Los empleados, capaces y cumplidores, son los que llevan el peso de la oficina, los que no abandonan su mesa ni su máquina de escribir, mientras los otros -la clase de los que no trabajan- majasean leyendo los periódicos, hablando por teléfono, dando paseítos por los corredores y demás departamentos de la oficina...
Una de nuestras clases sociales más rudamente combatida en todos los tiempos republicanos ha sido y es la de los empleados públicos.
Varios son los factores que contribuyen a crear y a mantener ese estado de opinión adverso a los llamados despectivamente burócratas.
Comerciantes, industriales, hombres de negocios, etc., no pueden ver ni en pintura a los empleados públicos, porque consideran que gran parte o la casi totalidad de los impuestos que pagan al Estado, las Provincias y los Municipios, no tienen otro destino que mantener la empleomanía oficinesca de la Republica sin el correspondiente provecho para aquellos que en realidad vienen a pagar esos servicios, porque los mismos rara vez se prestan en debida forma, a la altura de las necesidades del público contribuyente y de la cuantía de los sueldos recibidos por cada empleado.
De otra parte, la gran masa popular guarda hacia los empleados públicos ese rencor, unas veces callado e interno y otras puesto de relieve en forma destemplada y hasta con adjetivos de grueso calibre, que suele descubrirse en todas aquellas personas envidiosas de otras a las que consideran que disfrutan cómoda posición económica que ellos nos han logrado conseguir y la que nunca pierden las esperanzas de conquistar.
Para estos envidiosos y eternos aspirantes a un destino oficial, los empleados públicos son unos sabrosones que se pasan la mañana o la tarde haciendo que trabajan delante de la mesa o la maquinita de escribir, pero en realidad, conversando unos con otros o dando paseítos a los demás departamentos de la oficina o al café cercano; y todo eso, cuando asisten al trabajo y no disfrutan de licencias efectivas o botelleriles.
Por último, cuantos escriben sobre problemas nacionales dirigen siempre sus tiros a los empleados públicos, haciendo radicar en ellos la causa y razón de todos nuestros males, crisis y catástrofes económicas, ya que por ellos malgasta la República, millones de pesos que podían y debían ser invertidos en múltiples obras de utilidad práctica general.
A su vez, los empleados públicos se quejan constantemente de lo mal retribuidos que están, de la zozobra permanente en que viven muriendo ante la espada de Damocles que en forma de cesantía pende cada minuto sobre sus cabezas. Además, protestan del julepe a que se ven sometidos por la exigencia frecuente de asistencia a manifestaciones, mítines, recibimientos y banquetes, con grave perjuicio, en estos últimos casos, para su bolsillo, que también se ve saqueado con motivo de las colectas que se realizan por los guatacas de la oficina para obsequiar al jefe con algún regalito el día de su santo, boda, entierro de algún pariente, etc.
¿Hasta qué extremo son ciertos y fundados esos rencores, protestas y animadversiones contra los empleados públicos?
¿Qué hay de verdad en las quejas y el descontento de los empleados públicos?
No puede negarse que una parte considerable de los presupuestos del Estado, las Provincias y los Municipios está destinada a sufragar los sueldos de la empleomanía oficinesca, y que muchos de los impuestos que pesan sobre comerciantes, industriales y hombres de negocios sólo existen por la necesidad de sostener la burocracia oficial.
Y es también innegable que en todas las oficinas públicas se encuentran numerosos empleados pertenecientes a ese tipo de burócrata sabrosón que el pueblo considera modalidad característica del empleado público.
Pero la generalización en este sentido es grandemente injusta, y de ella es víctima, precisamente, la familia, no menos numerosa, de los empleados que trabajan y prestan eficientes servicios al Estado, las Provincias y los Municipios, doblemente meritorios, porque deben trabajar por ellos y por los que no trabajan.
El desastre y el fracaso de nuestra burocracia oficial hay que abonárselos en cuenta a la politiquería y al anhelo desmedido que todo criollo sin destino tiene de ocupar un puesto público, y no por cierto para trabajar, sino para botellear.
«Consígueme una botellita en tu oficina» es la demanda que varias veces al día recibe de sus parientes, amigos y conocidos cualquier funcionario público a quien se considera con alguna influencia en el departamento en que trabaja. Muy pocos son los que piden un destino porque se consideran aptos para ser útiles en el mismo.
Este concepto criollo de los destinos públicos y ese afán de vivir del presupuesto han producido, fatalmente, la superabundancia de empleados en todas las oficinas públicas de la República. Pero en ellas es indispensable y justo distinguir las dos clases de empleados a que antes me he referido: la de los que trabajan y la de los que no trabajan. Rara es la oficina en que a través del tiempo y de las alternativas de la política, no permanezcan los empleados aptos y trabajadores, ya en sus mismos puestos, ya arbitrariamente rebajados de categoría, ya -lo más frecuente- postergados y hasta cesanteados, en ocasiones, pero vueltos a reponer para que la oficina pudiese seguir funcionando, ya, en muy raros casos, ascendidos en premio a sus méritos y servicios. Estos empleados, capaces y cumplidores, son los que llevan el peso de la oficina, los que no abandonan su mesa ni su máquina de escribir, mientras los otros -la clase de los que no trabajan- majasean leyendo los periódicos, hablando por teléfono, dando paseítos por los corredores y demás departamentos de la oficina, saliendo al café cada media hora y flirteando con los del sexo contrario, o, si al bello sexo pertenecen se encuentran todavía en edad o en condiciones físicas aparentes de hacer su conquista entre los compañeros masculinos o visitantes de la oficina, untándose polvo, dándose colorete, pintándose los labios de rojo o ennegreciéndose las pestañas y las cejas.
Con esto queda dicho que en la casi totalidad de las oficinas públicas del Estado, las Provincias y los Municipios sobra la mitad, por lo menos, de los empleados que figuran en las nóminas, ya que esa mitad sobrante esta integrada por los parientes, amigos, correligionarios y protegidos o protegidas de políticos, gobernantes y personajes influyentes; porque bueno es decir que más de uno de esos señorones del comercio, la industria y los negocios, mientras protestan de la abundancia e ineficacia de los empleados públicos, tienen colocados en las oficinas de las Secretarías, del Congreso o del Municipio, a uno o varios parientes y a una o varias buenas mozas amiguitas, convirtiendo así al Estado, a las Provincias y a los Municipios en mantenedores de su parentela o de sus caprichos amorosos.
Pero de la existencia de esa mitad de empleados inútiles no son responsables los empleados trabajadores y útiles, sino que, por el contrario, éstos sufren las consecuencias, como ya indiqué, de la inutilidad de aquéllos, y además, son víctimas de la mala fama que los inútiles y botelleros han echado, por falsa generalización, sobre los empleados trabajadores.
Los empleados inútiles y botelleros producen también el mal gravísimo de desorganizar el trabajo en las oficinas públicas, unas veces por la ausencia o deficiencia de empleados y otras por la ineptitud manifiesta de los jefes de negociados, departamentos, secciones, etc. Se impone, por tanto, una revisión total de las nóminas de todas las oficinas del Estado, las provincias y los Municipios, a fin de que en cada una de ellas no haya más que el número de empleados indispensables y útiles para prestar los servicios administrativos.
Debe establecerse el examen previo de capacidad para ingresar en la burocracia pública, lo
que terminará con la lamentable realidad que desde hace tiempo se sufre en la administración, de que los individuos no son utilizados para los puestos, sino los puestos para los individuos: se aspira -lo he dicho .más de una vez-no al cargo tal, porque se considere poseer capacidad para desempeñarlo, sino a determinado sueldo. Lo que da por resultado que la mayoría de los empleados públicos prestan servicios en comisión, dándose corrientemente el caso de que un empleado de inferior categoría desempeña un puesto superior, pues el titular de este cargo, que solo aspiró al sueldo crecido, no tiene capacidad para desempeñarlo, como sí resulta tenerla el empleado de inferior categoría que fue llevado a ese puesto por no tener influencias para conseguir otro superior. Múltiples veces ha ocurrido que a consecuencia de cualquier rebambaramba política o cambio de secretarios u otros altos funcionarios, han sido dejados cesantes empleados probos y cumplidores, sustituyéndolos por otros ineptos, paralizándose el trabajo de la oficina, a tal extremo, que
los mismos jefes autores del desaguisado han tenido que reponer a la carrera a los buenos empleados injustamente cesanteados; pero, entonces, para no lastimar al empleado inepto influyente, se le ha dado al empleado necesario un puesto inferior al que tenía, poniéndolo en comisión en el puesto superior del influyente e incapaz.
Las deficiencias que en nuestras oficinas públicas observan cuantos de ellas protestan, no se deben a los empleados trabajadores y competentes, sino a esta desorganización a que acabo de referirme. Además, como los altos jefes son variados con frecuencia por necesidades de la política, y muchísimos de ellos carecen, además, de probidad, de competencia, capacidad de trabajo y espíritu de organización, ni siquiera saben utilizar en debida forma a los empleados trabajadores y competentes. Y así, tantas y tantas oficinas del Estado, las Provincias y los Municipios, funcionan porque Alá es grande; Cubita, bella; entre cubanos, no vamos a andar con boberías; y los empleados competentes y trabajadores, con tal de no perder sus puestos -lo que les representaría la miseria de su familia- no tienen inconveniente en trabajar por los que no trabajan, en llevarse trabajo para su casa, en asistir a las manifestaciones, mítines, recibimientos y banquetes que organizan los altos funcionarios incapaces, guatacas y botelleros…
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964