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 En esta segunda entrega, el articulista describe cómo «la historia toda de la conquista y colonización españolas en esta Isla antillana es puro relajo, el más descomunal relajo, desde que Cristóbal Colón pone su planta por primera vez en esta Isla, hasta que el primero de enero de 1899 termina la dominación hispana con la ocupación militar norteamericana.» y demuestra que «en esos cuatro siglos Cuba vive por sobre y al margen de la ley, de la moral humana, relajadas por completo las costumbres públicas y privadas».
A contrapelo de leyes y disposiciones vivió Cuba durante toda la época colonial. La relajona malcriadez de funcionarios, autoridades y poderosos de la colonia, despeinaba irreparablemente todas las leyes y disposiciones, que por ello quedaban incumplidas, letra muerta.

La historia toda de la conquista y colonización españolas en esta Isla antillana es puro relajo, el más descomunal relajo, desde que Cristóbal Colón pone su planta por primera vez en esta Isla, hasta que el primero de enero de 1899 termina la dominación hispana con la ocupación militar norteamericana. Quiere esto decir que en esos cuatro siglos Cuba vive por sobre y al margen de la ley, de la moral humana, relajadas por completo las costumbres públicas y privadas, e imperando exclusivamente los privilegios y las explotaciones de hombres y castas dominantes por sobre la mayoría del país.
El primer relajo de nuestra historia lo descubrimos en el mal llamado descubrimiento, pues Colón logra de los Reyes Católicos, a cambio del apoyo que estos le prestaron en su proyecto de encontrar una ruta mas corta, por Occidente, para Asia y hallar nuevas tierras — Cathay, o aquel Cipango que Marco Polo situaba remotamente unido al Extremo Oriente—, desorbitado privilegio, que debía traducirse en títulos y honores para si y sus herederos y sucesores, con todos sus beneficios y preeminencias, «en todas aquellas islas, e tierras firmes, que por su mano e industria se descubrirán, o ganarán, en las dichas mares occeanas»; en la «desena parte» de todas las mercaderías de cualquier especie, nombre o manera que fuesen, que encontrase, trocase o ganase en los delimitados limites de su perpetuo almirantazgo.
Y para que el relajo se mantuviese latente hasta para relajear el mismo relajo. Colón no pudo disfrutar de los beneficios otorgados por los Reyes Católicos en las capitulaciones con él celebradas el 17 de abril de 1492, las cuales, prácticamente no fueron cumplidas, convirtiéndose en otro relajo.
Relajo es el descubrimiento, pues cuando el 27 de octubre de 1492 arribó Colón a esta Isla no la encontró desierta de seres humanos, como hallaron los portugueses las Islas Azores, las de Madera y las de Cabo Verde, sino que Cuba estaba poblada ya, y por lo tanto había sido descubierta mucha antes de esa fecha, en tiempos que no es posible fijar, pero que se remontan probablemente a más de seis o doce mil años antes de la era cristiana.
Uno de los fines primordiales que sirvieron de pretexto a los Reyes Católicos para lanzarse a la conquista y colonización de  tierras y pobladores del Nuevo Mundo fue, al decir de los documentas reales de la época, la cristianización de los naturales de esos países, salvando así sus almas del error de las falsas religiones en que vivían a fin de que alcanzasen la vida eterna en el cielo. Nueva mentira y nuevo relajo, según se encargaran de demostrarlo Diego Velázquez, Pánfilo de Narváez y cuantos con ellos y a sus ordenes efectuaron la conquista de la Isla.  Al comenzar ésta (1511-1512), la población indígena ascendía, según cálculo aproximado, a unos 300,000 habitantes, distribuidos en numerosos poblados, que regia el Cacique en forma patriarcal y hereditaria. Cuarenta años después, o sea hacia 1550, en que comienzan las primeras Actas Capitulares del cabildo habanero que han llegado hasta nosotros, la crueldad desenfrenada de los conquistadores redujo a no más de 4,000 el número de los aborígenes.
Este rápido exterminio de los indios se debió, no só1o a las violentas persecuciones de que fueron víctimas, sino también a los malos tratos que recibieron a manos de los encomenderos en los rudísimos trabajos a que, como siervos, estaban sometidos, principalmente en las minas de oro, pese a todo cuanto dicen las reales disposiciones de los monarcas católicos.
Y de este modo ocurre durante toda la época colonial. Hay en ella dos historias, totalmente distintas y contradictorias. Una, la historia que se encuentra en los papeles, en los documentos. En las pragmáticas, en las órdenes y decretos reales, en las leyes de Indias. Y otra, la verdadera historia, de los hechos acaecidos. Para saber cuál es ésta, basta leer lo que dicen aquellos papeles: lo contrario a lo en ellos escrito y dispuesto, es lo acaecido.
Mario Guiral Moreno, en su interesantísimo ensayo Descorteses y malcriados refiere una anécdota reveladora de los agudos extremos que alcanza entre nosotros la malcriadez de los niños. En la época en que la bomba o chistera era prenda indispensable de la indumentaria masculina, los niños malcriados solían entretenerse, mientras las visitas tertuliaban con sus padres y familiares, en peinar a contrapelo, o sea despeinar, las bombas depositadas en la bastonera; graciosísima diversión que producía una verdadera catástrofe para los dueños de las chisteras, ya que las inutilizaban por completo.
Pues bien, a contrapelo de leyes y disposiciones vivió Cuba durante toda la época colonial. La relajona malcriadez de funcionarios, autoridades y poderosos de la colonia, despeinaba irreparablemente todas las leyes y disposiciones, que por ello quedaban incumplidas, letra muerta, tan muerta entonces como muerta se conserva hoy en los documentos existentes en las archivos españoles y cubanos.
Los monarcas españoles, oído el parecer de sus consejeros, dictaban leyes y demás disposiciones, y las enviaban a esta Isla. El cabildo de La Habana, reunido bajo la presidencia del gobernador, recibía esos documentos reales. El escribano público les daba lectura, y gobernador, alcaldes y regidores los tomaban en sus manos, besaban, ponían sobre sus cabezas y declaraban obedecer lo con ellos dispuesto, «con todo el debido acatamiento como provisión e mandado de su Rey y Señor natural, y estaban prestos de la ansi cumplir»; pero no lo cumplían, aunque lo acataban, ya enviando a la Corte las razones o pretextos para el incumplimiento, mientras en dime y direte oficiales entre la Península y esta Isla, iba transcurriendo el tiempo, meses y años, sin cumplirse lo mandado, otras veces, no se formulaban protestas ni observaciones y todos 1os gobernantes de la Isla se ponían de acuerdo para no darse por enterado de la existencia de los mandatos reales.
En Extremadura y otras regiones españolas en que ha imperada siempre este relajo de incumplimiento de las leyes, dícese popularmente que los gobernantes y los privilegiados se ponen la ley por montera.
Víctimas primeras de tal relajamiento legal fueron en Cuba, según ya hemos visto, los infelices aborígenes. No sólo las disposiciones que expresaban el propósito real de cristianizarlas, sino también aquellas otras promulgadas para protegerlos, nunca se cumplieron y los indios pagaron con sus vidas, después de durísimo martirio, hasta su total desaparición, mucho antes de un siglo de conquista, este relajo que fue  nuestra historia colonial.
En este sentido, Cuba vivió como tierra ajena y sin relación alguna a su metrópoli. Las buenas leyes que de tarde en tarde se dictaban en ésta no se hacían extensivas a Cuba, y en los casos en que tal aplicación era ordenada, los capitanes generales se encargaron de su inefectividad. Caso típico de esto tenemos, para no citar más (ilegible)  el drástico aplastamiento de la sublevación promovida en Santiago de Cuba por el mariscal de campo don Manuel Lorenzo, en favor de la aplicación y cumplimiento en esta Isla de la constitución de 1812, jurada por la reina gobernadora en La Granja, el 13 de agosto de 1836, según noticias llegadas a Santiago de Cuba el 15 y el 29 de septiembre. Un jefe de marina vitoreó alborozado en parajes públicos el restablecimiento del Código de Cádiz, se le sumaron otros altos funcionarios, la tropa, el Ayuntamiento y 1os empleados.
Ante estos pronunciamientos, tan naturales y laudables en buenos vasallos de S. M., el capitán general de la Isla, don Miguel Tacón, se sintió ofendido y disminuido, por lo que ese código tenía de liberal, y perjudicaba sus ideas y sentimientos reaccionarios y su línea o sistema político y gubernativo de un franco y agudo absolutismo. Y Tacón dirigió a Lorenzo el aviso de que «en aquella provincia no se hiciera la más ligera novedad en el orden de cosas sin que precediese su mandato expreso y terminante como capitán general de la Isla a quien el suprema gobierno de la nación debía dirigir las soberanas resoluciones». Lorenzo desoyó  la advertencia, y por tratar de que en la provincia de Santiago de Cuba se aplicase y cumpliese la constitución liberal de Cádiz, estuvo a pique de perder la vida, si poniendo el mar por medio un se libra de la persecución de las fuerzas contra é1 enviadas por Tacón. Pero de este relajo contra dicho código liberal no debemos culpar exclusivamente a Tacón, pues aunque de por sí se opuso a la aplicación del mismo en Cuba, no hizo en el fondo sino anticiparse unos días al pensamiento y sentimiento respecto al particular de los gobernantes de la Península, pues por una Real Orden de 20 de agosto, siete días después de jurada la Constitución por la reina gobernadora, se dispuso que «por entonces y mientras las próximas Cortes constituyentes no decidiesen lo contrario, no se consideraran restablecidas en la isla de Cuba ni demás provincias de Ultramar las disposiciones emanadas de las dos épocas constitucionales».
¡Vida a contrapelo de leyes y disposiciones, de relajo permanente e ininterrumpido, esta de la tan fermosa como infeliz y explotada tierra de Cuba!
Para ser justo debo señalar una excepción en este incumplimiento habitual de leyes y disposiciones en la gobernación y administración cubanas durante la época colonial. Una sola ley fue cumplida fielmente en Cuba: la Real Orden de 28 de mayo de 1825 que concedía facultades extraordinarias, omnímodas, al capitán general de Cuba, autorizándolo a hacer y deshacer a su antojo y capricho y convirtiéndolo legalmente en señor de horca y cuchillo, en tirano, en déspota, dueño de vidas y haciendas, facultado, según el texto de dicha Real Orden «con amplia e ilimitada autorización no tan sólo de separar de esa Isla y enviar a esta Península a las personas empleadas, cualquiera que sea su destino, rango, clase o condición, cuya permanencia en ella sea perjudicial o que le infunda recela su conducta pública o privada, reemplazándola interinamente con servidores fíeles a S. M. y que merecen a V. E. toda su confianza, sino también para suspender la ejecución de cualesquiera orden o providencias generales, expedidas sobre todos los ramos de la administración en aquella parte en que V. R. la considere conveniente al real servicio».
¡La única ley que se cumplió en Cuba durante los tiempos coloniales fue aquella que daba legalidad al incumplimiento de todas las leyes, que establecía y respaldaba la negación de vida legal y civilizada, el absolutismo y la dictadura! Pero, era necesario que este mayúsculo relajo, el relajo de los relajos, fuese a su vez relajeada. Esa Real Orden, compuesta sólo de dos párrafos, en el ultimo de éstos recomendaba S. M. al capitán general «la mayor prudencia y circunspección» en la aplicación de la Real Orden, o sea en el incumplimiento de todas las leyes, incitándolo a que «redoblase su vigilancia para cuidar se observen las leyes, se administre justicia, se proteja y premie a los fieles vasallos de
S. M. y se castiguen sin contemplación ni disimulo los extravíos de los que olvidados de su obligación y de lo que deben al mejor y más benéfico de los soberanos las contravengan, dando rienda suelta a siniestras maquinaciones con infracción de las mismas leyes y de las providencias gubernativas emanadas de ella».
Ante esta terrible disyuntiva que se presentaba a los capitanes generales, conminados por una parte a no cumplir las leyes y por otra al emplear «la mayor prudencia y circunspección» en ese incumplimiento, ellos no vacilaron en seguir el camino que le señalaba el último extremo del párrafo que he transcrito, y en efecto, el capitán general Francisco Dionisio Vives, primero que gozó de esas facultades omnímodas legales y sus sucesores con madera de déspotas como él, Tacón, O'Donnell, Concha, Balmaseda y Weyler, y otros aprendices de déspotas, todos cumplieron y aplicaron fie1mente la famosa Real Orden de 1825, en el sentido de que para ellas y para cuantos ellos así lo quisiesen, no exista ley alguna y se hallaban liberados de cumplir toda ley que no les conviniese o beneficiase; pero en cambio debían ser rigurosamente estrictos en el cumplimiento por los demás —léase por los cubanos no españolizantes y por la masa negra esclava y la china esclavizada— en la observancia de las leyes, castigando «sin contemplación ni disimulo» a cuantos las contraviniesen.
Formidable arma fue ésta, puesta en manos de los capitanes generales para ahogar drásticamente las quejas, las demandas, las protestas y las rebeldías de los cubanos amantes de la justicia y de la libertad y anhelosos de hacer a su patria feliz, grande y próspera.

Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.