Imprimir
Visto: 3859
 En esta sexta parte, el articulista reseña «el mayor elogio de cubanos a los supuestos restos de Colón depositados en La Habana en 1796», tributado por el presbítero José Agustín Caballero y Rodríguez «el máximo apologista cubano de Cristóbal Colón y sus supuestas cenizas depositadas en La Habana en 1796 (…) traídas de Santo Domingo, después de cedida a Francia por el tratado de paz de Basilea la parte española de aquella isla». «¡Qué diversa es, esclarecido Cristóbal Colón, grande almirante de las Indias, qué diversa es la entrada que acabas de hacer esta mañana por las calles y plazas de La Habana, de la que hiciste en la isla deliciosa de Guanahaní por los años de 1492! ¡Qué distintos los motivos de la una y de la otra! ¡Qué desemejantes son sus objetos!»

XI
El mayor elogio de cubanos a los supuestos restos de Colón depositados en La Habana en 1796.

Ya dejamos expresado en la IV de estas Acotaciones que fue el ilustre habanero, presbítero José Agustín Caballero y Rodríguez, maestro de filósofos y educadores cubanos, quien tuvo a su cargo la oración fúnebre al ser depositadas en la Catedral de La Habana, el 19 de enero de 1796, las supuestas cenizas de Colón traídas de Santo Domingo, después de cedida a Francia por el tratado de paz de Basilea la parte española de aquella isla.
El P. Caballero está considerado como el más notable orador de su época y de él dice su sobrino, José de la Luz Caballero, que «a sus excelencias como pensador y crítico, atesoraba las altas condiciones de un orador eminente entre nosotros.. . Acaso no haya habido hasta los tiempos de la popularidad de Escobedo, que eran muy diferentes a aquellos en que ejerció su poderosa acción el ilustre sacerdote, un orador que pudiera competir con él».
Y refiriéndose don Pepe a este elogio fúnebre de Colón, pronunciado por su insigne tío, declara: «Yo no sé si después de Bossuet ha resonado por 1as bóvedas del templo santo una voz más elocuente que la del orador sagrado de La Habana cuando se trasladaron al seno de nuestra patria las reliquias del gran descubridor. Yo no he visto jamás una composición que fuese más conforme al espíritu de la elocuencia del púlpito. Jamás oí hombre más empapado en el rocío fertilizador de las sagradas letras, no hay frase ni pasaje donde no resalte el gusto acendrado, el alma tierna y sublime, la maestría consumada del orador». Manuel Sanguily confirma así este juicio: «Era muy natural ese encomio; porque la oración es notable, sobre todo su elegantísima y majestuosa introducción, que recuerda realmente el tono y la amplitud del famoso prelado francés».
La introducción, que tanto celebra Sanguily, es la siguiente: «¡Qué diversa es, esclarecido Cristóbal Colón, grande almirante de las Indias, qué diversa es la entrada que acabas de hacer esta mañana por las calles y plazas de La Habana, de la que hiciste en la isla deliciosa de Guanahaní por los años de 1492! ¡Qué distintos los motivos de la una y de la otra! ¡Qué desemejantes son sus objetos! Allá entonando festivo hacimiento de gracias, rodeado de un aparato de triunfo, música militar y banderas desplegadas, fuiste e1 primero en pisar las márgenes incultas de aquel nuevo territorio: acá en medio de una pompa fúnebre, enrollados los pabellones nacionales, sorda la música, destempladas las cajas, y apagado el resplandor de su alta dignidad, eres conducido en ajenos brazos hasta el interior del santuario. Allá te incitó el deseo de ver realizadas tus conjeturas, y comprobadas tus profundas meditaciones sobre la existencia de un nuevo mundo: acá te trae el derecho que exclusivamente asiste a los americanos de conservar tus cenizas y escaparlas del insulto que podría inferirlas alguna nación envidiosa: allá, en fin, fuiste a engrandecer 1os timbres del Evangelio, y dilatar el imperio de los Reyes Católicos: acá vienes a recibir decorosamente los sufragios que merece tu digna alma. ¡Santo Dios! ¡Dios inmortal! ¡Bendito seas, porque mediante una cadena de sucesos inesperados, te vales hoy de los huesos del célebre Colón, para presentarnos un contraste asombroso de gloria y humillación, de flaqueza y de poder! ¿Pero qué? ¿No es verdad, señores, que el hombre, aun el más noble y distinguido, puede reducirse a polvo? ¿No es verdad que este mismo polvo puede elevarse a la cumbre excelsa e los hombres? Subamos, si queremos desengañarnos, al origen de la verdadera grandeza, veremos conciliadas estas aparentes contradicciones, y justificada la ceremonia que estamos practicando sobre los huesos siempre vivas del famoso Colón».
Con el estilo ampuloso, rico en floridas imágenes y comparaciones históricas, propio de la época, el P. Caballero narra y pondera la historia gloriosa y accidentada del gran Almirante, sin dejar de referir las injusticias y atropellos que con él se cometieron, no sólo usurpando Américo Vespucio su nombre al de Colon para denominar el continente que éste descubrió, usurpación que Caballero califica de «la injusticia más atroz que han cometido los hombres con otro hombre», sino también las persecuciones de que la envidia le hizo víctima, envidia de la que dice Caballero: «Rato ha me parece estoy escuchando los susurros de la envidia. Así será porque no puede hablarse de los héroes sin oír pronunciar este nombre. ¡Qué enfermedad tan vil y cruel, desgraciadamente conocida en todos los tiempos, en todos los lugares! Los siglos, escribía el mejor orador de Francia, las artes, las leyes, los usos, todo, todo se muda, menos la envidia; enemiga eterna e irreconciliable de todo lo que es grande, combate el talento y la virtud apenas se presenta. Ella fue la que mató a Alcibíades, desterró a Temístocles, tiznó la reputación de Dátames y viene ahora a oscurecer los méritos de Colón».
El sermón de Caballero termina con estas palabras: «Plegue al cielo le veamos el día del juicio final, no como acaba de representárnoslo la imaginación, recibiendo los honores del funeral, ni moviendo nuestros pechos a piedad y compasión; sí como vio en sueños San Gregorio Nazianzeno a su hermano Cesáreo, refulgente, gozoso, impasible, lleno de gloria. Yo se la deseo para que descanse en paz».
El Ayuntamiento quiso recompensar al P. Caballero por su sermón, a lo que éste se negó haciendo gala una vez más de su característico desprendimiento, pero entonces el Cabildo acordó darle las gracias y editar a su cuenta el sermón.
El sermón de Caballero fue impreso, precedido de una dedicatoria al Ayuntamiento, en la que da las gracias por el honor que se le hace, ya que es dicho sermón «la primera obra que sale impresa bajo los poderosos auspicios de V. S. M.». Fue editado en la imprenta de Esteban Boloña, y según aparece de la Cuenta ordinaria de Propios de la Havana correspondiente a 1796, compuesta de las diferentes partidas que se invirtieron en el recibimiento y funerales de los restos de Colón, los cien ejemplares de que constó la edición importaron $300-2.
Al correr de los años, en 1935, al iniciarse la primera serie de publicaciones que de modo estable ha editado el Municipio de La Habana —los Cuadernos de Historia Habanera— nosotros, como Historiador de la Ciudad, escogimos la figura esclarecida del P. Caballero para consagrarle el homenaje de La Habana, en el centenario de su muerte, e insertamos en dicho Cuaderno la oración fúnebre a Colón de 1796.
Por la citada dedicatoria se descubre que fue el canónigo de merced de la Catedral, Dr. D. Diego José Pérez Rodríguez, quien escogió al P. Caballero para pronunciar el sermón fúnebre en tan trascendental acontecimiento.
Caballero accede a la publicación sólo porque, en su modestia, ve en ella el propósito del Cabildo de que «no ignore el mundo ni la menor de las demostraciones que ha hecho La Habana en honor y obsequio del descubridor de las Américas».
Da a entender que no faltaron ataques a su sermón, por parte de los envidiosos de su talento y sus virtudes, de quienes, afirma, ante el altísimo honor que le hace el Cabildo, al publicar aquél por su cuenta, «yo espero confiadamente que los Aristarcos que mordieron mi sermón al oírle, embotarán sus dientes al igual que los Zoilos que lastimaron entonces y después mi reputación, a vista del digno Mecenas que abriga mi producción».
Réstanos completar estas Acotaciones con algunos nuevos datos biográficos que completan la personalidad, ya esbozada, del P. José Agustín Caballero y Rodríguez, el máximo apologista cubano de Cristóbal Colón y sus supuestas cenizas depositadas en La Habana en 1796.
Filósofo, a. Caballero se debe el primer texto sobre estas disciplinas científicas escrito en Cuba por un cubano.
Maestro, no sólo profesó sapientemente sendas cátedras en el Seminario y la Universidad, sino fue, además, renovador de la enseñanza superior e iniciador de la instrucción pública popular y gratuita.
Periodista, dirigió y redactó el primer periódico que se publicó en Cuba: el Papel Periódico de la Havana.
Orador, fue el más elocuente y conceptuoso de su tiempo. Crítico, su notable juicio sobre el Teatro Cubano Histórico… de Urrutia, es el estudio inicial de ese género que vio la luz en esta isla.
Político, puso su talento y su pluma al servicio de la justicia, progreso y del bienestar de esta tierra y redactó un proyecto de Constitución autonómica, exponente admirable de su amor a Cuba. De sus vastísimos conocimientos sobre los problemas insulares e internacionales, de su culto a la libertad y de sus ideas, avanzadísimas para la época (1811).
Hombre, reunió en sí, en grado superlativo, las más excelsas virtudes: franco, firme y sereno en exponer y mantener sus ideas; sencillo, humilde y modesto, no sé inclinó, sin embargo, jamás sino ante la verdad y la justicia; sin ambiciones de bienestar personal, renunció siempre a toda clase de honores y riquezas, en provecho de la patria y de la humanidad, de los pobres y los desvalidos de la tierra.
Por último, queremos recoger este preciso y certero juicio de Félix Varela, otro esclarecido habanero, sobre su maestro el P. Caballero, en carta a José de la Luz Caballero, de 2 de junio de 1835, que acaba de publicar el Dr. Francisco González del Valle.
«Caballero fue uno de los hombres de gran mérito, con gran influencia y en constante ejercicio de ella, que han vivido 72 años y han muerto sin enemigos. Aquí está, querido Luz, aquí está el gran elogio que queda hacérsele al incomparable Caballero. Debe agregarse que con un carácter semejante al de San Ambrosio, atacaba sin reserva cuanto creía injusto, y tal era su dignidad, tal la idea que todos formaban de su alma grande, que todos sus golpes, lejos de desviar, atraían a los heridos. Jamás buscó la popularidad, antes procuró ahuyentarla, mas ella le persiguió siempre y reclamándole como su natural objeto».

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.