Ya que «la frescura en el criollo es tan típica de éste, como lo es de nuestra tierra el clima tropical», el articulista se detiene en ofrecer detalles de este personaje, sobre todo de aquellos vinculados a la política y administración.

Decir criollo es decir frescura, porque todos quien más quien menos, somos frescos, y a todos nos llega la hora de la frescura.

En verano, bajo el sofocante imperio de la canícula no puede elegirse otro tema más grato a los lectores que la frescura, aunque la frescura de que voy a hablar es la frescura criolla. Y ahora me asalta una duda: ¿Es fresco el criollo, precisamente, por ser cálido el clima de su país?, y ¿es más fresco en verano que en invierno? Dejo la solución de tan arduos problemas a los amigos de complicarse la vida tratando de averiguar la razón oculta de todas las cosas o a aquellos otros que pierden su tiempo resolviendo charadas, crucigramas, etc., o a los que, convertidos en agoreros, siempre están presagiándonos cataclismos nacionales, a pesar de que la historia nos ha demostrado hasta la saciedad que en Cuba no pasa nada, tal vez porque aquí pasamos por todo y ni hombres ni instituciones se pasan, sino que todo supervive, por caduco, inútil o nocivo que resulte para el país y para sus habitantes.
La frescura en el criollo es tan típica de éste, como lo es de nuestra tierra el clima tropical. Decir criollo es decir frescura, porque todos quien más quien menos, somos frescos, y a todos nos llega la hora de la frescura.
¿Cómo definiríamos la frescura criolla?
El Diccionario de la Academia Española de la Lengua da, como séptima acepción de la palabra fresco: «desvergonzado, que no tiene empacho»; y al hablar de frescura que define como calidad de fresco, dice, en su tercera acepción, que equivale a «desembarazo, desenfado», ofreciéndonos este ejemplo: «Con brava frescura me venía a pedir dinero prestado». Ese ejemplo parece elegido para pintar o caracterizar la frescura criolla en una de sus más singulares modalidades, porque la frescura, para el criollo, es desfachatez, descaro, cinismo y poca vergüenza, para vivir, frescamente, a costa del prójimo.
Desde muy niño comienza el criollo su aprendizaje de frescura. Consentido y malcriado por sus padres, abuelos, tíos, etc., el baby cogerá y destrozará cuanto tenga a su alcance o embromará con sus gracias a las visitas, sin peligro de reprensiones y castigos, pues «el angelito es aún muy pequeño para que se le regañe e impida hacer lo que desee: ya cuando crezca habrá tiempo de enseñarlo».
Pero el pequeño va creciendo, en tamaño y en majaderías, o sea, en frescura. Pedirá centavos, niqueles o pesetas, juguetes o dulces, a los parientes y amistades de la familia; llorará, hasta rabiar, si no le compran el juguete o la golosina que se le antoja. Recibirá a su padre o a los amigos de la casa con la invariable pregunta de: «¿Qué me trajiste?».
Y así, poco a poco, y siempre en progresión creciente, el chiquillo fresco se irá transformando en el grandulón más fresco, y éste, definitivamente, en el criollo fresquísimo.
La pésima enseñanza que le dieron los padres se completa y redondea con el mal ejemplo que a diario recibe en su casa, pues, desde muy chiquito, con seguridad, no oye hablar más que de botellas, picadas y sablazos; y allá en su mente infantil se va formando un concepto muy criollo de la vida, o sea, muy fresco, y sin darse cuenta resuelve, para el futuro, cuando sea hombre, la carrera o destino que elegirá: botellero, picador, sablista, o, dicho todo en una palabra: fresco.
El lema del criollo fresco –del criollo– es «vivir sin dar un golpe». Unas veces será el Estado quien pague por no trabajar; otras el padre rico; en ocasiones el suegro o la mujer; y también el amigo complaciente y generoso. El problema a resolver es no doblar el lomo.
En lo que a política y administración se refiere, la frescura no conoce límites, y así vemos aspirando a cargos de secretarios del Despacho, y desempeñando las Secretarias, a individuos totalmente ineptos hasta para arrastrar una carretilla o pregonar billetes de lotería, y, sin embargo, se sientan muy frescamente en la poltrona ministerial, a expensas de que los empleados antiguos los ayuden a salir del atolladero y despachen los asuntos de la Secretaría, que al fresco del secretario le basta con firmar, y, desde luego, cobrar su sueldo y los «extraordinarios» inherentes a cargos tan conspicuos y de tanta responsabilidad.
De los senadores y representantes, ¿para qué vamos a hablar sobre cuestiones de frescura? Dicen malas lenguas, y la mía que no es muy buena, que en el Capitolio el fresco es tan delicioso e intenso que se vive en un ambiente paradisíaco de frescura. No hay playa ni montaña tan frescas como un escaño del Congreso; aunque a veces el fresco se convierte en ciclón a la hora de repartirse puestos y negocitos.
Los infelices ciudadanos que no tienen la suerte –pues el deseo no les falta– de apropiarse de una Secretaría o de un acta congresional, no por ello renuncian a vivir frescamente, y hacen boca, mientras se presente algo mejor, con un puestecito de firmón de algún representante o senador, o de botellero en cualquier oficina pública o de empleado de plantilla sin más trabajo que el de firmar la nómina y recoger el cheque a fin de mes. Y no faltan frescos que ni siquiera firman la nómina, pues otros lo hacen por ellos, y tampoco se toman la molestia de pasar por la oficina a recoger el cheque: lo reciben, en su casa, por correo, muy frescamente.
Pero hay muchos criollos a quienes no tiran la política ni los puestos públicos. Mas no por ello dejarán de ser frescos. Unos se la arreglarán para que el padre o algún pariente los sostenga, dándole casa, comida y algo para el bolsillo. El resto que les haga falta lo picarán a algún amigo o conocido, y así, la van pasando muy frescamente. Otros le echan el ojo a alguna chiquita con plata. La enamoran. Se casan, y ¡a vivir del suegro! Éste por no contrariar la frescura de su hijita carga con el yerno, le abre un hueco en la casa o le fabrica un cuarto a l feliz pareja, le da automóvil le paga la gasolina; y hasta los gastos de la descendencia corren por cuenta del abuelo. ¡Y después dirán que en Cuba cuesta trabajo casarse, formar hogar y tener familia! ¡Tan frescamente que se puede hacer todo eso! Y bueno es advertir que en esto del coburgueo no son solamente los criollos los frescos, sino que ¡hay cada extranjero aplatanado que le da punto y raya en frescura al criollo más fresco.
En todos estos casos de frescura hemos visto al criollo viviendo a costa del Estado o de gentes de buena posición. Son esas frescuras en cierto modo justificables –dentro del fresquísimo ambiente de nuestro país–, pero hay frescos que no tienen empacho en hacer víctimas de su desfachatez y poca vergüenza a los infelices que viven, muy dura y estrechamente, de su trabajo. Así conozco más de un caso, y de ciento, en que gentes que tienen asegurada su vida, gracias a rentas o sueldos fijos mensuales, quieren darse tono de grandes señores, y para ello no tienen inconveniente en darle el mico al sastre, a la modista, a la lavandera, al casero, al bodeguero, al dueño de la casa; y resuelven, frescamente, tomarse un paseo, unos días de playa, un baile, el bautizo o la boda de uno de los hijos, levantando fondos con el dinero que debían pagar ese mes a aquellos que buenamente se prestaron a surtirlos al fiado de cuanto necesitaban. ¿No creen ustedes que es esa la más fresca de todas las frescuras?
Ya mencioné la picada, pero no he dicho que son infinitas clases de picadas, según la categoría social de los frescos picadores. Y lo mismo encontramos picadores entre la gente llamada baja que entre la supuesta alta sociedad o gran mundo, en los solares y ciudadelas, como en los clubs y sociedades elegantes. El barriotero, el bruja sopera, pica un níquel o una peseta, o cuando más, matando para ello a cualquier pariente, un peso, a fin de hacerle un entierrito decente. El clubman pica también, aunque sus picadas sean gordas, encubiertas en forma de préstamo para cubrir una deuda o necesidades urgentes, y siempre con el ofrecimiento «de la devolución segura dentro de tantos días» o «cuando cobre el sueldo» o «haga un negocio en perspectiva», plazos que, como supondrán ustedes, nunca llegan, pues entonces la picada no sería tal, ni el picador un fresco.
En las clases populares también se registran, abundantemente, los frescos, individuos de uno y otro sexo, aunque más del sexo masculino, que nunca en su vida han tenido ocupación permanente y estable, y no por falta de trabajo, sino por falta de trabajo, sino por sobra de frescura. Andan a la que se te cayó: a éste le cogen la comida, al otro el dormitorio, al más de allá alguna prenda de ropa, explotando así el trabajo de sus parientes o conocidos, y sin importarles que resulte víctima de su frescura alguna infeliz mujer que se pasa el día pegada a la batea o detrás del fogón o dándole a la máquina de coser. ¡Y estos frescos tendrán la frescura de que los incluyan en la legión de desocupados o sin trabajo y tal vez aspiren a un subsidio del Estado, cuando es lo cierto que padecen de holgazanería congénita y de frescura endémica!
  Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964.
 
 
(Esta crónica fue publicada por el semanario Carteles en la edición correspondiente al 22 de agosto de 1937).
 

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