternos vividores. Y hoy almorzando en una casa, comiendo mañana en otra, pasando temporadas en las fincas o ingenios de sus amigos y hasta recorriendo el mundo con ellos, han ido tirando el limoncito durante años y años, libres de preocupaciones y responsabilidades, bien alimentados, bien vestidos, sin que jamás les faltase un par de pesos en el bolsillo –porque para llenarlo están siempre las bolsas de los amigos y conocidos– sonrientes; satisfechos, felices. Nacieron simpáticos y esa simpatía congénita les sirve de ángel tutelar y buena estrella. ¡Quién va a rechazar la picada de un simpático de éstos! ¡Quién va a negarle el puesto fijo en la mesa al simpático! De esta manera, para el simpático, la vida es una delicia, un paraíso terrenal.
Si el sabroso prospera entre nosotros, lo debe, exclusivamente, a su simpatía. Sin ella no sería tolerado en sociedad. Y porque carecen de ella, a los pesados les es imposible ejercer con éxito la tan lucrativa y cómoda carrera de sabrosones. Al pesado se le huye como a la peste. Para el pesado, nunca se está en la casa, y siempre se anda de prisa cuando lo encontramos en la calle, y todos los grupos se disuelven cuando el pesado se acerca, que el alias del pesado es «rompegrupos».
Tratándose de mujeres, no basta ser bella, sino que la simpatía mucho más apreciada que la hermosura física; y la fea simpática puede tomarse cualquier libertad sin que se le censure que no le ocurriría a una bella pesada.
Pasando de la vida privada a la vida publica, la política cubana ha girado, en todas las épocas, impulsada siempre por la simpatía o pesadez que inspiran políticos y gobernantes.
Cuando hablamos del arrastre o popularidad de que goza entre las masas algún político, hemos querido decir, más bien, que el referido sujeto cae simpático. Y el pueblo no suele inclinarse hacia el político honesto, preocupado del bien público y con capacidad para asumir las funciones de gobierno, sino que le otorga sus favores al político simpático, aunque sea un malandrín. Cansados, estamos de presenciar el espectáculo lamentable del gobernante que después de haber demostrado con exceso sus nulas condiciones como legislador, como alcalde o concejal, como Presidente de la República o como secretario del Despacho, lejos de hundirse para siempre en el desprecio de sus conciudadanos y no volver jamás a levantar cabeza en la vida pública, ni siquiera se gasta, sino que, a veces, su popularidad crece en razón directa de los latrocinios y desafueros que realizó como gobernante. ¿Por que? Porque es simpático.
En cambio, hombres de probada honradez, y capacidad, jamás han logrado que el pueblo les otorgue sus sufragios; o después de ocupar algún cargo administrativo de importancia, limpiamente, y poniendo al descubierto su inteligencia y su cultura en esa determinada rama política o administrativa, el pueblo no ha querido ver en ellos, amigos y defensores de sus intereses y necesidades, sino que les ha vuelto la espalda y los ha lanzado al anonimato. ¿Por qué? Porque son unos pesados.
Por amistosa simpatía han ocupado carteras importantísimas en el gabinete del Presidente de la República, individuos desprovistos por completo de las más elementales condiciones de capacidad, laboriosidad y honradez, requeridas para el ejercicio de esos cargos, y lo mismo podemos decir de los demás puestos de trascendencia en la administración pública.
En la mente de todos han de estar los nombres de aquellos prominentes políticos nuestros que pasaron por el Poder dejando una estela de sangre derramada y de oro dilapidado; que al poder subieron con los bolsillos vacíos y del Poder salieron con cuantiosas propiedades urbanas rústicas, crecidas cuentas en los bancos nacionales y extranjeros y el control en numerosas compañías industriales y comerciales. Yo no los voy a nombrar aquí, porquen la misión del costumbrista no es la del policía ni la del juez, ya que, debe limitarse a atacar en su crítica y su sátira, al vicio y no al vicioso. Pero sí es indispensable señalar, como acabo de hacerlo, ese hecho transformado en costumbre pública, que se registra en este orden de cosas, en nuestra sociedad republicana, en la misma forma que constituyó norma inalterable, política y administrativa, de los tiempos coloniales. Y, hoy como ayer, esos políticos y gobernantes venales y corrompidos, que en su cinismo llegan a hacer alarde de sus crímenes y sus latrocinios, no merecen la repulsa y el desprecio del pueblo, sino que, muy por el contrario, continúan gozando, en mayor grado, de popularidad. Son hombres que poseen el talismán prodigioso, sésamo ábrete en la vida pública cubana, que se llama simpatía. Son hombres simpáticos, y porque lo son, tienen patente de corso para atropellar, robar, matar. Sus hazañas depravadas constituyen la envidia de sus conciudadanos y son atribuidas a su inteligencia, habilidad, valentía, suerte.
En más de una ocasión se ha dado el caso, entre nosotros, de que al ocurrir alguna grave crisis nacional todos los ojos se vuelvan, no hacia los hombres de intachable conducta, de clara inteligencia o de reconocida capacidad en materia política, económica, social o administrativa, o en hombres nuevos, no contaminados aún por el lodo de la política partidarista y mercantilizada, sino en viejos y gastados políticos y gobernantes que en un ayer no lejano fueron marcados con el estigma de insoportables calamidades públicas, creyéndose necesaria su eliminación del Poder para que la República viviese y progresase. Y estos hombres, como si en Cuba no pasaran los años y los cubanos estuviesen totalmente desprovistos de memoria y de sensibilidad moral, han visto que a su alrededor se congregaban sus enemigos de ayer y los patriotas y revolucionarios del momento, otorgándoles el botafumeiro de los más exaltados elogios y acatamientos, por considerarlos los salvadores de la patria.
¿Qué ha ocurrido para que este inconcebible fenómeno de desquiciamiento social se realice? Pues que esos hombres son hombres simpáticos.
Si de los hombres pesados cada uno por su cuenta trata de librarse, lo mejor que puede, zafándoles el cuerpo o dándoles un esquinazo, ¡oh Alá!, tú que todo lo puedes, libra a la República de sus políticos y gobernantes que no tienen más méritos que ser hombres simpáticos.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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