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 Un tipo de personaje de la Cuba de antaño, dominado por la ansias políticas, es retratado por la pluma de Roig. De esto dio fe la revista Carteles, del 20 de septiembre de 1925, al publicar en sus páginas esta crónica costumbrista sobre la psicología y posturas sociales del... moralista.

Hombre ocupado, de muchas relaciones en la escena política, mientras le paguen, el moralista puede estar tranquilo y vivir satisfecho, fabricando chalets y comprando automóviles con sus «ahorros y economías».

 En nuestra comedia política y social uno de los papeles más deseados es el de «moralista», no sólo por lo fácil y cómodo que resulta su desempeño o interpretación, sino principalmente por las grandes utilidades y beneficios que con él se alcanza y el alto grado de influencia y autoridad sobre el resto de los mortales que produce.
Lo primero y más importante que se requiere es adoptar «aire», aspecto exterior o «fachada», adecuada y propia.
No reírse jamás, preocupándose poco de la sabia máxima de Rabelais quien dijo: «Reíd, reíd, porque la risa es propia del hombre»… Del hombre, sí, no del moralista, rectificamos nosotros. Y ¿cómo va un moralista a reírse? Perderá su gravedad, confundiéndose e igualándose con sus semejantes. Y ¿cómo va a censurar los vicios y defectos de los demás, con el rostro alegre y la sonrisa en los labios? El rostro serio y duro, esa inconfundible cara de «cemento armado» es la señal característica de que el individuo que la posee es uno de nuestros más insignes «moralistas».
Con estas «bellas» cualidades sólo le falta a nuestro personaje, para recibir la consagración de la crítica y «vestir» bien su papel, el saber garrapatear unas cuartillas y llevar siempre la conciencia a la espalda, para no fijarse nunca en los propios vicios y defectos, procurando que la mano derecha no se entere de lo que la izquierda hace o… coge.
Ya preparado así convenientemente, a censurar se ha dicho, siempre en tono olímpico y con un estilo seco, pesado, de predicador en días de misión. Que el látigo flagele, sin piedad, el rostro de los infelices, de los que no es fácil puedan devolver el mal por mal. A los poderosos, los gobernantes, se les puede censurar también, pero tan sólo para que «aflojen la mosca», y de manera que, al atacarlos, pueda irse preparando ya la retirada.
Después, todo marcha sobre ruedas. El gobierno fija al moralista una subvención, o le da un buen puesto. Alguna compañía o empresa atacada lo gratifica generosamente…
La oración se vuelve entonces por pasiva. El «moralista» se erige en defensor y panegirista de aquel gobierno o aquella compañía. Su puesto y su bandera de «moralista» los sostiene incólumes censurando sin piedad a los infelices, a la masa, al pueblo, a otros gobiernos que ya cayeron, a los poderosos de otros días. ¿Que el gobierno o las compañías que hoy defienden, cometen los mismos atropellos, crímenes o errores que él ha estado censurando a otros? No importa. Él hace la vista gorda sobre ello, o, si es necesario, trata de demostrar que esos defectos son virtudes y esos errores aciertos. Mientras le paguen, el moralista puede estar tranquilo y vivir satisfecho, fabricando chalets y comprando automóviles con sus «ahorros y economías».
Si posee un periódico o revista, entonces su «carrera» será más rápida y su fama y renombre no igualados, por el «auto bombo» y el «bombo mutuo», figurará entre las más ilustres personalidades de las letras y la política. Siempre que de él se hable se le llamará insigne, ilustre, intachable y cívico ciudadano. Su periódico o revista será el órgano defensor de los más puros ideales de la patria, de la libertad y del derecho, el censor y guía de la sociedad dispuesto siempre a poner el «inri» de su reprobación sobre la frente de todos aquellos que no comulguen con las ideas o las opiniones de su director o propietario.
De más está el decir que teniendo los méritos y servicios prestados al país, el Gobierno subvencionará en seguida el periódico del moralista, repartiendo entre su director y redactores unas cuantas sinecuras o botellas. Como es natural, unos y otros, continuarán censurando todos los males, vicios y defectos sociales… menos las botellas… esas son «minucias», que, en todo caso, se deben más que a otra cosa, al gobierno anterior.
De esta manera el moralista criollo vive feliz y satisfecho de la vida. Si algunos lo critican, ¡qué le importa mientras puede seguir haciendo fortuna!
Eso sí, que no olvide nunca, el aire grave, el tono imperioso, el rostro severo, la conciencia a la espalda y las uñas largas, muy largas y bien afiladas.
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.