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 Este artículo forma parte de los centenares de trabajos periodísticos mediante los que Emilio Roig dejó –al publicarlos en diversos diarios y revistas– la constancia de su preferencia por el género costumbrista.

Un chiquito... ya había sido publicado en Gráfico (1914) y Carteles (1924).

 Fue realmente para Chicho Olalla, uno de los días más felices de su vida aquel en que vio por primera vez su nombre en la Crónica de Sociedad de uno de los diarios de nuestra capital, precedido de la clásica frase «el conocido joven».
Y esto, que él consideraba como una gran victoria, como un señalado galardón; esto que significaba para él lo que para los señores de la edad media el espaldarazo que los armaba caballeros; esta frase que unida a su nombre y apellido por un cronista social venía a ser como la carta de naturaleza, la patente y contraseña de que era un chiquito de sociedad; o, mejor dicho, el salvo conducto que le permitía asistir impunemente a fiestas y diversiones de nuestro gran mundo, ¡cuántos esfuerzos, cuántos disgustos, cuántas humillaciones y hasta dolores físicos —producidos ya por llevar los zapatos muy apretados, o los cuellos muy altos, etc.,— no le había costado!
Porque Chicho Olalla, si no miente su partida de bautismo que he tenido a la vista para escribir esta silueta, no había nacido, ni mucho menos, en esa sociedad elegante y distinguida, en esa high life, en la que ahora, muy a su gusto, aunque como uno de tantos advenedizos, se encontraba. Su cuna no podía ser más humilde. Hijo de Don Pancho Olalla, comerciante, según rezaba la citada partida bautismal —aunque el tal comercio quedaba reducido a un modesto puesto de frutas y viandas— y de Doña Eufemia Cortiña, lavandera, había pasado Chicho su niñez, confundido entre los mataperros del barrio, sin otras diversiones ni esparcimientos, que el empinar papalotes, jugar a la pelota en la calle o en algún placer vecino, correr detrás de los coches y guaguas y romper a pedradas los faroles de la cuadra.
Cuando entró en la pubertad, sus padres, de posición entonces algo más desahogada, y que siempre habían preferido que su hijo, de no poder estudiar en un colegio de paga, permaneciese sin enseñanza, antes de ir a esas escuelas públicas, donde, como ellos afirmaban, no aprendían los niños más que a cantar el himno o hacer ejercicios gimnásticos o calisténicos; sus padres, repito, consiguieron por mediación de una familia de influencia en las esferas religiosas, una beca gratuita para Chicho en el Colegio de Belén el que, de la mañana a la noche, quedó convertido en alumno de nuestro más aristocrático plantel de enseñanza.
Dos años nada más estuvo con los jesuitas. Al cabo de ellos fue expulsado del Colegio, no tan sólo por su mala conducta, sino principalmente por su falta de aplicación y de inteligencia. «Salomón, pasó de largo», decían sus compañeros siempre que hablaban de Chicho.
Pero si no para su ilustración y cultura le sirvió su estancia en Belén para que conociendo y tratando allí íntimamente a multitud de jóvenes de posición social mucho más elevada que la suya, se despertase en su mente el deseo, que había de ser después la obsesión de toda su vida, de introducirse y vivir en esa sociedad que con tan risueñas perspectivas, con tantos atractivos y encantos, se presentaba ante su vista.
Y esos anhelos de abandonar su condición humilde y pobre crecieron aun más cuando, después de haber salido de Belén, lo colocó su padre primero en una casa de comercio y más tarde en un Banco de esta capital, y ya entonces, ganando un sueldo, bien reducido, en realidad, pero que para él, que en otras épocas había llegado a pasar hambre, era casi fabuloso, empezó a dar sus primeros pasos en la vida social.
En el Banco contrajo amistad íntima con un antiguo condiscípulo de Belén, Ernesto Cortadas, joven de buena familia, que conocía y trataba a lo mejor de nuestra Habana elegante.
Empezó Chicho por ir al Malecón las tardes de retreta, con su amigo Ernesto. Sentados en esas cómodas, artísticas y hasta pintorescas sillas de hierro que para provecho de sastres y lavanderos ha colocado y sostiene allí el más flamante de nuestros Mayores, veían ambos amigos el desfile interminable de coches y automóviles, cargados de mujeres encantadoras. Chicho procuraba estar muy atento a los saludos que a diestro y siniestro hacía a cada paso Ernesto a sus lindas amigas, para saludarlas él también, muy ceremoniosamente y poder ya seguir haciéndolo después cuando se las volviese a encontrar estando solo. Y así, poco a poco, fue conociendo de vista —aunque ellas ignorasen quién era él— a todas las bellas amigas de Ernesto.
Se arriesgó más tarde a ir los domingos a la misa más concurrida o las noches de moda a algún teatro; o a las veladas del Plaza.
Pero hasta ahora no había pasado Chicho en sus relaciones con las muchachas de sociedad, de los saludos y las sonrisas a larga distancia. Y él no podía conformarse con esto. Necesitaba tratarlas, visitar sus casas, salir a paseo con ellas. Y acudió, como acudía siempre en todos los casos graves a su bueno y complaciente amigo Ernesto, para el que empezó entonces una serie inacabable de presentaciones. Cuando se encontraban con algunas muchachas amigas de Ernesto, Chicho se le acercaba a éste y dándole un tirón en un brazo le decía: «Preséntamelas». Y Ernesto, siempre bondadoso, se las presentaba. Quiso luego visitar a las señoritas que ya conocía. Y Ernesto lo acompañó también a las primeras visitas. Después fue él solo. Y como su conversación era bastante aburrida, le ocurrieron lances realmente cómicos que sus nuevas amigas se encargaron de propagar. En una casa, cansados ya de tanta lata, cada vez que iba, tocaban la pianola; en otra, siempre que llegaba, salía la mamá diciéndole que las niñas se habían acostado ya porque se sentían algo indispuestas; en aquélla, lo sentaban en algún sillón roto para que al ir a mecerse, cayese al suelo. Pero él seguía impertérrito hacia adelante su carrera social, importándole poco los desaires de sus amigas, y las bromas de sus amigos.
Y Chicho iba progresando cada vez más. La lista, que desde los primeros tiempos de su vida social empezó a llevar de las amigas que iba adquiriendo, era ya bastante numerosa. No dejaba pasar ninguna mañana sin leer detenidamente en las Crónicas Sociales las fiestas del día, a las que procuraba siempre asistir. Y ya su nombre había salido varias veces en letras de molde. Los cronistas contaban a menudo que «el conocido» o «el simpático» joven Chicho Olalla se encontraba en tal o cual baile u otra fiesta, o paseaba del brazo por los salones a la espiritual Cusita ZZ.
Jugó al tennis; aprendió a bailar el one sep, two﷓step, hesitation, y hasta el tango, aunque donde estaba más en carácter era en el turkey﷓trot; fue a las Playas, paseó varias veces en tranvía por la ciudad; asistió a algunas excursiones a la Cabaña, La Tropical y otros sitios campestres; fue a fiestas oficiales y gratuitas y hasta a un baile en Palacio...
Como complemento de su carrera, Chicho se había aprendido de memoria varias frases y palabras francesas, que citaba frecuentemente aunque no vinieran al caso ni él supiera lo que significaban, palabras que llevaba siempre apuntadas en su libreta para poder consultarlas en caso necesario. Por otra parte su conversación no podía ser más insustancial y vacía. Con sus amigos no hablaba de otra cosa que de: «Si había visto a Fulanita» o «como estaba vestida la señorita X» o «si mañana era el santo de Z»; y con sus amigas no salía nunca de ese repertorio que suelen usar los jóvenes tontos de: «qué linda estás hoy, qué calor hace» etc., etc.
El día se lo pasaba en su oficina. Por las tardes solía llamar por teléfono a sus amigas, antes de salir a dar una vuelta por Obispo o Prado. Pero por las noches era cuando se encontraba más en carácter. Vestido siempre con trajes de colores llamativos, el pantalón muy ceñido, la americana corta y entallada; el sombrero echado hacia atrás y metido hasta las orejas; una cañita en su diestra; tal podía contemplarse a Chicho, luciendo orgulloso en los cines su figura irresistible, sus «andares» que según él hacían furor, y repartiendo satisfecho sonrisas y miradas entre sus amigas y conocidas. Se consideraba entonces el más feliz de los mortales. Y en cada una de esas veladas de moda —azules o rosas— añadía a los ya adquiridos, nuevas conquistas y nuevos triunfos. Y rara era la noche que el retirarse a su casa, no se figuraba llevar ensartados en las anchas cintas negras de sus gafas, media docena de corazones femeninos, trofeo, el más glorioso que pudiera apetecer un Don Juan Moderno.

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Cupido, ese loco chiquillo que a veces, cuando más desprevenidos nos encontramos, nos lanza sus dardos envenenados, hirió a su vez el tierno corazón de Chicho Olalla, que se enamoró rendidamente de Cusita Martínez, antigua novia y amiga íntima de Ernesto Cortadas. Temerosa aquélla, que pasaba ya de los 26 abriles, de quedarse para vestir santos, aceptó los galanteos de Chicho, y, después de unos cortos amores, «sellaron ante el Dios de los altares las promesas que tiempo ha se hicieran sus apasionados corazones». 

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El primer impulso de Chicho al enterarse que Cusita le era infiel, le faltaba con su amigo Ernesto, fue dirigirse inmediatamente a casa de éste, ya que no para pedirle, como otras tantas veces, consejo y dirección, al menos, para oír de sus labios la verdad de lo sucedido.
—Parece increíble, Ernesto —le dijo, medio lloroso, una vez en presencia suya—, que tú, mi amigo del alma, tú que me presentaste en sociedad, tú, mi mejor compañero, mi mentor, me hayas engañado de esa manera... ¿qué has hecho?
—Pues, muy sencillo —le contestó Ernesto. —¿No fue la obsesión de toda tu vida el ser un joven de sociedad? Y ¿no estuve yo siempre dispuesto y contribuí a que vieras satisfechos tus anhelos, tus deseos? Eras ya un joven de sociedad. No te faltaba más que la apoteosis. Y me creí el llamado a proporcionártela. Y te la he proporcionado también... ¿De qué te quejas?...
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.