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 Imaginó los instantes iniciales de la villa que, en ausencia de testimonios más verídicos, perdurarán gracias a este pintor francés de raíz neoclásica.
Además de pintor, Vermay fue arquitecto, decorador y escenógrafo. En 1827 proyectó y edificó el teatro El Diorama en un terreno yermo al fondo del antiguo Jardín Botánico de La Habana.

 
 Atribuido a Vermay, el óleo retrato de la familia Manrique de Lara se diferencia porque «el pintor ha dado paso a la sencillez, a la sensibilidad y a una expresividad mucho más profunda que en los cuadros de El templete», opina Guy Pérez de Cisneros. «Hasta en la cotorra que nos ofrece el anciano de cara muy seria se puede ver una intención de color local», afirma este crítico de arte. Por su parte Adelaida de Juan le reconoce «cierto atractivo, auqnue no sea más que el encanto anecdótico de la cotorra mencionada y la gravedad de las tres figuras humanas».
Tal vez la historia de su vida contenga varias adulteraciones, como retoques falsificadores tenían los tres cuadros que pintó para El Templete y que ahora los restauradores desbrozan hasta dejarlos como el artista dispuso hace ya casi dos siglos.
Ha pasado todo ese tiempo y muy poco, casi nada, se sabe sobre Juan Bautista Vermay de Beaumé (1784-1833), pues incluso existen dudas sobre las supuestas cartas de recomendación que facilitaron su entrada en La Habana hacia 1816: una, atribuida al pintor español Francisco Goya, y la otra, al mismísimo príncipe Luis Felipe de Orleáns.
En todo caso, la ficción histórica refuerza una verdad irrebatible: ese pintor francés fundó la Academia de San Alejandro y le impuso su concepción de lo que es pintar. A partir de ese momento en Cuba la pintura comenzó a ser tomada como algo en serio.
Sus óleos La primera misa y El primer cabildo, ambos de 1826, y La inauguración de El Templete (1828) lo inmortalizan también como intérprete de un mito: el de la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana.

PASADO LATENTE
Nació Vermay en Tournan-en-Brie, una población situada a unos 40 kilómetros de París, el 15 de octubre de 1786.
A los 11 años, sus padres lo enviaron a la capital francesa para matricular en la Escuela de Pintura del famoso maestro Jacques-Louis David (1748-1825), quien había buscado en las antiguas creaciones greco-romanas las normas de perfección estética.
Arte de mesura y equilibrio, el neoclasicismo davidiano devino antagonista de los estilos clericales y aristocráticos (gótico, barroco, rococó) y, en consecuencia, conformó las primeras imágenes de la Revolución Francesa (1789), cuya máxima expresión es Marat asesinado (1793).
Posteriormente, cuando se produce la alianza entre la burguesía y la ya descabezada aristocracia secular, David cede a los intereses predominantes y, dejando a un lado los anteriores ideales de belleza, se convierte en el autor pomposo y apologético de Consagración de Napoleón I en Notre Dame (1805-1807).
A esta última corriente estética no fue ajeno Vermay, quien dio clases de pintura a Hortensia de Beauharnais, entenada del emperador, y fue declarado exento del Servicio Militar por el propio Napoleón en 1813 para que se dedicara por entero al arte. Ya para entonces había obtenido una Medalla de Oro por su cuadro La muerte de María Estuardo en la Exposición de Pintura de París (1808), donde compitió junto a su maestro David y los condiscípulos Gros, Gerard y Girodet.
Ese lienzo, junto a Nacimiento de Enrique IV, se encuentra en el castillo de Arenenberg, Suiza, hoy museo Napoleón y antigua residencia en el exilio de Hortensia, quien se convertiría en reina al contraer matrimonio con Luis Bonaparte, rey de Holanda. En el museo de Angers, Francia, también se conserva otra tela de Vermay: San Luis prisionero en Egipto, expuesta por el artista en el salón de 1814.
Tenía 31 años y, según se dice, había sido recién nombrado Soberano Gran Comendador de la Orden de Constructores Masones, creada en 1777 por maestros del oriente de Francia, cuando la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo (1815) cambia radicalmente su vida. Viaja a Alemania e Italia, pero decide emigrar a Estados Unidos, y de ahí a Cuba, adonde llega con varios de sus lienzos a cuestas, el aval masónico y aquellas contundentes recomendaciones de un pintor genial y de un futuro rey.

ÁNIMOS ILUSTRADOS
Lo recibe el obispo Juan José Díaz de Espada y Landa, quien compra algunos de sus óleos —entre ellos, Pasmo de Sicilia, copia exacta del Rafael— y los sitúa en algunos templos habaneros.
Además, contrata a Vermay para que culmine las obras pictóricas iniciadas por el italiano José Perovani en la Iglesia de la Catedral de La Habana, especialmente los lienzos para los altares.
Figuras como el obispo de Espada y Alejandro Ramírez y Blanco, intendente general del Ejército y Real Hacienda, representaban los intereses reformistas de la Ilustración española en la Isla. Mediante una política sagaz, propiciaban el entendimiento entre el gobierno colonial y la floreciente burguesía criolla con ínfulas aristocráticas (la llamada «sacarocracia» por los historiadores, en referencia a su capital azucarero).
El ambiente no podía ser más propicio para el pintor francés. Por un lado, Espada se empeñaba en renovar los decorados pictóricos de templos y claustros habaneros en aras de un moderno arte eclesiástico, ya fuera deudor de la Escuela de Bolonia (Perovani) o del neoclasicismo davidiano. Por el otro, proliferaban los asuntos profanos en los géneros del retrato y la pintura mural decorativa, en consonancia con los ideales de una élite social que, influida por las modernas corrientes europeas y los sucesos de América, prefería el impulso renovador de la Ilustración desde una perspectiva más liberal.
Gracias al favorable clima intelectual se había constituido en 1793 la Sociedad Patriótica de Amigos del País, a cuyo ímpetu progresista se debió la reforma educacional que preconizaba implementar en la Isla sistemas pedagógicos más modernos y escuelas gratuitas. También estaba en sus miras la enseñanza del dibujo como disciplina base de técnicos y artistas, por lo que no erró Vermay cuando recabó apoyo para crear una Academia.
La Sección de Educación de la Sociedad Patriótica, presidida por Alejandro Ramírez, vio con agrado esa iniciativa y la apoyó con dinero, aunque regulando el carácter que se quería dar a dicha escuela.
De modo que el 11 de enero de 1818 quedó libre el camino para que en un aula del convento de San Agustín se fundara la Academia Gratuita de Pintura y Dibujo de La Habana, que en 1832 pasó a llamarse San Alejandro en honor a Ramírez «por debérsele su fundación y progreso», según reza su primer reglamento.
Por supuesto, Vermay fue nombrado director. Quizás, ya para ese momento hubiera conocido a la dama de origen francés Louise Lon de Parceval, con quien se casó y tuvo un único hijo: Claudio Justo.
En la Oficina del Historiador se conserva el manuscrito de una carta dirigida por Vermay a Jules Sagebien, ingeniero francés radicado en la provincia de Matanzas, en la que el pintor se lamenta por su situación financiera y manifiesta que desea ver a su hijo. Además de ser maestro masón al igual que su padre, Claudio Justo se desempeñó como profesor de Lengua Griega en el colegio El Salvador, perteneciente a José de la Luz y Caballero.

EL GERMEN PODEROSO
Durante todo el siglo XVIII, en la colonia, pintar era un oficio más, no exento de gajes tales como mancharse las vestiduras con grasas y colores, el manejo de herramientas… El pintor era considerado, por tanto, un trabajador manual, no un artista. De ahí que los criollos pudientes no se inclinaran por las artes plásticas, y encauzaran sus inquietudes estéticas a través de las «bellas letras» y la oratoria.
 
 El óleo Retrato de hombre (55,5 x 43,5 cm) es la única pieza que se conserva con la firma de Vermay, además de estar fechada en 1819, o sea, recién llegado el pintor a Cuba. «Es lo más apróximado a la escuela de su maestro David», considera el destacado investigador del arte colonial Jorge Rigol.
Los maestros-pintores extranjeros de paso, o los monjes decoradores traídos por las órdenes religiosas, reclutaban a sus ayudantes, aprendices y oficiales de pintura entre las capas más humildes, en su mayoría negros y mulatos (pardos), aunque también había blancos, descendientes de artesanos venidos de España en el siglo XVI para levantar las fortificaciones habaneras.
De ellos salen los primeros pintores criollos de obra y nombre que se conocen, entre los cuales resaltan Nicolás de la Escalera (1734-1804), Juan del Río (1748-18… ?) y Vicente Escobar (1762-1834).
Los dos primeros se caracterizan por la producción pictórica de asunto religioso. Mestizo y con una obra íntegramente profana, el tercero trascendió por sus retratos y, desde la distancia, se le ha revalorizado como el primer pintor cubano con «originalidad y frescura», aunque no fuera reconocido por lo más activo y progresista de la sociedad e intelectualidad de su tiempo, como sí lo fue Vermay.
Sin dudas, la Academia de San Alejandro introdujo un factor de progreso en la cultura insular y, a partir de su creación, fueron disminuyendo los prejuicios con respecto a las artes plásticas. Lo que no quiere decir que fuera fácil mantener tal empresa. Sobre todo a raíz de la muerte de Alejandro Ramírez en 1821, Vermay debió enfrentar tiempos muy difíciles, teniendo que renunciar —incluso— a su salario como director. Entonces, hizo énfasis en la enseñanza del dibujo, no sólo porque era la única disciplina que se podía impartir con economía de medios, sino también porque justificaba mejor que ninguna la necesidad de la Academia.
Sobre ella escribió José Antonio Saco en 1837: «De todas las ramas de las bellas artes, la isla de Cuba no posee otra cosa sino una academia de dibujo, situada en unas celdas oscuras, fétidas e insalubres del convento de San Agustín de la Habana. Tan exhausta está de recursos y tan abandonada del gobierno, que apenas tiene con que pagar el sueldo del profesor; y si de algún tiempo a esta parte no se ha cerrado ya, débese al generoso desprendimiento de su difunto director y a la nobleza de sus alumnos».
Cuatro años antes, el 30 de marzo de 1833, una epidemia de cólera morbo había cobrado entre sus víctimas al pintor francés, cuya significación en el ámbito artístico habanero aclara el epitafio que le dedicara su amigo, el poeta José María Heredia:
«Vermay reposa aquí. Su lumbre pura/del entusiasmo iluminó su mente,/ un alma tuvo cálida y ardiente/ de artista el corazón y la ternura./ Ese pintor, sembrado en nuestro suelo/ dejó de su arte el germen poderoso/ y en todo pecho blando y generoso/ amor profundo, turbación y duelo».

OTRAS EVIDENCIAS
Estuvo Vermay a punto de morir antes, el 19 de abril de 1826, cuando se desplomó desde un altísimo andamio, mientras se dedicaba a restaurar (o pintar) algunos frescos en el techo abovedado de la Catedral habanera. Perdió el equilibrio y su cuerpo cayó desde no menos 14 varas de altura contra el pavimento de loza de mármol. Todos creyeron que lo recogerían muerto, pero no, increíblemente yacía con vida, aunque muy lastimado. Se había quebrado las manos y los pies, desencajado los hombros y lesionado la nariz.
Si ese percance fuera cierto, los vestigios de las fracturas serían una prueba contundente para demostrar la autenticidad de los restos óseos atribuidos a él, los cuales son analizados en la actualidad por el doctor Manuel Rivero de la Calle y el Gabinete de Arqueología (Oficina del Historiador).
Además de pintor, Vermay fue arquitecto, decorador y escenógrafo. En 1827 proyectó y edificó el teatro El Diorama en un terreno yermo al fondo del antiguo Jardín Botánico de La Habana. Inaugurado el 8 de julio de 1828 con una exposición de dibujos de la Academia San Alejandro, ese lugar se convirtió en punto de reunión de la sociedad habanera más culta.
Solía ofrecer funciones con artistas cubanos y españoles, y en varias ocasiones sirvió a los estudiantes de pintura para recaudar fondos que les permitieran comprar modelos escultóricos de yeso, grabados franceses y otros útiles docentes. En una sala especialmente diseñada se exhibían cuadros «en diorama», es decir, mediante un novísimo —para la época— sistema accesorio de iluminación artística, con ayuda del cual podían verse los lienzos por el anverso y el reverso, como si fueran transparentes.
Tras la muerte de Vermay, el edificio quedó abandonado hasta 1839, cuando su viuda lo alquiló a la Academia de Declamación y Filarmonía de Cristina, fundada por el presbítero Félix Varela. Ahí se ofrecieron los primeros conciertos de música culta a auditorios de no menos mil 500 personas. Desapareció el antiguo teatro en 1846, arruinado por un violento huracán.

EL TEMPLETE
De milagro han perdurado los tres lienzos que, como figura primera de la Academia, pintó para El Templete y que costeó el obispo Espada.
Levantado a la sombra de la supuesta ceiba que el 16 de noviembre de 1519 dio cobija a la primera misa y cabildo de la villa de San Cristóbal de La Habana, ese monumento sirvió para perpetuar la tradición y, al mismo tiempo, para homenajear en su cumpleaños a la reina Josefa Amalia de Sajonia, penúltima esposa de Fernando VII.
Está considerado el exponente más significativo del Neoclásico en la arquitectura colonial cubana, muy parecido a los templos antiguos (planta rectangular dotada de columnas redondas con capiteles de orden dórico y basamento ático…), aunque no desprovisto de un detalle autóctono, consistente en las piñas de bronce que rematan la cerca.
La apertura oficial se efectuó en la mañana del 19 de marzo de 1828, con una misa del obispo Espada. Junto al gobernador general de la Isla, Francisco Dionisio Vives, asistieron al acto las personas más importantes del gobierno, el ejército, la marina, el clero y la aristocracia, así como distinguidas familias habaneras. Cerca de cien personas, y todas aparecen retratadas por Vermay en su cuadro monumental dedicado al acontecimiento, incluido el propio pintor, de espaldas al espectador y haciendo el bosquejo de la misa con un lápiz. A su izquierda, en el grupo de damas arrodilladas, se encuentra su esposa.
Tres meses le habían bastado para pintar en 1826 los otros dos lienzos colocados en el interior del monumento: La primera misa y El primer cabildo, según asevera un informe del regidor Francisco Rodríguez Cabrera, mandado a publicar por Vives en el Diario de la Habana, días antes de la inauguración, el 16 de marzo. El autor del documento describe la intención de los cuadros con pormenores de detalles. Sobre La primera misa dice:
 
 El más deteriorado de los tres óleos, La primera misa, ya ha sido completamente restaurado. Se vence así la etapa más difícil del rescate, que protagonizan los especialistas Rafael Ruiz, Ángel Bello y Lidia Pombo, junto al técnico Leandro Grillo. También forman parte del equipo, como asistentes, Juan Carlos Bermejo, Yanín Hernández, Laina de la Caridad Rivero y Daymis Hernández, jóvenes egresados del primer curso de oficiales de restauración que se impartió en la Escuela Taller «Gaspar Melchor de Jovellanos» y concluyó en 1994. 
 «La seiba a cuya sombra aparece el altar, el papagayo que reposa en su copa, los abrojos y tunales esparcidos en el suelo, el horizonte claro y despejado, al tiempo de elevarse el sol en el oriente; todo indica que la escena aconteció en la ribera del mar de algún país inmediato al Ecuador. Colocada al N.E el ara del sacrificio, descúbrese la bahía detrás de aquel árbol y parte de la cuesta de la Cabaña, siguiendo a su falda, la playa que se extiende hasta la ensenada de Marimelena. Habiéndose celebrado dicha misa el día de S. Cristóbal, invocado desde entonces, por patrono y protector de la nueva población, preséntase el sacerdote con ornamentos encarnados, y debiendo sobresalir entre todas las figuras del lienzo la de D. Diego Velásquez de Cuellar, como jefe de los españoles, y poblador de esta Isla. Distínguese fácilmente por las insignias de su carácter, y por su actitud noble y respetable, manifestando al mismo tiempo, afabilidad con los indios que tiene a su lado, en la acción de aproximar al altar a uno de ellos, o explicarle lo que en él se ejecutaba, lo que no debe extrañar, pues ya por la curiosidad, o por el estupor con que observaban los extranjeros, o porque habiéndo empezado a establecerse en esta tierra, desde el año 1511, sus primeros pobladores, acompañados siempre de algún ministro de la religión, muchos de sus naturales se hallaban instruidos de ellos, y aún bautizados. De aquí, el que los veamos figurar en dicha ceremonia. El otro grupo consta de diez españoles, oyendo la misa, bien marcados por su traje y facciones, y en ellos es tan admirable el genio fecundo del artista, como la propiedad y acierto en la ejecución, pues estándo todos penetrados de unos mismos sentimientos, la piedad y la devoción manifiéstense en ellos con diferentes expresiones. Sobre todos, tremola el estandarte real de Castilla, a cuyo reino pertenece esta Isla desde que la descubrió y tomó posesión de ella el Almirante D. Cristóbal Colón, por haber costeado su empresa la Sra. Reina Da. Isabel, sin intervención de su esposo, el Sr. Rey D. Fernando de Aragón».
Sólo ahora, cuando se encuentra totalmente restaurado, puede apreciarse este óleo con lujo de detalles y entender su significado para el espíritu ilustrado de una época. Al rescatar éste y los dos restantes lienzos, se rinde culto a la ciudad y a quienes se empeñaron en salvaguardarla, incluido este pintor francés cuya vida y destino serán para siempre un enigma.
Redacción Opus Habana 
 Tomado de Opus Habana, Vol. I, No. 4, 1997, pp. 31-38.