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 Sobre la pintoresca y poco conocida historia de la prohibición de las lidias de gallo durante el gobierno del general norteamericano Leonardo Wood.
No es posible negar que las peleas de gallo se propagaron rápida e intensamente hasta llegar a constituir el esparcimiento característico del cubano en general y de los guajiros en particular.

 Vamos a ofrecerles hoy la historia pintoresca y poco conocida de la prohibición oficial de las lidias de gallos durante el gobierno del general norteamericano Leonardo Wood, a instancias de patriotas revolucionarios cubanos, y su autorización posterior en tiempos del Presidente José Miguel Gómez, así como lo que sobre el llamado juego popular criollo opinaron en los primeros días de la República muchas de las más prominentes figuras de la revolución de la intelectualidad, de la política y del periodismo habanero.
Aunque desde hace tiempo guardábamos datos y antecedentes sobre el particular, éstos fueron enriquecidos últimamente con otros, muy valiosos, que nos ha facilitado nuestro buen amigo y admirable compilador de viejos papeles y documentos históricos, Mario Guiral Moreno. De unos y otros haremos uso en este trabajo.
En un interesante artículo que, firmado con el seudónimo de El Licenciado Vidrieras, e intitulado El Gallero, aparece en las dos valiosísimas antologías de costumbristas cubanos –Los cubanos pintados por si mismos (1852) y Tipos y Costumbres de la Isla de Cuba (1881)– se hace remontar la antigüedad del juego de gallos a 400 años antes de Cristo, afirmándose que eran muy frecuentes en los circos de Grecia y que Temístocles, además de protector máximo de las artes y las ciencias de su época, «fué el primero y más decidido aficionado a la galo-maquia, sino que más de una vez tomó por tipo las peleas de estas aves belicosas para inflamar el ardor de sus huestes, excitando de este ingenioso modo el valor de los vencedores de Maratón y Salamina». Sostiene El Licenciado Vidrieras, basándose en la opinión facultativa de famosos bibliógrafos y anticuarios que el gallo es originario de las Galias, a la que dio su nombre. De pasada, se refiere también al arraigo que las peleas de gallos tienen en Inglaterra, así como al entusiasmo que las mismas despiertan en Sevilla. No fija la fecha en que esta diversión popular comenzó entre nosotros, limitándose a aclarar que «se sabe de buena tinta que Colón y sus compañeros vieron aquí las primeras peleas, y que desde que La Habana era puerto de Carenas, ha manifestado en todas épocas y circunstancias su decidida afición a los gallos».
Sea o no cierto que las peleas de gallos se iniciaron en Cuba en los mismos días en que arribaron a nuestras playas Colón y sus compañeros de aventuras, no es posible negar que la diversión se propagó rápida e intensamente hasta llegar a constituir el esparcimiento característico del cubano en general y de los guajiros en particular.
Por otra parte, Cirilo Villaverde, en su novela corta, cuadro de costumbres cubanas, El Guajiro, que contiene una de las más precisas y acabadas pinturas de una pelea de gallos en nuestros campos, ve en este espectáculo «un apagado reflejo de los torneos de la Edad Media: «¿Qué le falta para serlo? –dice–. Nada más sino que los gallos se transformaran en hombres y corceles. Porque el mismo palenque, semejantes ordenanzas, y los mismos desafíos o retos preceden a las riñas de gallos en las vallas, que precedían a las de hombres en los torneos. El mantenedor es uno, y éste no es otro que el amo de la gallería que pone en línea de batalla a sus gallos a guisa de caballeros y entran en la lid sucesivamente contra los gallos que trae el que contesta el desafío o admite el reto. El estanquero hace las veces de juez en las peleas, si bien el que preside es el pedáneo. Pero, ¿quién es ese hombre armado del poder discrecional que le dan las ordenanzas fascianas? ¿De dónde mana la prerrogativa de su voto que tiene fuerza de ley? Este cargo importante, por lo regular, no lo desempeña en nuestras vallas otro que algún testaferro amigo o paniaguado del dueño del estanco, hombre menesteroso que ha envejecido entre gallos y barajas, y vive a expensas de aquél, poco más o menos como vive la oruga adherida al tronco seco».
Pero, limitándose nuestro propósito al indicado ya, no vamos aquí a describir las peleas de gallos ni a pintar los diversos tipos que en ellas intervienen, remitiendo al lector que le interesen esas noticias a los ya referidos trabajos de El Licenciado Vidrieras y Cirilo Villaverde.
Es lo cierto que, no obstante la popularidad y el criollismo de las peleas de gallos, apenas ocurrió el cese de la dominación española en Cuba mediante la ocupación militar norteamericana, como secuela de las derrotas sufridas por las fuerzas de mar y tierra de España a manos de las de Norteamérica, los primeros cubanos, procedentes de la filas revolucionarias, que ocuparon cargos de importancia en el Gobierno de ocupación, iniciaron las gestiones, cerca de las altas autoridades norteamericanas, para lograr la prohibición oficial de las lidias de gallos y las corridas de toros.
Y es curioso –uno de los contrasentidos tan típicos del carácter cubano– que la primera autoridad cubana que se interesó por la prohibición de las lidias de gallos fue la misma que años después, y ocupando el cargo de Presidente de la República, sancionó la ley autorizándolas nuevamente, no por imposición del Congreso sino por propia voluntad y por simpatías hacia ese espectáculo, cumpliendo así el compromiso con sus electores, ya que el restablecimiento de las lidias de gallos constituyó uno de los puntos culminantes y populacheros de su campaña presidencial. Nos referimos, como el lector habrá comprendido, al general José Miguel Gómez.
En efecto, según aparece de un artículo publicado con el titulo de La Cuestión de los Gallos, en La Discusión de 31 de octubre de 1899, el general José Miguel Gómez, gobernador civil de Santa Clara, se dirigió en 13 de abril del año citado a la Secretaría de Gobernación y Estado, «manifestando que la legislación vigente autorizaba las lidias de gallos, pero que entendiendo que ese espectáculo no era conveniente, creía oportuno que se dictase una resolución de carácter general prohibiéndolo en absoluto».
Pocos días después, el 19, el gobernador civil de La Habana, señor Federico Mora, se dirigió en el propio sentido a la referida Secretaría, la que, de acuerdo con esas indicaciones, elevó el día 26 al gobernador militar, general Brooke, la propuesta de una Orden que decía así:

«Primero. Quedan prohibidas en toda la Isla las corridas de toros y lidias de gallos.

Segundo. Se revocan todas las disposiciones que se opongan a lo dispuesto en el artículo anterior».

Nada resolvió entonces el general Brooke, por lo que el general Ríus Rivera, gobernador civil de La Habana, se dirigió a la Secretaría de Estado y Gobernación, en 4 de septiembre, recordándole la demanda de su antecesor e insistiendo en que se resolviese sobre el particular, ya que, por no estar prohibidas oficialmente ni las corridas de toros ni las lidias de gallos, podía darse el caso de que se solicitase de los gobernadores o alcaldes permiso para celebrarlas.
Ante esta nueva petición, la Secretaría, el día 14, elevó un nuevo proyecto de decreto, cuyo articulo primero era igual al anterior, y en el segundo se decía: «Incurrirán en la multa de 100 pesos los contraventores del anterior artículo, debiendo los gobernadores civiles dar las órdenes convenientes para suspender los espectáculos de esa clase que se realicen en contra de lo dispuesto».
Pero el general Brooke sentía escrúpulos en resolver sobre una cuestión que podía chocar contra costumbres de esta sociedad. Su repugnancia se refería, desde luego, a la prohibición de las lidias de gallos, no a la de las corridas de toros, que consideraba una fiesta española que con el cese de la dominación española debía desaparecer en esta Isla.
Atemperándose a este criterio, la Secretaría de Estado y Gobernación redactó otro proyecto de Orden Militar, con fecha 22 de septiembre, por el que se prohibían en absoluto las corridas de toros, y en cuanto a los gallos se declaraba que «no se concederá permiso desde esta fecha para establecer vallas de gallos, permitiéndose en las ya establecidas las lidias, sólo los días festivos».
Ese proyecto fue modificado por el gobernador militar, publicándose en la Gaceta, en 12 de octubre, la Orden número 187, que en su parte española prohibía las corridas de toros, multando en 500 pesos a los contraventores de esa prohibición, y declaraba en su articulo tercero que «a partir de la presente Orden no se expedirá ningún permiso para lidias de gallos». Pero como existía una divergencia entre el original inglés y la traducción española que aparecía en el mismo número de la Gaceta, el 14 de octubre se enmendó la Orden, suprimiéndose todo lo referente. A los gallos y dejándose tan solo los dos artículos que prohibían las corridas de toros y penaban en 500 pesos a los contraventores. Esta Orden Militar sobre los toros se encuentra vigente hoy en día y fue ratificada la prohibición de las corridas por los artículos V y VI de la Orden Militar 217, de 28 de mayo de 1900 para la protección de los animales, dictada a propuesta del secretario de Justicia y por la que se castiga con multa de 10 a 500 pesos o con arresto de uno a seis meses, a «toda persona que de cualquier modo presencie, coadyuve o coopere en la celebración de corridas de toros o luchas de otros animales, que con premeditación se proponga al dueño de éstos, o el que los tenga a su cuidado», disponiendo además que los infractores podrían ser detenidos y puestos a disposición de la autoridad correspondiente para su juicio y castigo.
Aunque el gobernador militar no llegó, como se ha visto, a prohibir las lidias de gallos, el general Ríus Rivera publicó poco después un decreto prohibiéndolas, sin que apareciese hasta la fecha, 31 de octubre de 1899, en que se publico el citado articulo de La Discusión, que ni el general Brooke ni el doctor Méndez Capote, secretario de Gobernación y Estado, tomasen medida alguna contra la disposición del gobernador civil de La Habana.
El periódico El Nuevo País, en un artículo titulado Las Lidias de Gallos, que vio la luz el dia 28, celebraba, por su tendencia moralizadora, la resolución de Ríus Rivera, afirmando: «Los revolucionarios sinceros, que son los más, y los demás cubanos, que, sin haber tomado parte en la insurrección, desean, con perfectísimo derecho, que el nuevo estado de cosas conduzca a Cuba a un porvenir de seguro bienestar y elevada dignidad social, han de unirse, sin duda, para protestar y oponerse resueltamente al mantenimiento de ésa como de las demás escuelas de corrupción cuya existencia fue señalada entre las causas de rebajamiento moral mantenidas con fines de dominación»; e incitaba al general Brooke para que no atendiera «el injustificado clamor que con fines de mezquino egoísmo se ha levantado contra la justa, atinada y moralizadora resolución del señor Ríus Rivera».
El general Ríus Rivera, por divergencias de criterios con el doctor Méndez Capote, secretario de Estado y Gobernación, en diversos asuntos administrativos, y entre ellos, este de las lidias de gallos, y como «hombre puntilloso y de los que pronto tiran la monteral» –al decir de Rafael Martínez Ortiz en su obra Cuba. Los primeros años de independencia presentó la renuncia de su cargo, siendo sustituido por el general Emilio Núñez.
El 13 de diciembre apareció el decreto del Presidente McKinley nombrando al general Leonardo Wood, comandante de la división de Cuba y gobernador general de la isla, quien arribó a La Habana el día 20, tomando inmediatamente posesión de su cargo, y embarcándose el general Brooke para los Estados Unidos el día 23.
Como bien dice el historiador Martinez Ortiz, «baste al nombre del general Brooke la afirmación exacta de que ningún acto suyo mereció censura; ninguna resolución la aconsejó el apasionamiento; ningún propósito movió su ánimo no encaminado al respeto a la ley y al mejoramiento de la producción y de la riqueza totalmente destruidas por la guerra».
En el nuevo Gabinete de Wood, Ríus Rivera ocupó la cartera de Agricultura, que también renunció en breve, como consecuencia de declaraciones políticas que hizo y desagradaron al gobernador, por ser contrarias al programa que éste se había trazado y pensaba desenvolver. Desde luego que las declaraciones de Ríus Rivera se referían al rápido establecimiento del gobierno propio, bajo bases de amplia libertad y soberanía para la futura República.
El secretario de Gobernación y Estado del general Wood, al iniciar su gobernación, lo fue el doctor Diego Tamayo. Y a propuesta de éste, en 19 de abril de 1900, el gobernador general ordenó la publicación de la Orden número 165, que apareció en la Gaceta de La Habana del día 22, y decía así:

«I. Queda por la presente prohibida desde el día 1º de junio de 1900 la celebración de lidias de gallos en el territorio de esta Isla.

II. Cada uno de los contraventores de esta disposición incurrirá en la multa de 500 pesos.

III. Se derogan todas las leyes y disposiciones, o partes de las mismas, que se opongan a la presente».

Firmaba esta Orden el brigadier general de Voluntarios, jefe e Estado Mayor, Adna R. Chaffee.
En nuestro próximo artículo examinaremos las diversas tentativas que desde entonces se realizaron para derogar esta Orden, as opiniones de los cubanos mas caracterizados de la época sobre las lidias de gallos, y finalmente su restablecimiento en 1909, por una ley del Congreso.