¡Hasta la conga y la rumba se bailan en los cabarets criollos con algo de místico e inocentón arrobamiento!
Aunque no lo pueda concebir la muchachada de hoy, aun existen en La Habana supervivientes, como este Curioso Parlanchín, de una época -finales de la Colonia y comienzos de la República- en que los niños eran en realidad niños y llevaban vida propia de infantes; no habían perdido todavía el respeto a sus padres tuteándolos y llamándolos papi y mami; ni alternaban con las personas mayores en las comidas, las diversiones o la conversación; se acostaban temprano; la saya y los pantalones largos constituían verdaderos acontecimientos, demarcadores del paso de la niñez a la adultez, aunque para las niñas de hoy la saya larga sólo tiene valor como traje de noche, y para los niños han perdido toda trascendencia los pantalones largos, desvalorizados por su uso desde que empiezan a caminar; el llavín casi constituía un atributo, simbólico y práctico, de la mayoría de edad e independización por matrimonio o final de carrera…
¡Tiempos fantásticos aquellos en que el rouge de los labios, el pelo corto, los brazos y piernas al aire eran señales identificativas de mujeres malas o de cómicas!
Pues en esa época -no tan lejana por el tiempo transcurrido- 40 o 45 años- pero sí perdida en la noche de los siglos, ateniéndonos al radical cambio de costumbres experimentado- la máxima importancia que tenía para los jóvenes el «ponerse pantalones largos» era el poder asistir a las funciones del teatro Alhambra y a los bailes del Tacón, en Carnaval, espectáculos o esparcimientos considerados de «hombres hechos y derechos y templos del máximo relajo de la época.
¡Cuántas estrambólicas y espeluznantes escenas nos prometíamos al traspasar el umbral de esos dos palacios del escándalo habanero!
Pero, ¡qué desilusiones experimentábamos al descubrir que los truculentos misterios no tenían nada de truculencia ni de misterios, reducidos, allá en Alhambra, a unas cuantas palabras gruesas y frases de doble sentido o a la acentuación del contoneo en la rumba; y acá en Tacón, a la seriedad casi religiosa con que las parejas se entregaban al baile, o al descubrimiento de los chivos amorosos de los señores del gran mundo!
Ya otro día presentaremos detalladamente varios cuadros pintorescos de las costumbres criollas de hace medio siglo.
Hoy, me referiré a otra gran desilusión de los precoces niños y niñas habaneros de los días presentes: el cabaret.
- ¡Quién pudiera ir a un cabaret! -Oyese exclamar actualmente a muchas mocosas de 8 a 10 años.
- Niña, no seas loca, ¡ir tú a un cabaret! -le replicó delante de mí, testigo del interesante diálogo, su venerable abuela.
Intervine en el diálogo.
- Pues, tanto usted, señora, como ella podrían ir perfectamente sin que tuvieran nada de que asombrarse. Eso si, tampoco iban a pasar el rato divertidas, pues, una vez satisfecha la curiosidad que hoy despiertan en ustedes lo desconocido y la nefasta reputación que tienen los cabarets, se aburrirían de lo lindo.
- Pero, es posible? - me preguntó la muchachita -, Entonces...
- Entonces -le interrumpí- la verdad es que los cabarets habaneros son los sitios más serios, tranquilos, honestos, tristes y aburridos de La Habana.
- ¿Cómo puede ser eso? Y si es así, ¿por qué van ustedes, los hombres?
- Pues, como vamos a todas partes, por costumbre, porque nos llevan, porque van los demás, porque no hay sitios mejores donde ir.
- Pero, ni siquiera se ven en los cabarets escenas truculentas, ni hay animación, risas, alegrías?
- Nada de eso, ni orgía ni regocijo
- ¿Qué hay allí, entonces?
- Voy a descorrerte el velo que ante los ojos de los profanos oculta esos «centros de corrupción»; a revelarte todos sus misterios. Prepárate.
Entras. Te encuentras una sala más o menos amplia y adornada con mejor o peor gusto, casi siempre peor que mejor; colgaduras baratas, pinturas deplorables, adornos y farolitos de papel, molduras de madera o cartón; junto a las paredes, mesitas; en el centro, un espacio en limpio para que dancen los concurrentes y ofrezcan sus exhibiciones algún cuadro o pareja de bailarines.
Los camareros van y vienen, recorriendo las mesas, con sus cargas de botellas; el criollísimo ron, el aplatanado whisky and soda, el inofensivo vermut y hasta el hogareño chocolate.
La orquesta, semioculta en un rincón de la sala, inicia un fox. Las parejas se dirigen al centro. ¿Va a empezar la juerga? No. Hombres y mujeres se entregan al baile con una seriedad casi ritual. No se ven gestos exagerados ni contactos pasionales demasiado juntos. Todos bailan natural y seriamente, con más recato que en la casa de familia o en un club elegante, donde los novios aprovechan las libertades que el baile les ofrece para confirmar con hechos lo que miradas y palabras han prometido tantas veces…
- Y esas mujeres de los cabarets ¿quienes son, cómo van?
- Pues, la mayor parte, infelices y mustias flores del arroyo, que pasean sus años, sus afeites y su hastío y dolor de la vida por estos sitios; que cuando ríen, lo hacen con el compromiso y la tristeza con que puede reírse cuando la risa es comprada. No faltan tampoco mujeres jóvenes y hasta alguna que otra bella, debutantes en la carrera del amor vendido cada noche. De cuando en cuando aparecen margaritas de alto copete, can sus aristocráticos amigos. Pero todas ellas, todas las mujeres que van a los cabarets, ostentan en su toilette las mismas modas, con mayor o menor elegancia llevadas, que las otras mujeres, las honradas. No creas que en el cabaret los escotes son más bajos y las sayas más cortas, ni que las formas se revelan mejor ni las piernas se muestran más francamente que en la calle, el paseo o e l club elegante. Y, sin embargo, las mujeres honradas consideran que estas infelices mujeres de cabaret son arpías terribles que con su solo aliento manchan y contaminan cuanto encuentran a su paso, maestras en la seducción, tan llenas de malébolos encantos y atractivos, que no hay hombre que pueda resistírseles; y que por ello vuestros novios y esposos corren peligro de perderse y de abandonaros, arrebatados por la diabólica tentación que sobre ellos ejercen estas mujeres de cabaret.
El baile cesa, las parejas se dirigen a sus mesas a consumir la bebida, el refresco, el chocolate, el sandwich, que yacían olvidados desde hacía rato, entretenidos, como estaban todos, con el baile.
De repente se encienden varios proyectores eléctricos que iluminan el centro del salón. Un tipo enfundado en un cucarachesco frac, norteamericano casi siempre, o cubano norteamericanizado, trata de hacer unas cuantas gracias que nadie celebra, ni ríe, anunciando «el gran acontecimiento de la noche», la exhibición del maravilloso cuadro de baile X, W, Z. (Aquí uno, dos o tres nombres en inglés). La orquesta preludia algo parecido a lo que se oye en los circos cuando los reyes del trapecio, los elefantes amaestrados o el hombre que se traga la espada salen a la pista. Los concurrentes no habituales se incorporan con cierta curiosidad. Los habituales (ya en el secreto) siguen fumando o hablando con sus compañeros de mesa. Y «el gran acontecimiento» aparece. Cinco o seis mujeres…
- ¿Desnudas?
- No. ¡Qué horror! ¿Mujeres desnudas en un cabaret? Seríaa una profanación.
- ¿Para el cabaret o para las mujeres?
- Tal vez para los dos. Mujeres desnudas sólo permite la moral oficial, y eso cuando las autoridades no son provincianas, en los teatros elegantes donde va el gran mundo. Estas cinco o seis mujeres, «el gran acontecimiento del cabaret, llevan, sí, los brazos y las piernas tal vez parte de la espalda y vientre desnudos, pero, ¡cuánto más valdría que se cubrieran por completo, pues en casi todos los casos, las pobrecitas, mejor que mujeres podría decirse que son estudios anatómicos; así están de flacas y estropeadas. Alguna que otra vez, como estrella refulgente en un cielo oscuro, aparece una mujer hermosa, pero aun entonces esta bailarina de bellas formas sólo enseña lo que se veía en la más honesta de las honestas zarzuelas españolas… sin chistes ni frases gruesas. Bailan tres o cuatro bailes, alguno de los cuales hasta aparece en e l programa como «Danza clásica», y se retiran entre los aplausos discretos, como de compromiso, del público; que hasta para aplaudir el público de los cabarets es serio y reposado.
Al poco rato vuelve el baile general, después el descanso, y nuevamente, el baile… Así pasan las horas. Las dos, las tres. Algunas parejas se retiran, ¿Pero no va a ocurrir nada esta noche en el cabaret? Es temprano aún. Las tres y media. ¡Las cuatro! ¡Ahora! Pues en La Habana, como de Buenos Aires observa un brillante cronista argentino, hasta las cuatro no acontece nada extraordinario y truculento en el cabaret. Después de las cuatro, unos jóvenes elegantes, cuya indumentaria de etiqueta revela que fueron asistentes de una boda celebrada a prima noche, se presentan con gran algazara en el cabaret, acompañados de sendas margaritas. Han consumido numerosas libaciones, en el recorrido juerguístico, clásico cuando se asiste a una boda de gran mundo (visita a una casa non sancta en busca de compañeras, paseo en auto con éstas hasta la playa de Marianao, parada y consumación en todos los cafés del camino). Vienen ya alegre s, bastante alegres, y aquí en el cabaret dan rienda suelta a su alegría, escandalosamente, para que sus conocidos y amigos se enteren de que vienen de juerga, que están borrachos. (Es muy importante que te advierta, amiga mía, que nadie se emborracha en el cabaret; las borracheras que se ven aquí, han sido cogidas en otros sitios, casi siempre en lugares elegantes). De pronto, gran alboroto, una silla que se cae. Dos que amenazan irse a las manos, amigos que intervienen. El oso del cabaret aparece para promediar.
- ¿Quién es el oso del cabaret?
- Un tipo muy curioso, Un sujeto grande, alto, fuerte, tipo de boxeador retirado, al que se le paga en los cabarets para que intervenga en las peleas entre los asistentes y restablezca la calma perturbada. Por lo general es un señor tan inofensivo como todo lo del cabaret. A lo mejor un padre de familia que busca de ese modo unos cuantos pesos. Lo corriente es que reciba las trompadas que se pierden, por eso se le suele llamar backstop, o «aguanta golpes», Pero, déjeme terminar. Con la intervención de todos y la llamada al policía, se restablece la calma. El agente de la autoridad ni siquiera tiene que conducir al causante del escándalo a la estación porque éste es un joven distinguido, hijo del senador Fulano, y marchante asiduo y espléndido del cabaret. El propio dueño se pone a su favor y vuelven la seriedad, la tristeza, el aburrimiento habituales y característicos de estos «sitios de alegría, corrupción y vicio».
Y a la madrugada se retiran todos, ¿Se han divertido? Ellas, las pobres, desgraciadas mujeres de cabaret, han engarzado una noche más, triste y dolorosa como todas sus noches, en la cadena de esclavitud y sufrimientos que forma su vida mísera. Ellos han cumplido con su deber, el deber de hacerse de cuando en cuando la ilusión de que se divertían y gozaban.
¡Hasta la conga y la rumba se bailan en los cabarets criollos con algo de místico e inocentón arrobamiento!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964