Imprimir
Visto: 3440
 Este cuento había permanecido inédito hasta que, en 1997, fue cedido a Opus Habana por Aleida March, directora del Archivo personal de Ernesto Guevara. El Che lo concibió durante su estadía en el Congo (1965) como jefe de las tropas cubanas que, de modo transitorio, se integraron a las luchas de liberación en el continente africano.
La situación límite de la guerra marca este relato que, no sólo confirma el estilo narrativo del Che, sino que deja constancia de su aguda percepción de la naturaleza humana en condiciones adversas. Inmerso en ellas, encontró tiempo para escribir.

«No. Al toro sí que no… »
Apenas con una vaga inquietud escondida en lo más hondo, que dejaba aflorar sin trabas su sonrisa confiada, observaba la escena.
Miraba al toro bravo de tarros amenazantes; él no conocía otra limitación de la libertad que la vara tenue del pastor y ahora pateaba el suelo yermo, asombrado y dolorido. Se le adivinaba cómo la furia le iba ganando y estaba presto a atacar.
 Tenía que reconocerse a sí mismo que deseaba ver al soldado rodando por tierra, con un poco de sangre en el cuerpo. No es que le deseara algo malo, completamente, pero debía haber una definición ya.
El soldado sonreía, respirando confianza por todos los poros. Lo miró con tal aire de burla que le penetró el corazón.
—Tiro a tiro está. Uno basta.
Estos hombres eran negros, pero distintos. Uno adivinaba que se sentían superiores, como si el viaje de sus antepasados por el océano les hubiera dado una fuerza nueva, un conocimiento superior de las cosas del mundo. Eso estaba bien, el comisario repetía siempre que hay que atender al progreso y a la ciencia para construir el mundo nuevo, pero, ¿por qué ignorar así la antigua sabiduría de los montes? ¿Cómo podían reírse y desdeñar las fuerzas que los hacían invulnerables a las balas enemigas?
Sintió una pequeña comezón en la cicatriz y se rascó ligeramente, como queriendo apartar ese recuerdo inoportuno. El queloide insistía con su presencia terca y se rascó más fuerte, contoneando con precaución la cicatriz que aún dolía.
Tenía vergüenza de confesarlo, al principio, pero creyó que era más noble decirlo; todos inculpaban al Muganga, amenazadores, y él lo confesó y pidió que los otros confesaran.
En realidad, el miedo le había comenzado antes de llegar a la posición. La selva tiene muchos ruidos extraños, siniestros. Uno no sabe si es una fiera que va a saltar de pronto, o una serpiente, o algún espíritu del bosque. Y, además, el enemigo esperando al final del camino.
Recordó la angustia que le subía en olas a la garganta mientras la claridad anunciaba el alba... y el temblor de todo su cuerpo, que él atribuía al frío, mientras la espera lo abrumaba y ya no sabía si era más grande el temor al combate o a la espera.
La ráfaga se elevó rojiza sobre las trincheras donde debía estar el enemigo antes de que sintiera el tableteo; luego el infierno desencadenado y la curiosa sensación de no tener miedo. El temblor se había marchado sin que él se diera cuenta y veía con orgullo cómo sus ráfagas cortas salían derechitas del fusil y no hacían ese arco grotesco —como un techo en la cabeza del enemigo— que observaba por todos los contornos.
«Tiran cerrando los ojos, no han aprendido nada», pensó.
Después oyó un silbidito suave y un estruendo ampuloso, como si se quebrara la tierra, una nube de humo y polvo, y otra, y otra. Miró a su izquierda, tras la última explosión, más cercana que las anteriores, y vio a su compañero tendido en una pose extraña: una mano estaba como aprisionada por el cuerpo y se movía queriendo liberarse, marcando un compás extraño, idéntico al de la cabeza doblada sobre el pecho.
Alcanzó a vislumbrar a la luz del amanecer unos ojos espesos, como de chivo degollado. Observó que, a cada movimiento, salía un chorrito de sangre debajo del mentón, y que la sangre formaba una mancha en la tierra y se pegaba a la barba rala como el pelo del chivo...
Fue entonces que volvió el temblor, pero distinto. Antes era como una competencia con su voluntad; ahora parecía tener resortes que lo impelían a correr... Y recuerda que no se acordó del fusil, y sólo trató de huir, de alejarse del infierno y salvar la vida, y parecía que los árboles lo rechazaban o lo sujetaban con sus ramas prensiles, para arrebatárselo a la vida, y la sinfonía espeluznante de las balas, y el chasquido extraño... Porque al principio sólo fue un chasquido, como de algo que saliera desde su cuerpo; no lo relacionó siquiera con la caída, que atribuyó a las ramas del árbol enemigo.
Sólo se dio cuenta de que estaba herido cuando trató de volver a correr. Ésa era la parte más tenebrosa de sus recuerdos. Hasta allí había corrido a la misma velocidad que su miedo, se fundía con él en uno, y no lo sentía tanto. Ahora el miedo se le adelantaba y corría entre la maraña de la selva. Pero no quería seguir solo y volvía y lo halaba; entonces, sentía toda la angustia de esa disociación y trataba de caminar, para caer con un gemido. Pero el miedo se cansó de esperarlo y huyó solo, dejándolo ahí tirado en el sendero borroso, gimiendo solamente. Con una calma atormentada y mustia, porque ya el miedo se había ido.
En el soldado que apuntaba al toro bravo con insolencia de conquistador no podía reconocer a ese ser humano, a ese amigo, a ese hermano que lo ayudó a salir del infierno. Cómo se contraía aquella cara noble cuando una sombra de su propia tribu pasaba por al lado sin volver la cabeza, sin ayudarlo, y cómo se le adivinaban las palabras soeces, hijas de una bella furia, tras las cortinas herméticas de ese hablar bárbaro.
Pero era una contracción tan distinta a esa que tenía ahora bajo el sol poderoso. El hermano se había convertido en conquistador y lo miraba desde lo alto de una montaña lejana, como un dios o un demonio.
Y sí era verdad que la Dawa protegía; mientras él había podido dominar el miedo, no le pasó nada, y sólo fue herido cuando huía, presa de pánico. Le indignaba que SUS compañeros fueran tan falaces como para negar eso y achacarlo todo a la ineficacia del Muganga.
Era cierto que ni la oportunidad de tocar una mujer hubo, y se podía admitir la honradez de los muertos, pero el miedo, ¿no existió acaso? Y bien lo sabían todos: si se toca mujer, se toma un objeto que no nos pertenece, o se tiene miedo, la Dawa pierde eficacia.
Él había sido el único con valor suficiente para decirlo ante la turba encrespada: había tenido miedo. Ellos también lo habían sentido, debían reconocerlo.
Recordaba con fastidio el gesto de iracundia contenida que hacía aquel hombrecito herido en el cuello. ¡Con qué vehemencia hipócrita negaba su miedo! Con qué irreverencia acusaba al Muganga de fantoche, sin mover Su cabeza, que parecía retenida por dos manos poderosas, mientras los ojos le relumbraban.
Se sentía satisfecho de haber impuesto la disciplina por su sola confesión y su actitud. Y los extranjeros, que no alardearan tanto, que también en otro combate habían tenido muertos y heridos, sólo que su Dawa debía ser más poderosa porque no necesitaban hacérsela ante cada combate. Y eran egoístas: negaban, con una sonrisa, el tenerla. Al propio comandante se la negaron; él oyó cuando éste se la pedía humildemente al jefe de los extranjeros, y éste se reía como si le hubieran hecho un cuento gracioso y farfullaba en su media lengua un no sé qué de conciencia y de internacionalismo y todos somos hermanos... sí, muy hermanos, pero no soltaban su Dawa. Lo del pollo lo confundía un poco. El Muganga (otro nuevo, porque a aquél el comandante cometió la debilidad de quitarlo) había preparado todo con esmero y asegurado que era invulnerable. Al primer tiro había sido muerto, bien muerto, y se lo habían comido los extranjeros ante la mirada escandalizada de los combatientes.
Pero ahora, ese toro, ¡sí enganchara entre sus tarros al insolente y le mostrara el poder de la Dawa! O, al menos sí huyera indemne. Porque era ser demasiado desagradecido desearle mal al hermano que lo había sacado del combate cuando todos corrían, y organizado su traslado al hospital.
Tenía malos recuerdos del hospital; primero, esos médicos blancos que se reían porque la bala le había penetrado por las nalgas, como si él pudiera elegir por donde lo iban a herir. Y luego reían con más alegría cuando les contó que lo habían herido porque tuvo miedo. Esos blancos sí eran antipáticos; por su color y su ciencia se sentían capaces de reír de todo, superiores a todo lo que los rodeaba. Hubo un momento en que sintió deseos de haberse quedado muerto allí donde lo sorprendió la bala. Al menos no hubiera soportado esas humillaciones. Pero, ¿qué hubiera sido del Muganga entonces?
El hombrecito del tiro en el cuello quería que lo mataran y hubieran sido capaces de hacerlo si no interviene él. Estaba bien que hubiera vivido; en definitiva, había que ser honesto y reconocer que tener miedo es malo.
Pero el hombrecito del tiro en el cuello decía que él había visto correr despavoridos a muchos y no les había pasado nada. Y los más cobardes, los que se quedaron atrás sin participar, estaban sanos y salvos. Él decía que no había tenido miedo y que la herida era de mortero (porque la tenía en el cuello, pero atrás, en la nuca). Los blancos decían que no parecía herida de mortero, pero el hombrecito argumentaba que la bala lo había traspasado; sin embargo, su herida era sólo en la nuca, si hubiera sido de bala le hubiera reventado la cabeza.
Argumentaba mucho el hombrecito del tiro en el cuello, parecía que hubiera aprendido con los blancos. Se sentía incómodo cuando él hablaba. Decía por ejemplo: «Si la Dawa no protege a los que tienen miedo, y todos tenemos miedo. ¿para qué sirve?»
Él replicaba que había que tener fe en la Dawa, y el hombrecito respondía que no, que la Dawa debía dar esa fe, sino no servia.
Hablaba mucho el hombrecito del tiro en el cuello, pero se quedó en el hospital, no quiso volver al frente. Cuando se despidió, él le hizo sentir su cobardía al quedarse, era corno una venganza…
El estampido lo sacó de las brumas, lo sacudió todo, porque no lo esperaba. El toro miró estúpidamente, recostó sus rodillas en tierra y comenzó a temblar, mientras unos ojos sin brillo se quedaban fijos en él.
«Igual que el chivo… y que el otro», pensó.
Sintió apenas la palmada sobadora del extranjero, pero si su risa estridente, hiriente como un cuchillo. Una gran somnolencia lo embargó no tenía ganas de pensar en nada.
Mientras caminaban juntos, el Muganga le explicaba que los extranjeros eran buenos amigos, estaba demostrado.
Lo miró con sorpresa. El Muganga, paternalmente, le explicó que la Dawa preserva de los enemigos, pero nunca del arma del amigo, por eso el toro había muerto y quedaba demostrada la amistad de los extranjeros.
Ante las explicaciones, el muchacho sintió que algo se descontaría dentro de él y le quitaba como un peso grande que llevaba; pero ya más nítido, aunque sin una forma definida, se agitaba en lo hondo, sin dejar que el peso se fuera definitivamente, un monstruo nuevo e insaciable: la duda.