Imprimir
Visto: 4434
 Al rememorar sus días habaneros, esta bailarina reaparece como un fantasma que, desde la distancia, asiente con sonrisa cómplice ante cualquier delirio de la imaginación.
Desde la adolescencia, Isadora Duncan había vivido sobre una nube, amada por poetas y pintores —entre ellos Augusto Rodin— y había deslumbrado a Europa y Estados Unidos a pesar de públicos reticentes.

 En aquel invierno de 1916 Isadora Duncan no era feliz. Le quedaban apenas diez años de vida y sólo un gran amor por conocer. El viaje a Cuba era una esperanza para reavivar su espíritu, una pausa antes de iniciar el curso de primavera y, en el mapa de toda su vida, una tregua hasta el final.
Nadie podría evocar con precisión cómo fue la mañana de finales de diciembre cuando llegó en un vapor a la bahía habanera huyendo del frío riguroso de Nueva York y con el deseo de echar atrás, bien lejos, fantasmas que se avivaban aún más en días de Navidad.
Muy pocos recuerdos iluminan aquellas jornadas en La Habana, entonces en un momento de holgura, con pretensiones de gran ciudad y, sin embargo, todavía con calles enlodadas, sin asfaltar, y algunos de sus más ambiciosos edificios a medio construir.
Isadora tenía entonces 38 años y, a pesar de todo, conservaba la vehemencia que la había llevado de una plaza a otra con los pies descalzos, envuelta en vaporosas túnicas, inspirada en mitos griegos y partituras espléndidas, inadecuadas para bailar, a juicio de muchos, hasta que ella demostró lo contrario.
Desde la adolescencia había vivido sobre una nube, amada por poetas y pintores —entre ellos Augusto Rodin—, había deslumbrado a Europa y Estados Unidos a pesar de públicos reticentes, era amiga de reyes y, en aquellos días la cuidaba un hombre que le regaló el Madison Square Garden para propiciarle un poco de paz.
Colmada de dolor, Isadora llevaba en su rostro un sino trágico y a duras penas trataba de reponerse en medio de un mundo que la horrorizaba con su primera gran guerra. Sus dos hijos habían muerto hacía tres años cuando el coche en que viajaban se precipitó a las aguas del Sena.
Tenía celebridad, garbo e, incluso, dinero; mientras un arrebato de inspiración no le dejara las arcas vacías. Su trágica historia hubiera sido suficiente para conmover a cualquier prensa, sobre todo la habanera, que con gusto llenaba sus planas de crímenes, intrigas monárquicas, frustradas historias de amor.
Sin embargo, Isadora llegó casi inadvertida entre los júbilos por el año nuevo. De poco vale buscar su rastro en publicaciones, aunque alguna que otra huella quedó, sobre todo en la elegante revista Social, en la cual se le prodigó tal avalancha de halagos que hacen aún más inexplicable la fría acogida de la sociedad.
Isadora pasaba por Cuba entre tanta paz, que más bien parecía indiferencia. Un año antes, sin embargo, fueron aplaudidos hasta el delirio los tres minutos en que apareció en escena el cuerpo delgado de Ana Pávlova, transfigurado en un cisne moribundo, entre espasmos desesperados de inútil rebelión. La prensa, poco adiestrada en la danza, sólo pudo retribuirle elogios que competían entre sí por su ampulosidad.
Dada la moral de entonces, la sociedad cubana podía reprocharle a Isadora su ir y venir entre pasiones, su desprejuiciada entrega, su vehemencia artística capaz de hacerla danzar sin corsets, medias ni zapatillas, de espalda a técnicas y escuelas establecidas.
Sólo Social, que presumía de refinada, con sus primicias selectas y colaboradores de todo el mundo, le dio la bienvenida merecida al incluirla en páginas que frecuentemente insertaban los poemas de Rubén Darío y Rabindranath Tagore.
En enero, cuando empezaba a disiparse la atmósfera de navidad, el rostro de Isadora Duncan apareció a página completa entre claroscuros que reforzaban la expresión de éxtasis, una fotografía hermosa a pesar de que ya nos resulten distantes los gustos de la época.
Justo al lado, a toda página también, en letras muy pequeñas, fue desplegada una semblanza y las declaraciones de la artista. El cronista, subyugado, le dedicó elogios a su vida, su rostro y su arte. «Algo más que los pies desnudos de Isadora Duncan se ven en sus bailes, se desnuda el alma que, desprovista de “pose” se nos revela grande, noble y sincera como lo es ella», dice.
De aquellos días, Isadora recoge en sus memorias los largos paseos a caballo por el litoral, en alguna ocasión perturbados por sublevaciones en el leprosorio. Guardaría para siempre la rara impresión de haber visto en pleno trópico una comedia rara y fantástica del belga Mauricio Maeterlinck: «A unos dos kilómetros de La Habana había un antiguo lazareto, rodeado de un alto muro, pero no tan alto que nos impidiera ver las caras horrorosas de los leprosos que nos miraban. Las autoridades comprendieron entonces la improcedencia de tener aquel lazareto a la entrada misma de la ciudad y decidieron cambiarlo de sitio. Pero los leprosos se negaron. Se subieron a las puertas y a las paredes, y algunos al tejado, y hasta se decía que hubo quien escapó y vivía oculto en la ciudad».
Isadora buscaba sosiego, pero no lo encontraba. Recogida en sus habitaciones del elegante Hotel Plaza, en pleno centro, frente al Parque Central, a pocos pasos del Teatro Nacional, donde cinco años después actuaría su amiga Eleonora Duse, sufría por los ruidos de la ciudad, un bullicio que —según confesó— terminó por inquietarla.
En una crónica habanera sobre aquellos años, Alejo Carpentier evoca: «Pasaba el florero, que era gallego generalmente; pasaban vendedores de dulces; pasaban los heladeros sacudiendo campanillas; andaban detrás los organilleros españoles, con organillos que les traían de Madrid, que alquilaban a tanto por día, tocando pasodobles y los últimos éxitos de las zarzuelas de moda o de zarzuelas clásicas, como La verbena de la paloma, y aquello era un estrépito constante y continuo dentro de las calles».
«Yo recuerdo —dice— que había unos famosos pregoneros que vendían percheros, que descendían todas las mañanas por la calle Consulado en una forma tal que se les oía a diez cuadras de distancia, con un pregón tan famoso, porque casi todos eran compositores a su manera, que pasó a un danzón famoso y fue cantado ya como un número de éxito en el escenario del teatro Alhambra».
De haber perseguido mayor calma, Isadora se hubiera podido alojar en El Vedado, en alguno de los palacetes recién construidos gracias al esplendor que propiciaba la espectacular subida de los precios del azúcar durante la guerra, riqueza evidente en un derroche de torres, miradores y pérgolas con reminiscencias del renacimiento italiano, el Luis XVI francés, el art nouveau y el gótico florentino. Era tanta la holgura, que en una joyería de París un hacendado cubano llegó a pedir con todo desenfado media libra de brillantes para su esposa.
 Un día, en busca de ese sosiego, ella decidió escurrirse hasta las afueras. Remontó, seguramente, la Calzada del Cerro, para llegar al castillo gótico francés donde Rosalía Abreu, dama de la rancia aristocracia, vivía sin más compañía que decenas de monos y gorilas.
La bailarina paseó por el jardín, mientras los animales lanzaban chillidos, se aferraban a los barrotes de las jaulas y hacían toda clase de muecas. «Aparte de alguna que otra escapada de sus jaulas y algún que otro guardián muerto, son completamente inofensivos», le dijo desenfadadamente Rosalía, hermosa, de grandes ojos expresivos, culta e inteligente, según la evocó Isadora, a pesar de que aquella tarde escapó con premura de su anfitriona.
Isadora Duncan no encontraba el cambio de aire que deseaba, aunque La Habana era entonces una ciudad en expansión que aguardaba el sistemático arribo de compañías de tenores y sopranos de España, y a poco más de un centenar de metros del Hotel Plaza, donde ella se hospedaba, estaba en cartel Madame Butterfly.
Se volvía la espalda a Isadora, pero se esperaba con fruición al tenor Giuseppe Martinelli y, hacía pocos días, se había despedido a la soprano lírica María Barrientos, quien animó las noches habaneras cuando aún faltaban ocho años para que el cine ganara mayor fervor entre los cubanos con la primera proyección de una película sonora, en el mismo escenario donde hasta entonces sólo se presentaban grandes bailarines y cantantes de ópera.
«El ideal de Isadora Duncan ha sido el demostrar que el arte clásico más puro es mucho más entretenido y divertido que el cinema, y lo ha probado por medio de sus representaciones de comedias y tragedias griegas, todas en bellísimos anfiteatros al aire libre», reseña el cronista de Social, quizás poco entusiasta del cine por su mudez.
Si hubiera querido actuar, Isadora podría haber subido al escenario del Teatro Nacional más antiguo que el Colón de Buenos Aires, el Bellas Artes de México y que el Metropolitan Opera House, de Nueva York. Por allí habían desfilado desde Fanny Elssler y la trágica italiana Adelaida Ristoli, hasta la divina Sarah Bernhardt. Era un coliseo ya rodeado entonces por leyendas e incluso a uno de sus tramoyistas italianos se le atribuyó la invención del teléfono.
A pesar de todo, y resulta difícil creerle, una madrugada Isadora prefirió visitar uno de los cafés de la avenida del puerto, en vez de ir, a pocas cuadras del Hotel Plaza, como ya había hecho, al recién abierto y elegante cabaret Black Cat. Qué buscaba entre morfinómanos, cocainómanos, fumadores de opio y alcohólicos, junto a su compañero de viaje, un joven poeta escocés secretario de su amado, el millonario París Singer.
Aquella atmósfera tenebrosa le pareció un café típico de la ciudad: un pianista pálido y de aspecto alucinado, con mejillas cadavéricas y ojos feroces, perdido entre el humo del tabaco, la escasa iluminación y el bullicio, interpretaba con maravilloso arte Preludios de Chopin a las tres de la mañana.
«Me envolví en mi capa, di algunas instrucciones al pianista y bailé al ritmo de los preludios. Todos fueron quedándose en silencio, y como yo continuaba bailando, advertí que no solamente había conquistado su atención, sino que muchos de ellos lloraban. El mismo pianista despertó de su embriaguez de morfina y tocó con mayor inspiración».
Estuvo bailando hasta el amanecer. Abandonó el lugar orgullosa, satisfecha de haber conmovido sin propaganda previa de empresarios, ni elogios pagados en la prensa, recompensada sólo por abrazos.Pocos meses antes, un acto parecido en un café de estudiantes de Buenos Aires, llevó a la prensa porteña a publicar comentarios que le costaron a Isadora el fracaso de su temporada argentina: el público, pudoroso, había desistido de contemplarla.
La prensa habanera, sin embargo, permaneció indiferente al rapto de inspiración de la bailarina en un café, aunque la noticia se hubiera acomodado muy bien en las columnas de primeras planas, dedicadas en aquellos días a las intrigas en la corte austrohúngara y a los estampidos de los cañones.
Alejo Carpentier, quién sabe en cuantas noches de insomnio luego del cierre de los diarios —su momento predilecto para caminar por La Habana Vieja— intentó localizar pocos años después algún rastro de aquel establecimiento delirante.
Al final, terminó por darle poco crédito al relato. Él, con los años, también había sucumbido a la leyenda de la bailarina. Antes de leer sus memorias, le parecía una mujer terriblemente apegada a lugares comunes estéticos, envenenada por literatura fabricada en gran escala y al alcance de todas las mentalidades, con el espíritu colmado de clisés y conceptos estereotipados.
El tomo autobiográfico le reveló la genialidad de Duncan, y quizás, sólo entonces, y sin llegar a confesarlo nunca, se arrepintió de no abordarla el día que la divisó a lo lejos y con cierto desagrado, sobre la cubierta de un trasatlántico.
Isadora recuerda en sus memorias haberse detenido tres semanas en La Habana, aunque después dice que fueron apenas «pocos días». Sin embargo, llegó en diciembre, antes de la rebelión y mudanza de los leprosos y, en la entrega de febrero, Social la incluye entre los huéspedes ilustres del mes anterior. Su nombre puede encontrarse en pequeñas letras, en la misma página de ubicación del obituario, los anuncios de consultas médicas, las ofertas de tónicos y jarabes reconstituyentes.
Para tan pocos días, Isadora habló con mucha precisión a la prensa sobre el ambiente cultural de la Isla: «Pero si aquí impera el fox-trot y el one-step, esas horribles contorsiones que se verifican en los salones y cabarets al son de música que inspira miedo, por la falta de ritmo y de melodía, se encuentran irremediablemente perdidos y el culto del baile moderno, parisién o neoyorkino, será siempre una barrera infranqueable para el desarrollo de un arte nacional y para la apreciación genuina del arte clásico».
Habló con seguridad y llegó a proponer, incluso, que junto al mar y al amparo del clima ideal del país, se construyera un teatro al aire libre para que los niños presentaran obras de la antigua Grecia.
«Esos niños —imaginaba ya— traerían otros más y poco a poco iría creciendo su clase y aumentando el interés por el culto de lo bello, que es lo artístico. Aquí hay músicos cubanos; ellos escribirían obras que tuviesen por tema los cantos populares del pueblo. Poco a poco se iría formando un arte cubano, que tuviese un sello tan individual y característico como el arte griego o el arte ruso».
Desencantada de Europa, a la cual había abandonado tras poner su propiedad en las cercanías de París al servicio de la Cruz Roja Francesa para albergar heridos de guerra, Isadora miró a Cuba y se permitió un consejo para siempre: «En cuestiones de arte hay que tener patriotismo como se tiene en política».
A pesar de asegurar que era el país más bello jamás visto, Isadora no dejó ninguna instantánea de ella en coche cerca del mar, ni más detalles de aquel día en que remontó el barrio de El Cerro hasta las afueras, ni de cuando visitó el hipódromo Oriental Park y paseó su tristeza por la tribuna.
Queda, muy borrosa por las imprecisiones de la memoria popular, la leyenda de que había visitado antes el puerto de Gibara, localidad al oriente del país, al parecer, en una escala durante su viaje a Buenos Aires. De aquellas horas nada hay, ni siquiera el ejemplar del diario que dedicó a la noticia pocas líneas.
Tras aquella estancia en La Habana, Isadora regresó a Estados Unidos. Continuaría durante años bailando La Marsellesa envuelta en un manto rojo y sería invitada en la primavera de 1921 a fundar una escuela en Moscú. Le esperaba una muerte trágica, absurda, en las afueras de Niza, cuando un largo chal en torno a su cuello se enredó en el eje trasero de su auto una tarde de 1927.
De haber tomado contorno más real, su mito ahora pudiera ser rememorado con el mismo placer que se siente al evocar en La Habana la estancia de Fanny Elssler, mimada por la aristocracia de mediados del XIX, a Eleonora Duse esperando una limousina negra para desplazarse los apenas quince metros que separan el hotel del teatro donde actuaba, o a Caruso —en 1920— mientras corría rumbo a sus habitaciones del Hotel Sevilla, el más caro entonces, vestido de Radamés, espantado por un petardo en plena representación de Aida.
Al rodear sus días cubanos de tanto enigma, Isadora Duncan dejó el regalo de que podamos fabular, imaginarla en La Habana como un fantasma de contorno huidizo y triste que desde la distancia aún mira, expectante, y asiente, con leve sonrisa cómplice, ante cualquier delirio de la imaginación.
Armando Chávez
Ganador en 1996 del Premio Nacional de Periodismo Cultural en prensa escrita
Tomado de Opus Habana, Vol. I, No. 3, abril-junio, 1997.