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 Con su perfil severo de rabino, la hirsuta cabellera blanca en palmos sobre la espalda, ataviado de negro y de capa corta... este personaje delirante se hizo familiar para los habaneros por su afán de llevar vida tan distinta, descabellada y andariega.
Perpetuada en bronce, su figura deambulará eternamente por las calles habaneras.También, muy cerca de la escultura, en una cripta en el interior de la Basílica Menor de San Francisco, descansan los restos mortales de este célebre personaje.

 Confundido entre los transeúntes, José María López Lledín desanda ahora —y por siempre— las calles de la Habana Vieja. Gracias a la magia del escultor José Villa Soberón, su silueta de caballero medieval se perfila a la entrada del Convento de San Francisco de Asís, para que de boca en boca —como en las leyendas antiguas— sea develado el misterio de su identidad.
«¿Quién es?», preguntan algunos venidos allende las fronteras. Casi de inmediato, tal interrogante encuentra respuesta. Aquel que pasa, este que llega, el otro que sigue... casi al unísono todos coinciden en afirmar: «Es el Caballero de París».
También, muy cerca de la escultura, en una cripta en el interior de la Basílica Menor, hace algún tiempo descansan los restos mortales del célebre personaje, luego de que fueran trasladados por un grupo de amigos y admiradores desde el cementerio de Santiago de las Vegas.
De esta manera, el ilustre hombre es presencia permanente en la urbe que, desde la década de los años 20 del pasado siglo y hasta 1977, lo viera deambulando por sus calles, «con su perfil severo de rabino, la hirsuta cabellera blanca en palmos sobre la espalda, ataviado de negro y de capa corta», al decir del Historiador de la Ciudad.
Por los testimonios de múltiples personas, parece que el Caballero de París nunca salió de los límites de la capital, a partir del comienzo de la enfermedad mental que padeció, provocada por hechos nunca esclarecidos. Según certificación de nacimiento emitida por el juzgado del distrito de Fonsagrada —en Lugo, Galicia, España—, López Lledín nació en 1899 en la aldea de Vilaseca, ubicada cerca de la frontera asturiana y del río Eo, y que entonces tenía escasamente un par de centenares de casas.
De entre 11 hermanos, sólo él aprendió a leer y a escribir en la infancia. Siete de ellos emigraron hacia América, y la única hembra, Inocencia, atestiguó que fueron cuatro —incluida ella— los que llegaron a la Isla. Aquí todos formaron familia, menos uno, José, de quien afirmaba:
«De pequeño era muy estudioso. Fue bastante tiempo a la escuela. Se quedó a la mitad del bachillerato; pero siempre le gustaron las buenas lecturas, la buena música y las comodidades, al extremo que le decían el rico de la familia... Él se enamoró de la hija de un médico de Fonsagrada. Ella se llamaba Merceditas y murió muy joven, estando José junto a su lecho. Se llevaban muy bien. Siempre le estaba escribiendo versos. El mismo día de su muerte juró que jamás se casaría y cumplió su promesa».
Tras llegar a Cuba en una fecha comprendida entre 1913 y 1914, José es alojado por su tío en un cuarto, detrás de una bodega que éste poseía. Un tiempo después, el joven decide abandonar la tutela familiar, vive solo y busca trabajo; primero, en una tienda de flores, luego en una librería y más tarde, en un bufete de abogado.
Para llevar a cabo sus aspiraciones de mejorar de empleo, en sus momentos libres continúa estudios y refina sus modales. Así logra hacer labores de servicios en casinos y hoteles como el Telégrafo, Sevilla, Royal Palm, Saratoga, Manhattan, Salón A...  Julio Lledín Pérez aseguraba que su primo José «realizó algunos estudios en Cuba e incluso hablaba el idioma inglés. En los trabajos de restaurantes era muy bueno, sabía expresarse y trataba al público de una manera excelente».
Reunió algún dinero, parte del cual envía a sus padres en España, y apoya económicamente a su hermana Inocencia. No olvidaba al tío, a quien visitaba a menudo. En resumen, de 1914 a 1920, José fue un muchacho feliz, trabajador, honesto...
Como casi todos los hechos de la vida del Caballero de París, las circunstancias bajo las cuales enfermó también están rodeadas de contradicciones. Al parecer una de las versiones más acertadas es la que brindaba el primo mencionado:
«Fue detenido en un baile de Carnaval celebrado en el Centro Gallego de La Habana. Lo fueron a buscar primero a un cuarto donde vivía en la Manzana de Gómez. Iba con su novia, que trabajaba como secretaria de la familia Gómez Mena. Lo detuvieron y después lo encerraron en el Castillo del Príncipe. Todo giró alrededor de un problema con un billete de la lotería. El Caballero tenía una vidriera y vendió un billete que era falso o algo así.
»Yo oí la historia, de la familia. Alguien que lo visitó en el Príncipe, me contó que estaba triste y cabizbajo, hablando disparates. Cuando le dieron la libertad, no quería salir a la calle ni hablar con nadie. Decía que era un caminante y tenía delirio de ser un personaje. Comenzó a llevar una vida extravagante».
Sin embargo, otro testimoniante, Guillermo Villarronda, discrepa y asegura que José fue encarcelado tras el asesinato de un hombre en su presencia. Al ser acusado injustamente del crimen, se trastornó mentalmente. Ya estaba enfermo cuando entró al recinto penitenciario, precisa.
«En la cárcel pronunció discursos incoherentes, exaltados... en los cuales se presentaba ante los demas presos como Papa, Rey o Caballero, aunque aprendió a confeccionar preciosas plumas como el resto de sus compañeros. Ya al salir, siguió siendo jefe de grandes ejércitos, dueño de castillos fabulosos y señor de todos los tiempos. Nunca más trabajaría, comenzando su deambular por la ciudad de La Habana».
Otro personaje popular conocido como Bigote Gato, cuyo nombre verdadero es Manuel Pérez Rodríguez, ofrecía una versión distinta.
«Él era gastronómico como yo y laboró de dependiente en el hotel Habana. Resulta que el Caballero de París era muy bonito, bien parecido y la mujer del dueño del hotel se enamoró de él. No se sabe si existieron relaciones amorosas entre ellos, pero el dueño se puso celoso y para comprometerlo metió un billete de $20.00 debajo de la almohada del Caballero y lo acusó de ladrón. Parece que le daba pena que supieran que su esposa estaba enamorada del dependiente y por eso lo prendieron. Con la influencia que en aquel tiempo tenían los dueños de negocios...Tenían una influencia bárbara y lo metieron en la cárcel. Cuando salió, se dedicó a hacer plumas y fajas tejidas con hilo; unas plumas de esas antiguas que no sé si usted recordará, ésas de punto. Tejía cabos a las plumas con las banderas cubana y española y las vendía. Él no aceptaba limosnas, se vestía bien, siempre con una capa, el pelo largo, hablaba muy bonito porque leía mucho. Él tuvo muchos contratiempos en su vida».
En su libro Como me lo contaron te lo cuento, el recién desaparecido escritor costumbrista Eduardo Robreño expone las razones por las cuales —según él— fue encarcelado el Caballero de París: «Cuenta la leyenda que a fines de los años 20 un joven soldado español entró a servir como valet de un matrimonio muy rico que habitaba una lujosa mansión en el Vedado. Debido a las labores que desempeñaba con elegancia y gusto refinado, llegó a ser persona de la más absoluta confianza de los cónyuges.
»Un día desaparecieron las joyas de la señora, valoradas en más de 50 mil pesos, que se quedaban en la habitación privada de los esposos y adonde el único de la servidumbre que tenía acceso era el joven valet. A pesar de las protestas que hizo de su inocencia, fue encausado y más tarde condenado a diez años de prisión. Cumplió solamente seis pues al cabo de ellos enfermó gravemente la ricachona vedadense y en articulis mortis confesó ante el notario y el cura que aquella “desaparición” de las joyas era la entrega que había hecho de las mismas a un chantajista con quien había tenido amores y la obligó a tan ruin acción. El joven fue puesto en libertad pero la prisión y los sinsabores recibidos, le nublaron el entendimiento».
Nadie ha sabido precisar el tiempo que permaneció en la cárcel. Ni documentos, ni personas han podido despejar esta incógnita. Lo cierto es que salió de allí flaco, cabizbajo, silencioso, desaliñado... Ningún familiar, amigo o compañero de trabajo logró reintegrarlo a su vida anterior. Los hermanos, para entonces bien establecidos en Cuba, le ofrecieron sus casas para que viviera con ellos. Todo fue inútil; comenzó una vida errante y vagabunda en la misma ciudad a la que arribara un día de su adolescencia, cargado de sueños y esperanzas.  Con larga y rígida cabellera, y un gran parecido con el poeta Espronceda, vestido siempre de negro y camisa blanca, se le veía deambular, ya en el año de 1928, por el Parque del Cristo. Cuando al saludarlo se le decía Caballero D'Artagnan, Caballero de París... respondía balbuceando y movía su cabeza con cierta galantería, como un saludo. Su cabeza erguida y su apuesta pose le hacían creer que era una figura de tiempos muy atrás, como loco egregio; pero contrastaba con su humildad y modestia en la forma de responder.
Múltiples serían los lugares en la ciudad que conocieron del andar pausado del Caballero de París: el Paseo del Prado, la Avenida del Puerto, junto a la Iglesia de Paula, el Parque Central, las calles Muralla e Infanta y San Lázaro... A partir de 1959, incursiona por la esquina de 12 y 23, así como por la playa de Marianao, en el centro de cuyas avenidas se exponía para que el viento le acariciara los cabellos y atuendos de vestir.
Solía tocar en algunas casas y, al salir alguien a la puerta, le entregaba tarjetas escritas con frases sin sentido, pero sin pedir nada por ello.
El 7 de diciembre de 1977, concluía para el Caballero más de medio siglo de deambular por la ciudad. Preocupados por su deplorable estado físico, las autoridades decidieron internarlo en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Fue Celia Sánchez Manduley, con su proverbial humanismo, la que explicó los motivos de su ingreso, enfatizando la importancia de rodearlo del ambiente más cómodo posible.
A su llegada, el noble anciano fue bañado y su larga cabellera —ahora desenredada— se convirtió en una larga trenza. El personal del centro fue advertido de que este paciente —un magnífico ser humano y una verdadera institución de la historia social y cultural del país— podía deambular libremente por donde deseara, así como usar su traje y hermosa capa de mosquetero cuantas veces quisiera.
Todo indica que la enfermedad mental de López Lledín comienza alrededor del principio de la década del 20, cuando es encerrado en el Castillo del Príncipe. El síntoma más importante que mantuvo desde entonces, fue el delirio; o sea, una alteración del contenido del pensamiento en la que no se refleja adecuadamente la realidad, de cuyo carácter erróneo no se puede convencer al paciente y determina la conducta del mismo. En su caso, se trataba de un delirio de grandeza que, por su larga duración de más de medio siglo, se llama crónico, provocando un comportamiento extravagante. Catalogado como psicótico, padeció una parafrenia, que es un delirio imaginativo, con confabulaciones y un deterioro no significativo de la personalidad.
«La paranoia es una historia bien contada; la esquizofrenia, un lenguaje simbólico y hermético, y la parafrenia un mito poético», dijo un famoso psiquiatra francés al expresar un concepto que es válido para el Caballero de París. Pues, ¿qué fue este hombre —desaparecido físicamente el 11 de julio de 1985— sino alguien que recorrió La Habana cargado de poesía y la repartió de manera cotidiana ante quienes tuvieron el enorme privilegio de escuchar los arrebatos de su privilegiada imaginación?
Luis Calzadilla Fierro
Último especialista en psiquiatría que atendió al Caballero de París 
Tomado de Opus Habana, Vol. VI, No. 1, 2002, pp. 42-48.