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 Comentarios sobre como ha desaparecido de las costumbres e indumentaria criolla, el luto, el montecarlo y los duelos.

Y ya hoy el luto es entre nosotros una costumbre del pasado que sólo sigue alguna que otra persona o familia.

{mosimage}El Luto
Realmente cuando dediqué una de mis Habladurías del mes de noviembre de 1927, a El luto, disfraz ridículo, no pude imaginar que antes de cumplirse los diez años de publicado ese artículo hubiera ya desaparecido, casi por completo, el luto en nuestra República, y, principalmente, en La Habana.
Y así ha ocurrido, como es bien fácil comprobarlo con sólo recorrer durante unas horas las calles y plazas de esta capital o visitar algunas de las más importantes poblaciones de la isla.
En aquel trabajo recomendaba a mis conciudadanos: «Debemos tratar que el luto desaparezca por completo y lo consideremos como algo cursi, ridículo y falso». Y ya hoy el luto es entre nosotros una costumbre del pasado que sólo sigue alguna que otra persona o familia, cuyo paso por nuestras calles hace volver la vista a los transeúntes y exclamar: «¡Mira!: ahí van unos con luto; no deben ser de La Habana».
Los hombres fueron los primeros en abandonar esta costumbre. Los trajes de fúnebre color, calurosos, asfixiantes, sobre todo en el verano, fueron abandonados, instaurándose la moda de una banda de tela negra en el brazo derecho, utilizada con cualquier clase de traje; o también, otros, una pequeña banda negra en la solapa del saco; y, además, corbata negra. Pero ya todas esas bandas han sido eliminadas, y lo único que algunos conservan como señal o distintivo de la pérdida de algún pariente, más o menos querido, es la corbata negra. Pero la mayoría ni siquiera utiliza este resto vergonzante del luto.
Las mujeres eliminaron primero aquellos enormes mantos de crespón que colgaban del sombrero, llegando al borde del vestido y cubrían, ya todo el cuerpo, ya solamente la espalda. Estos mantos recibían el nombre de la pena, y en su largo y su anchura estaba exteriorizada la intensidad del dolor o la calidad del pariente fallecido. Así eran distintos los tamaños que se usaban por la muerte del padre, de la madre, de un hijo, del esposo; y también iba disminuyendo la cantidad de tela según pasaban los meses y el luto entero se convertía en medio luto, y éste en alivio. Los lutos más rigurosos y de más larga duración eran los de padres y esposo. Las primeras señales de la desaparición del luto en la mujer fueron un ribete de tela blanca en el cuello y en el sombrero y las medias de color aplomado. Se convirtió, después, el color negro del traje, pero ya sin crespones ni cola y pudiendo usarse cualquier clase de tela, aun de seda y con brillo, con tal que fuese de color negro.
Los niños y las niñas fueron los primeros en recibir la benéfica y refrescante influencia del abandono del luto, pues a los trajes totalmente negros de antaño, o blancos y negros, posteriormente, sucedieron los trajes blancos, y hoy los de cualquier color.
Desde luego que los sirvientes también gozaron de esta corriente deslutadora, y en nuestros días ya no se ven ni criados de manos, ni doncellas de servicio, ni choferes, llevar, resignados y sudorosos, el luto por la perdida de su patrón.
¿Se debe esta desaparición del luto a motivos de orden sentimental? ¿Se siente hoy, menos que ayer, la muerte de un ser querido?
No creemos, en absoluto, que el cariño influyese en la rigurosidad del luto; y por tanto, hoy, sin llevar luto, se puede sentir tanto o más que en tiempos pasados, la muerte de los padres, los hijos, lo hermanos, el cónyuge… El luto era el uniforme de los dolientes, disfraz ridículo, como en aquel trabajo de 1927 lo califiqué, que no tenía mas finalidad que hacerle ver al público que se le había muerto a uno algún pariente; era anuncio de la desgracia sufrida. Pero, uniforme, disfraz y anuncio no respondían, en la generalidad de los casos, al sentimiento que el luto exteriorizaba, sirviendo, por el contrario, de pesada carga que hacía maldecir a más de uno a su pariente muerto, ya que, por culpa de éste –¡el pobre muerto!– se veía uno obligado a soportar la incomodidad del traje negro, y a eximirse, además, a causa del luto, y por lo tanto, del difunto, de concurrir a teatros, paseos y otras fiestas.
Bendigamos, una y mil veces, la desaparición del luto entre nosotros porque así ha quedado extirpada de la sociedad cubana una de las costumbres más ridículas, hipócritas y sofocantes que padecían los hijos de esta ínsula.
Hoy, por lo menos, no recibirán los ciudadanos muertos las maldiciones de sus parientes, los ciudadanos vivos, por las molestias y sofocones que el luto ocasionaba.

Montecarlos
Como los sombreros de copa, las levitas cruzadas y el luto, igualmente, ha desaparecido de la indumentaria criolla, el montecarlo.
Los jóvenes de hoy tal vez no hayan visto jamás un montecarlo, y, sin embargo, el montecarlo fue una de las prendas del vestuario femenino más solemnes, respetables y sagradas.
No todas las mujeres podían usar montecarlo. Estaban excluidas de su uso las solteras; pero tampoco todas las casadas lo usaban, por la sencilla y aplastante razón de que para usarlo una casada era condición imprescindible que estuviese en estado interesante. Lo diré de una vez: el montecarlo era a manera de capa suelta, sin ajustar, que usaban las señoras en estado interesante cuando salían a la calle a hacer el ejercicio inherente a ese estado, y querían disimular ante el público el aspecto interesante que el tal estado ofrecía a simple vista, aun a la vista del más miope de los transeúntes, por calles y plazas.
Desde luego que el tal disimulo resultaba a la inversa, porque el montecarlo descubría a distancia el estado interesante de la señora que lo usaba, convirtiéndose, por ello, en el uniforme oficial de las señoras que esperaban la llegada de algún tierno vástago.
Por Muralla, Obispo y O'Reilly, las calles de tiendas, preferidas de las habaneras de antaño, podían observarse docenas de damas ataviadas con montecarlo que recorrían los establecimientos en busca de gorritos, zapaticos, faldellines y otras prendas propias de recién nacidos. También, por las tardes, y especialmente por las noches, acostumbraban a salir a hacer ejercicio, del brazo de sus esposos, todas las señoras con montecarlo que existían en La Habana.
Hace ya años que no se ven montecarlos en nuestra capital. No es posible que esta desaparición de los montecarlos signifique la ausencia total en nuestros días de señoras en estado interesante, porque, examinadas por mi las estadísticas de nacimientos de veinte años a la fecha, he podido comprobar que no han desaparecido, ni siquiera disminuido, los nacimientos, en relación con los años primeros de la República y los ú1timos tiempos coloniales.
Pero es el caso que hoy no se contemplan, con la misma abundancia de ayer, las señoras en estado interesante.
¿Dónde se esconden éstas? ¿No salen ya a la calle, ni se dejan ver, cuando se encuentran en tal estado?
Con el propósito de dilucidar este arduo y complicado problema, me dediqué durante varios días a recorrer nuestras actuales calles de tiendas, más en moda, tales como San Rafael, Neptuno, Galiano y la Calzada del Monte, y después de una acuciosa observación pude comprobar la existencia por esas vías de numerosas señoras en estado interesante; pero… –¡he aquí la clave del problema!– como esas señoras no llevaban montecarlo, nadie reparaba en su estado interesante. Ergo: el montecarlo que nuestras abuelas usaban para disimular su estado interesante, precisamente servía para todo lo contrario: para llamar la atención de los transeúntes y despertar la curiosidad y el interés de éstos, por el referido estado interesante de aquellas damas que llevaban montecarlo.

Duelos
Me refiero a los lances de honor. Épocas tuvimos en que La Habana era un enorme, inmenso, ilimitado, campo de honor. Raro era el día que no se concertaban y realizaban varios duelos entre caballeros, cubanos o españoles, de esta ciudad; duelos de verdad, en que la sangre corría y algunos quedaban yertos y fríos en el referido campo de honor; duelos a pistola, a espada, a sable, a revólver. Fueron tales el apogeo, la preponderancia y la popularidad que adquirieron los duelos, que Agustín Cervantes publicó en 1894, con el título de Los duelos en Cuba, una obra de cerca de 200 páginas, prologada por el Conde Kostia y con una carta del maestro, de armas Cav. Eugenio Pini. Cervantes tiene mucho cuidado de advertir en la introducción del libro, que no ofrece una estadística completa de los duelos efectuados en Cuba, lo que realizará en las próximas ediciones que se proponía publicar anualmente, y las cuales, por cierto, no vieron la luz. Su estadística empieza el año 1843 y termina en 1893, arrojando un total de 202 duelos, de los que 103 fueron a sable; 30 a espada; 66, a pistola; y 3, a revólver. Para que se vea que aquellos duelos estaban muy distantes de ser lances de pala o mentirijillas, basta decir que en ellos resultaron 13 muertos, 152 heridos y sólo 53 casos sin consecuencias. Al mismo tiempo que publicaba Agustín Cervantes esa obra, salía de las prensas habaneras otro libro sobre lances de honor realizados en esta capital, el de Francisco Varona Murias, titulado Mis duelos, que alcanzo dos ediciones. Cabriñana, Sánchez Navarro y otros tratadistas sobre lances de honor y autores de proyectos de códigos de duelo, eran lectura corriente de los habaneros de fines del siglo XIX.
En los primeros años de la República, aunque no tan popularizados, conservaban los duelos su prestigio de antaño, principalmente entre los políticos. Y muchos de éstos lograron escalar altas posiciones gubernamentales, más que por su capacidad y arrastre entre las masas, por su destreza como espadachines.
Hoy se pasan los meses y los meses sin que se oiga hablar de lances de honor, no sabemos, ciertamente, si es porque los lances han desaparecido, o porque es el honor el que anda muy escaso.