Jolgorio, disfraz, alegría... y mucho más entraña el carnaval, pero para algunos no es tan así. En estas líneas, el cronista nos acerca a una de las víctimas de esa festividad colectiva, se trata de «la víctima eterna: el marido», que en este caso, recuerda a uno en particular: Jacobito, así le llama.

Los hombres procuran en el carnaval y fuera de él, cubrir sus vicios, sus defectos y hasta sus crímenes, con el disfraz más adecuado que la hipocresía les sugiere. Nadie quiere confesar lo que es.

 De máscaras son pocos los que hoy se disfrazan –aunque hay muchos que lo hacen todo el año– y sólo nos encontramos por las calles al negro catedrático al oso, que baila al compás de una filarmónica que toca su dueño, pobres chiquillos los dos, que con sus caretas de a níquel y sus trajes hechos de algún saco viejo, se sienten satisfechos y felices y, por último, el Bobo. 
Es ésta, sin duda alguna, la más sincera, popular e inofensiva de nuestras máscaras aburridas. Y es también la más digna de estudio.
Por el disfraz puede conocerse, con bastante facilidad, el carácter del individuo que lo lleva.
De las dos vidas que, como dice Benavente, hay en nosotros, una la que hubiéramos querido vivir y la otra, la que en realidad vivimos procura la humanidad en estos días de regocijo y locura, hacerse la ilusión de que vive, aunque por breves instantes, su vida soñada.
Y vemos así a tantos hombres pacíficos disfrazados de guerreros, a cortesanas, cubiertas con la máscara de grandes señoras y a mujeres a las que no se les ha presentado todavía la oportunidad de dejar de ser honradas, convertidas en cortesanas célebres.
Es el Bobo, excepción de la regla, la única máscara que se nos presenta tal cual es.
Miradle.
Vestido con amplio mameluco blanco y cubierta la cara toscamente con algo que quiere parecer una careta, hecha de punto de media y coloreada convenientemente en las mejillas y barba, va por las calles llevando un pito y una vejiga inflada, con la que golpea a los transeúntes, y seguido por alegre turba de mataperros que no se cansan de gritarle: ¡Bobo!... ¡mascarita aburrida!...
Y él, contento de su arte, satisfecho de que lo reconozcan, marcha impasible, sonriendo, al parecer estúpidamente, a cuantos se encuentra en su camino, como diciéndoles: ¡Es verdad: bobo he sido, lo soy y no aspiro a ser otra cosa!
¿No es esto un acto heroico y grande?
Los hombres procuran en el carnaval y fuera de él, cubrir sus vicios, sus defectos y hasta sus crímenes, con el disfraz más adecuado que la hipocresía les sugiere. Nadie quiere confesar lo que es.

La victima eterna: el marido

No todo en el Carnaval es alegría, bullicio y risas. Hay también escenas de dolor y de tristezas. Y tiene asimismo el Carnaval sus víctimas. Yo conozco a una de estas: os la voy a presentar.
Es pobre hombre corretón y divertido como pocos, que tuvo la desgracia de casarse muy joven con una mujer, que si no su abuela, bien podía ser, sin dificultad alguna, la autora de sus días.
¿Que por qué se casó?
¡Vayan ustedes a averiguarlo! Lo único que puedo afirmar es que Jacobito, como le llamaremos a nuestra víctima, sentía por su cara mitad algo que ni es amor ni es odio; un sentimiento inexplicable, mezcla de temor y de respeto, de aburrimiento y de resignación? Su único consuelo y esperanza, era que se votase pronto, muy pronto, la ley del divorcio? «Antes que yo sucumba –exclamaba él– porque mi situación es ya insostenible».
El pobre Jacobito logró una vez burlar la vigilancia que, celosa y huraña sobre él ejercía su esposa y escaparse a un baile de Carnaval.
Siempre recordaba con terror el cariñoso y expresivo recibimiento que le dispensó aquella al regresar a su casa, a las cinco de la mañana del día siguiente.
Siete días –siete mortales días de cama– le costó esta escapatoria. Y sobre el ojo derecho le quedó como recuerdo y huella indeleble una fea cicatriz.
Pero no paró aquí el castigo que su consorte le impuso.
Todos los años al llegar los días en que humanidad, alborozada, rinde culto al Dios Momo, Jacobito sentía sobre sí todo el peso de aquella falta doméstica cometida años atrás. Porque su mujer, con ese cruel refinamiento que con sus víctimas empleaban los ministros de la Santa Inquisición, le hacía apurar, hasta la última gota, el cáliz de la amargura.
Ya desde muy temprano, desde las dos de la tarde, vestíanse Jacobito y su esposa, juntos se dirigían al Parque Central y en sendas sillas, esas sillas de hierro cómodas y pintorescas, tomaban asiento.
–¿Quisiste divertirte en Carnaval? –le decía su esposa– pues, diviértete ahora; desde aquí presenciaremos perfectamente el paseo.
Y el pobre Jacobito, en su banco de la paciencia o mejor dicho, en su silla eléctrica, como él la llamaba, recibía durante las tardes de Carnaval, con las serpentinas y confetis que le arrojaban las mascaritas, las burlas y cuchufletas del público.
–¡Cuide a su mamá, joven! ¿No lo dejan todavía salir solo? ¡Cómprese una maruga!
¡Horrible sufrimiento! A su lado, no eran nada los azotes que recibió Cristo atado a la columna. Ni las modernas electro-ejecuciones podían comparársele. Estas siquiera acaban rápidamente con la vida del criminal. El castigo que sobre su silla eléctrica padecía Jacobito, se repetía de año en año, lenta, interminablemente, en la más desesperante de las agonías y tuvo la desgracia de morir semanas antes de aprobarse la ley del divorcio, víctima infeliz del matrimonio y del carnaval.
Por eso, cada vez que llega esta época del año, tan alegre para los hombres, me acuerdo de Jacobito, electrocutado por su esposa, como ofrenda propiciatoria, en los altares del dios Momo.
 
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.

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