Sobre cómo al adoptar ciertas medidas para evitar ser engañado, el marido logra el efecto contrario: se pone en evidencia con sus celos ante la sociedad, mientras su mujer se burla de él y lo engaña con el primero que se presenta.
La imaginación e inventiva de los maridos celosos es extraordinaria en lo que se refiere a proceder y evitar el ser «coronados».
Dejamos demostrado cumplidamente en el artículo anterior que el tipo del hombre ridículo por excelencia, el prototipo de la ridiculez, es el hombre celoso, superando en ello a las innumerables clases de hombres ridículos que abundan en este planeta: ególatras, tenorios, guapos, Pachecos, etc, etc.
Y el celoso hace el ridículo ante la sociedad y ante su mujer. Ante la primera, precisamente para evitar el quedar en ridículo; ante la segunda, para demostrarle que a él no se le engaña ni se le toma el pelo, pues es todo un hombre. Y efectivamente, sucede que incurre en todo lo que quiere evitar: que se pone en evidencia con sus celos ante la sociedad, y que su mujer se burla de él y lo engaña con el primero que se presenta.
Y esto es una verdad más formidable e indestructible que los artículos de fe del catolicismo, porque estos hay que creerlos, a ciegas, ya que fe es: «creer lo que no hemos visto», y el engaño que sufre todo marido celoso, «se ve» y se comprueba, en todos los casos, necesaria e indefectiblemente. Aunque acuda a todos los medios de seguridad imaginables, encierre a su mujer bajo siete llaves, y no la deje salir sola, siempre se le correrá y por culpa de sus propios celos.
La imaginación e inventiva de los maridos celosos es extraordinaria en lo que se refiere a proceder y evitar el ser «coronados». Pero siempre resultan inocentes e inútiles los procedimientos que ponen en práctica porque, contra el deseo en una mujer de engañar a su marido, no hay medicina ni procedimiento carcelario que valga la pena. Así, nos han referido que un celoso de éstos, para evitar que su mujer pudiera ponerse de acuerdo con algún hombre, a través de las ventanas de la casa, ideó cerrar éstas hasta cierta altura, dejando sólo un pequeño postigo cerca del techo. Pues, ¿sabéis lo qué pasó? Que la mujer se entendió con uno de los albañiles que arreglaron las ventanas. A otros que prohíben salir a su esposa sola, permitiéndoselo únicamente con la criada, les resulta que lejos de impedir el desastre lo facilitan, porque la criada sirve de auxiliar y Celestina que le guarda las espaldas a su señora, y aunque el marido le pague bien por su vigilancia, el amante le paga también, y aquélla come a dos carrillos. ¡Cuántos casos se ven de éstos en que, después de pedirle la esposa permiso a su marido para salir y decirle dónde va a ir: a tal tienda, al dentista, al Santísimo, siempre acompañada de la criada, se deja a ésta sentada cerca de una puerta de la tienda o iglesia y se sale por la otra, o mientras se está en casa del dentista se la manda a una diligencia y mientras tanto se realiza? la otra diligencia!
Maridos hay que no consienten salir a sus esposas ni siquiera con las parientas de ella, sino con las de él, vg. alguna hermana. Y, efectivamente, hermana y cuñada se dan las grandes corridas.
Otros, ya en el colmo de la exigencia, previsión y restricción, no dejan salir a su mujer más que con ellos, y la acompañan a todas partes: médico, iglesias, visitas, dentistas y tiendas. Imposible, pensarán muchos, que con este sistema se pueda correr la mujer. Pues se equivocan. Conozco algún caso (y conste que no debe darse por aludido ningún lector aunque se vea retratado, porque este caso seguramente no es el de él, sino que como ese han ocurrido centenares), conozco, repito, un caso de un buen marido celoso que acompañaba a su esposa siempre que salía no perdiéndole ni pie ni pisada. De los sitios donde más frecuentemente iban era a las tiendas. Para la compra de ciertas cosas, el marido estaba junto a ella, pero cuando se compraba ropa interior, el marido no podía acompañarla, como es natural, hasta ese departamento, y entonces se esperaba en los bajos del edificio (era una de esas grandes tiendas de las que existen varias en La Habana, con numerosos pisos y salidas y entradas por más de una calle). ¿Sabéis que hacía la mujer para escapársele al marido? Pues previamente de acuerdo con el amante, llamaba entonces por teléfono, desde un departamento cualquiera de la tienda, a la garconniere de aquél, avisándole que salía para allá. Entraba un momento en el departamento de ropa interior y le decía a una de las dependientas conocidas: «Sepárame dos ajustadores. Tú sabes mi número. Vengo dentro de un momento». bajaba por el otro lado del edificio al que estaba esperándola su marido, saliendo por una de las puertas de esa calle. Cogía un automóvil de alquiler, dirigiéndose a la casa de su amante. Estaba con éste una media hora. Tomaba otro auto. Volvía a la tienda por la misma calle y puerta por las que había salido; subía al departamento de ropa interior. Recogía el encargo que había hecho y bajaba tranquila y risueña a encontrarse con su marido:
–¿He tardado mucho querido?, se anticipaba a preguntarle.
–Sí, algo, ya me estaba cansando de esperarte.
–Es que había mucha gente porque han recibido unos modelos preciosos.
–¿Compraste alguno?
–No, hijito. Eran muy caros. Sólo me llevé dos ajustadores, de esos que a ti te gustan.
–Eres un encanto mi vida.
¿Quiere esto decir, preguntará algún lector, que no tiene el marido celoso salvación posible para evitar que su mujer lo engañe?
No.
El marido celoso, el marido que revela al público y a su mujer que él considera y siente que ésta va en camino de engañarlo y hay otro hombre próximo a sustituirlo, ese está perdido irremisiblemente. Él es como dijimos ya, el que provoca su desgracia, el que desmerece y se rebaja ante su mujer, el que anuncia a los demás hombres que es fácil el que lo engañen, porque ya él lo presiente. Y, como además de perder ante su esposa todo prestigio, la mortifica y hasta martiriza, ambas cosas hacen que ella lo engañe, necesaria e indefectiblemente, aunque no sea más que por convertir en verdad las suposiciones de su marido, lo que hace que de suposiciones se conviertan en premoniciones. Además se dice la mujer celada: «Ya que mi marido me martiriza por lo que no he hecho, al menos que lo sufra con cierta compensación». Después la mujer mortificada a diario con los celos por su marido, es terreno abonado para que fructifiquen y hasta echen profundas raíces las palabras tentadoras de cualquier hombre. Todos les parecen buenos, porque no son su marido.
¿Debe entonces el marido –insistirá el lector– para evitar ser engañado, despreocuparse de su mujer?
Tampoco.
Porque otro tipo de marido engañado, es el marido despreocupado.
–Luego?
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Y el celoso hace el ridículo ante la sociedad y ante su mujer. Ante la primera, precisamente para evitar el quedar en ridículo; ante la segunda, para demostrarle que a él no se le engaña ni se le toma el pelo, pues es todo un hombre. Y efectivamente, sucede que incurre en todo lo que quiere evitar: que se pone en evidencia con sus celos ante la sociedad, y que su mujer se burla de él y lo engaña con el primero que se presenta.
Y esto es una verdad más formidable e indestructible que los artículos de fe del catolicismo, porque estos hay que creerlos, a ciegas, ya que fe es: «creer lo que no hemos visto», y el engaño que sufre todo marido celoso, «se ve» y se comprueba, en todos los casos, necesaria e indefectiblemente. Aunque acuda a todos los medios de seguridad imaginables, encierre a su mujer bajo siete llaves, y no la deje salir sola, siempre se le correrá y por culpa de sus propios celos.
La imaginación e inventiva de los maridos celosos es extraordinaria en lo que se refiere a proceder y evitar el ser «coronados». Pero siempre resultan inocentes e inútiles los procedimientos que ponen en práctica porque, contra el deseo en una mujer de engañar a su marido, no hay medicina ni procedimiento carcelario que valga la pena. Así, nos han referido que un celoso de éstos, para evitar que su mujer pudiera ponerse de acuerdo con algún hombre, a través de las ventanas de la casa, ideó cerrar éstas hasta cierta altura, dejando sólo un pequeño postigo cerca del techo. Pues, ¿sabéis lo qué pasó? Que la mujer se entendió con uno de los albañiles que arreglaron las ventanas. A otros que prohíben salir a su esposa sola, permitiéndoselo únicamente con la criada, les resulta que lejos de impedir el desastre lo facilitan, porque la criada sirve de auxiliar y Celestina que le guarda las espaldas a su señora, y aunque el marido le pague bien por su vigilancia, el amante le paga también, y aquélla come a dos carrillos. ¡Cuántos casos se ven de éstos en que, después de pedirle la esposa permiso a su marido para salir y decirle dónde va a ir: a tal tienda, al dentista, al Santísimo, siempre acompañada de la criada, se deja a ésta sentada cerca de una puerta de la tienda o iglesia y se sale por la otra, o mientras se está en casa del dentista se la manda a una diligencia y mientras tanto se realiza? la otra diligencia!
Maridos hay que no consienten salir a sus esposas ni siquiera con las parientas de ella, sino con las de él, vg. alguna hermana. Y, efectivamente, hermana y cuñada se dan las grandes corridas.
Otros, ya en el colmo de la exigencia, previsión y restricción, no dejan salir a su mujer más que con ellos, y la acompañan a todas partes: médico, iglesias, visitas, dentistas y tiendas. Imposible, pensarán muchos, que con este sistema se pueda correr la mujer. Pues se equivocan. Conozco algún caso (y conste que no debe darse por aludido ningún lector aunque se vea retratado, porque este caso seguramente no es el de él, sino que como ese han ocurrido centenares), conozco, repito, un caso de un buen marido celoso que acompañaba a su esposa siempre que salía no perdiéndole ni pie ni pisada. De los sitios donde más frecuentemente iban era a las tiendas. Para la compra de ciertas cosas, el marido estaba junto a ella, pero cuando se compraba ropa interior, el marido no podía acompañarla, como es natural, hasta ese departamento, y entonces se esperaba en los bajos del edificio (era una de esas grandes tiendas de las que existen varias en La Habana, con numerosos pisos y salidas y entradas por más de una calle). ¿Sabéis que hacía la mujer para escapársele al marido? Pues previamente de acuerdo con el amante, llamaba entonces por teléfono, desde un departamento cualquiera de la tienda, a la garconniere de aquél, avisándole que salía para allá. Entraba un momento en el departamento de ropa interior y le decía a una de las dependientas conocidas: «Sepárame dos ajustadores. Tú sabes mi número. Vengo dentro de un momento». bajaba por el otro lado del edificio al que estaba esperándola su marido, saliendo por una de las puertas de esa calle. Cogía un automóvil de alquiler, dirigiéndose a la casa de su amante. Estaba con éste una media hora. Tomaba otro auto. Volvía a la tienda por la misma calle y puerta por las que había salido; subía al departamento de ropa interior. Recogía el encargo que había hecho y bajaba tranquila y risueña a encontrarse con su marido:
–¿He tardado mucho querido?, se anticipaba a preguntarle.
–Sí, algo, ya me estaba cansando de esperarte.
–Es que había mucha gente porque han recibido unos modelos preciosos.
–¿Compraste alguno?
–No, hijito. Eran muy caros. Sólo me llevé dos ajustadores, de esos que a ti te gustan.
–Eres un encanto mi vida.
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¿Quiere esto decir, preguntará algún lector, que no tiene el marido celoso salvación posible para evitar que su mujer lo engañe?
No.
El marido celoso, el marido que revela al público y a su mujer que él considera y siente que ésta va en camino de engañarlo y hay otro hombre próximo a sustituirlo, ese está perdido irremisiblemente. Él es como dijimos ya, el que provoca su desgracia, el que desmerece y se rebaja ante su mujer, el que anuncia a los demás hombres que es fácil el que lo engañen, porque ya él lo presiente. Y, como además de perder ante su esposa todo prestigio, la mortifica y hasta martiriza, ambas cosas hacen que ella lo engañe, necesaria e indefectiblemente, aunque no sea más que por convertir en verdad las suposiciones de su marido, lo que hace que de suposiciones se conviertan en premoniciones. Además se dice la mujer celada: «Ya que mi marido me martiriza por lo que no he hecho, al menos que lo sufra con cierta compensación». Después la mujer mortificada a diario con los celos por su marido, es terreno abonado para que fructifiquen y hasta echen profundas raíces las palabras tentadoras de cualquier hombre. Todos les parecen buenos, porque no son su marido.
¿Debe entonces el marido –insistirá el lector– para evitar ser engañado, despreocuparse de su mujer?
Tampoco.
Porque otro tipo de marido engañado, es el marido despreocupado.
–Luego?
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