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 Apoyado en el criterio de dos distinguidos abogados el articulista se refiere al que denomina como el «mayor de los relajos»: el de una Constitución inoperante. «Nuestro Congreso, salvo iniciativas aisladas, —la ley de inconstitucionalidad, la de suspensión de pagos, la de divorcio y alguna otra—, no hizo nada verdaderamente trascendental».
 

 
Antiguo Teatro Irijoa, donde se reunió la primera Asamblea Constituyente, que aprobó la Constitución de 1901.

Tiene el Congreso, como tal poder del Estado, gravísima, enorme responsabilidad, en el despampanante relajo que ha imperado e impera en nuestra República, aparte de las responsabilidades individuales de sus miembros —salvo las excepciones tan honrosas como escasas que se registran— en su condición de políticos, ya gubernamentales, ya oposicionistas.
Altísima función le está encomendada por la Constitución al Poder Legislativo. Nada menos y nada más que la confección de los códigos y las leyes que, de acuerdo con la Ley fundamental, deben regir la vida de la nación, y entre esas últimas las complementarias de la propia Constitución, sin las cuales esta resulta ineficaz; y también el establecer las contribuciones e impuestos, acordar los presupuestos, empréstitos, régimen comercial, agrícola, e industrial, etc., etc.
¿Ha cumplido el Congreso con sus deberes constitucionales en estos 48 años de República?
Para contestar a esta pregunta, bastaría leer el artículo 59, con sus 13 apartados, de la Constitución de 1901, incorporados los 12 primeros a la Constitución de 1928, y los 10 apartados del artículo 134 de la Constitución, vigente, de 1940.
De esa simple lectura llegamos a la conclusión de que el Congreso no ha cumplido plenamente sus deberes.
En lo que a nuestra esterilidad legislativa se refiere, la apatía y abandono del Congreso han llegado a tal extremo que, mientras en plenos campos de la Revolución nuestros libertadores encontraron tiempo, en medio del duro bregar, de las miserias, y de las penalidades, para acordar y promulgar, no esperando el momento definitivo de la victoria, leyes que rigieran en los territorios ocupados por las fuerzas revolucionarias: leyes de Gobierno Civil, de Hacienda Pública y Organización de Hacienda, de Organización Militar y de Reclutamiento, de Organización Civil, del Matrimonio, Penal, Procesal y Electoral; mientras eso hicieron los patriotas alzados en armas, nosotros, los ya ciudadanos de una República, ni siquiera hemos intentado la promulgación o la reforma de aquellas leyes que, por su carácter eminentemente político, eran el complemento necesario y obligado de nuestras tres Constituciones, leyes indispensables para que en el nuevo Estado pudiera aplicarse debidamente su Carta Fundamental, no siendo posible, como es lógico, que ésta contenga más que principios e ideas de carácter general, las normas básicas, los cimientos del edificio nacional.
Recorriendo rápidamente la Constitución de 1901, podemos anotar, entre otras, las siguientes lagunas en cuanto a leyes políticas que en la misma se hace referencia como de imperiosa necesidad; leyes que nunca se votaron.
El artículo 14, al estatuir que no podrá imponerse en ningún caso la pena de muerte por delitos de carácter político, dice que éstos deben ser definidos por una ley.
Reconoce el artículo 25 la libertad de imprenta, pero demanda una ley de policía de imprenta.
Los derechos de reunión y asociación y manifestaciones públicas, tampoco se regularon.
Y no tenemos aún la ley de orden Público adecuada, que debe regir en el territorio en que fuesen suspendidas las garantías constitucionales.
Tampoco se dictaron leyes agrícolas ni comerciales, de inmigración, del trabajo…
Al cesar la dominación española, sólo se realizaron algunas modificaciones parciales, las más indispensables es esos momentos, hechas por decretos del Gobierno norteamericano de ocupación militar; y durante el Gobierno Provincial, las leyes Electorales y Orgánicas de los Poderes Ejecutivo y Judicial, del Servicio Civil, de las Provincias y de los Municipios, redactadas por la Comisión Consultiva.
Nuestro Congreso, salvo iniciativas aisladas, —la ley de inconstitucionalidad, la de suspensión de pagos, la de divorcio y alguna otra—, no hizo nada verdaderamente trascendental.
Y si todo eso se dejó de hacer, en leyes de tan imperiosa e inmediata necesidad, una vez constituida nuestra patria en Estado independiente, como son las leyes de carácter político, dejará de parecer extraño que no se acometiera la empresa más amplia y difícil, pero no menos útil y necesaria, de elaborar nuevos códigos, Civil, Penal, de Comercio, de Procedimientos.
Tres laudables iniciativas tuvimos en este sentido: una, la Comisión que en 1908 redactó el libro 1º y parte del 2º del código Penal; otra, el Primer Congreso Jurídico Nacional celebrado el año 1916, y en el que votaron las bases de un nuevo Código Civil; y la tercera, la Comisión Nacional Codificadora, creada por ley del Congreso.
Pero ninguna de estas tres iniciativas pudieron dar resultados prácticos satisfactorios, que se tradujeran en leyes nuevas, necesarias y útiles. Sólo hemos podido lograr el Código de Defensa Social.
En cuanto a la esterilidad legislativa, después de estar en vigor la Constitución de 1940, encontramos muy atinadas consideraciones en la notable conferencia que ofreció el doctor Gustavo Gutiérrez en la Institución Hispanoamericana de Cultura, el 19 de junio de 1944.
Señala, en primer término, cómo los convencionales, previendo que los senadores y representantes incurrieran en el mismo pecado de abandono de sus deberes legislativos que sus antecesores, habían colmado la nueva Carta fundamental de «exceso de legislación y reglamentación».
En efecto, la Constitución de 1901 sólo tenía, al igual que la de 1928 14 títulos y 115 artículos, más 17 disposiciones transitorias, la primera, y 16 la segunda; mientras que, la actual Constitución de 1940, contiene 19 títulos y 286 artículos y 56 disposiciones transitorias.
Acota el doctor Gutiérrez que nuestra Constitución, «si fuera sometida a una cuidadosa revisión de estilo, eliminando de ella lo superfluo o reglamentarista, pudiera considerarse como una de las mejores del mundo».
Señala que el Congreso ha abandonado el deber en que se encontraba, impuesto por la propia Constitución, en numerosos artículos y reafirmado en la transitoria final, de aprobar los proyectos de leyes orgánicas y complementarias de esta Constitución, dentro del plazo de tres legislaturas, salvo cuando esta Constitución rige otro término.
El doctor Gutiérrez censura esa inercia legislativa al expresar que «los cuatro años que lleva de vigencia (recuérdese que su conferencia es de 1944) son suficientes para llamar la atención sobre un grave mal que empieza a desarrollarse y que puede enervar en gran parte el texto fundamental: la falta de legislación complementaria y la tendencia de los tres poderes del Estado, lo mismo el Ejecutivo que el Legislativo y el Judicial, a rehuir los nuevos imperativos constitucionales», lo cual ha producido que «no obstante sus bondades, la nueva Constitución apenas funciona. Es realmente inoperante».
Considera que «la causa de inoperancia de la Constitución está en la apatía legislativa de los congresistas que, a pesar del mandato expreso de la Constitución para que en el período de tres legislaturas acordasen la legislación complementaria, han dejado pasar ocho, sin haber promulgado más ley complementaria que el Código Electoral».
Para demostrar la inoperancia de la Constitución, por culpa del Congreso, el doctor Gutiérrez señaló en su conferencia los más importantes preceptos constitucionales que no se habían cumplido en aquella fecha. Tales eran: la Ley se salarios Mínimos que desarrolle los principios de equidad contenidos en los artículos 61 y 62 y de conciliación social a que se refiere el artículo 84; el tribunal de Cuentas instituido en la Sección Tercera del título 17º; lo referente  a la obligatoriedad de aprobar el Congreso los presupuestos anuales de la Nación; el Banco Central y la y el tribunal de Garantías Constitucionales que no fueron establecidos hasta el presente año de 1950.
Recientemente, el distinguido abogado doctor Pedro González Veranes, en las transmisiones dominicales de Por la Cultura popular, dio a conocer un interesante trabajo en el que llegaba a firmar que, a consecuencia de la falta casi total de legislación complementaria de la Constitución, «la existencia de ésta es, por así decirlo, ilusoria».
«Diez años —dijo el doctor Veranes— han transcurrido desde que se confeccionó y que aparatosamente sus autores hubieron de firmar en Guáimaro, simulando demostrar que les rendían solemne homenaje a aquellos forjadores gloriosos de nuestra nacionalidad; sin embargo, sus indicaciones, más concretamente dicho, su mandato, en manera alguna se ha cumplido». Culpa a la indiferencia del Congreso, «cada vez más acentuada», de este relajo, expresando que la conducta del mismo, «es, a todas luces, pecaminosa; su infidelidad es notoria, tanto más cuanto que, muchos de los padres conscriptos fueron miembros de la Asamblea Constituyente». Entre los grandes fallos que en este sentido tiene nuestra Constitución vigente, señala el doctor González Veranes, los Tribunales de Menores, el tribunal de Cuentas y la Carrera Administrativa.
Nos encontramos, pues, ante el mayor de los relajos que puede sufrir un estado democrático: que su Constitución, aunque esté vigente desde hace años —en nuestro caso desde 1940— se encuentre, como lo califica el doctor Gustavo Gutiérrez, inoperante, o como sostiene el doctor González Veranes, de nada vale «que  se le atribuyan excelencias, que se la catalogue entre las mejores, cuando no es posible su debida y cabal aplicación».
No es solamente que Cuba viva, o mejor dicho, malviva, esta situación constitucional anormalísima —aconstitucional—, por la carencia de leyes complementarias de la Constitución, sino que, elevando el relajo a la estratósfera, para el doctor Gutiérrez, «lo más curioso de toda la inoperancia constitucional está en el llamado régimen “semiparlamentario” que, a lo más, sólo puede considerarse como un régimen presidencialista de matiz parlamentario».
Y lo explica: «Si bien el artículo 138 expresa que “el Presidente de la República es el Jefe del Estado y representa la Nación… y actúa como poder director, moderador y de solidaridad nacional», la realidad es que todo el poder reside en el Presidente, pues no sólo el propio artículo 138 expresa que «el poder ejecutivo se ejerce por el Presidente de la República con el Consejo de Ministros», sino que, mientras el artículo 163 reduce las facultades de los ministros a atribuciones puramente formales, el artículo 142 concentra en el Presidente de la República todas las facultades ejecutivas. El Primer Ministro sólo «representa la política general del Gobierno, y a éste ante el Congreso». En suma, el Primer Ministro no es el jefe del Gobierno; sino que el jefe del Gobierno es el Presidente de la República».
Este relajo producido por el mestizaje de dos regímenes políticos, ninguno de los cuales se aplica, ha servido para engendrar la dictadura, natural y lógica, del Presidente de la República, aunque en la práctica, dicha dictadura no siempre tenga el carácter de agresividad de tales monstruosos engendros políticos, sino que se desenvuelva suavemente y sin notorio escándalo ni protesta, en lo que al Poder Legislativo se refiere, sino que, por el contrario, senadores y representantes hagan a diario, con el placer, pues ello les produce muy jugosos beneficios económicos, todo cuanto al Ejecutivo le convenga, con dejación de sus facultades legislativas.
Pero, no está dicho todo, ni mucho menos, lo que al Congreso, como factor de relajo en nuestra vida política se refiere.


Crónica histórica costumbrista publicada en Carteles, 31(52): 89-90; 24 de diciembre de 1950
 
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.