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 Andaluces de nacimiento ambos, su presencia fue decisiva en el desarrollo de la Literatura Cubana y, sobre todo, del grupo de poetas encabezados por José Lezama Lima: la generación que viera la luz gracias a revistas como Verbum, Espuela de Plata... Orígenes.
Al coincidir en tiempo y espacio en la Isla, estos dos españoles universales crearon por separado una suerte de relación mística con todo lo cubano.

 Andaluces de nacimiento ambos, ambos madrileños por su formación intelectual, Juan Ramón Jiménez (Moguer 1881-Puerto Rico 1958) y María Zambrano (Málaga 1904-Madrid 1991) recalaron —zarandeados por los avatares de la guerra— en el Caribe hispánico, en estas islas «siempre fieles», abundantes en regalos de la naturaleza pero terra incógnita desde el punto de vista cultural.
Estos dos andaluces «universales» pertenecían a dos generaciones diferentes. Sin embargo, no es un desatino recordar que ambos procedían de un mismo, irrepetible, extraordinario momento de la historia de España, un país que, según Carmelo Samoná, venía de una compacta tradición milenaria de institución monárquica cuyo poder, paralelo al de la Iglesia, había producido una consolidada ideología conservadora.
En 1936, antes de que se verifique la tragedia que cambiaría sus vidas para siempre, ambos dejan España y cruzan el Océano hacia las Américas: Juan Ramón rumbo a Nueva York, donde su esposa tenía familia e intereses, y María, hacia Santiago de Chile, siguiendo a su marido, Alfonso Rodríguez Aldave, diplomático, destinado por el gobierno republicano a la embajada de España en ese país. Ese año, pero en fechas diferentes, ambos atracan en el puerto de La Habana y ambos conocen allí a un joven estudiante de Derecho, flaco y elegantemente vestido de dril blanco, según la moda de la época en el Trópico, enfermo de poesía y, aparentemente, un fanático de la cultura. Era nada más y nada menos que el «gordo» José Lezama Lima, el gran poeta autor de Paradiso, entonces un joven de 26 años con la cabeza llena de proyectos de revistas y los bolsillos vacíos. Sendos encuentros, debidos a los caprichos de la casualidad, dejarán una huella imborrable en la vida de estos tres grandes de las letras hispánicas y, en general, en todo un ambiente cultural cubano de jóvenes poetas e intelectuales: la generación de Orígenes, y no sólo.


Para entender la importancia que la visita de Juan Ramón tuvo para el joven Lezama hay que recordar brevemente el clima político de aquellos años en la isla recién salida de la dictadura de Machado (1933) después de duras luchas políticas y enfrentamientos callejeros que habían costado víctimas sobre todo dentro del movimiento estudiantil. La Universidad clausurada por Machado en 1930 y nuevamente cerrada en 1936 por Batista, las bandas juveniles enfrentadas, la encarnizada batalla entre facciones políticas, el cierre de revistas... producían un peligroso fatalismo en el terreno cultural a duras penas mitigado por las iniciativas de algunas personalidades o por la sorprendente hospitalidad que revistas como Social, Carteles o El Diario de la Marina ofrecían a la pluma de intelectuales cubanos y del exterior para mantener vivo el debate en una época de grandes acontecimientos y cambios estéticos, sociales y políticos. Es prueba de estas sorprendentes conmistiones, el hecho de que la primera revista poética de José Lezama Lima, Verbum (1937), fuera financiada y sostenida por la Escuela de Derecho.
La vida cultural de La Habana en los años 30 sobrevivía gracias a individualidades ya establecidas y aceptadas por su prestigio —sea intelectual, sea de clase— como Fernando Ortiz, el gran sabio y antropólogo; el erudito José María Chacón y Calvo —que mantenía amistad y correspondencia con lo mejor de la cultura española—, o la profesora Camila Henríquez Ureña —de gran familia dominicana, hermana de famosos intelectuales— y junto con ellos, quienes trataban de olvidar la dura realidad política de la época organizando dignos y notables eventos culturales en el Lyceum, en el Conservatorio de Música, o en el más prestigioso de todos, el Instituto Hispanocubano de Cultura, dirigido por Ortiz, quien ya había invitado a Federico García Lorca en 1930, durante su viaje de regreso a España desde Nueva York, y fue también el feliz responsable de traer a Juan Ramón Jiménez a La Habana en aquel dramático año de 1936.
 En este clima, resulta comprensible el entusiasmo con que el retraído Juan Ramón Jiménez fue acogido en Cuba por las grandes figuras de la inteligencia local pero también por los jóvenes (el poeta Lezama, el padre Ángel Gaztelu, los periodistas Ramón Guirao y Gastón Baquero) y jovencísimos (Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz), que ya iban prefigurando lo que luego se conoció como el Grupo de Orígenes. Pero lo más curioso fue que el poeta de Moguer correspondió con el mismo entusiasmo a la acogida de los cubanos y que, pese a la incertidumbre de su futuro y sus 55 años de edad, se transformó en un extraordinario animador cultural dictando conferencias y lecturas radiofónicas, organizando un festival de la poesía cubana y preparando la antología La poesía cubana en 1936, más conocida con el nombre de Granero, concediendo entrevistas, escribiendo prólogos, poniéndose a disposición de un público inesperado que acaso se le prefiguraba como la «inmensa minoría» de sus deseos. Cumpliendo con la invitación de la Institución Hispanocubana de Cultura, dicta tres conferencias en los días 6, 13 y 20 de diciembre de 1936, ninguna de ellas inéditas pero todas escritas en este año.
Un testigo presencial, Cintio Vitier, así sintetiza aquellas lecciones en su libro Juan Ramón Jiménez en Cuba (La Habana, 1981): «Si “El trabajo gustoso” fue una lección de poética social y “Crisis del espíritu de la poesía española contemporánea”, una lección de crítica poética, histórica o epocal, la evocación de Valle [...] fue la presentación breve, directa, intensa, concentrada, encarnizada, de un caso literario de primera magnitud».
Ya instalado con Zenobia en el confortable y céntrico Hotel Vedado (actual Victoria), pese a la tristeza producida por los dramáticos acontecimientos de la guerra de España, el poeta reconocía en el aire del trópico y en la atmósfera de La Habana una consoladora familiaridad con su Andalucía natal y, al concluir su ciclo de aplaudidas conferencias, sintió la necesidad de expresar su gratitud por la acogida habanera con estas palabras:

«La Habana está en mi imajinación y mi anhelo andaluces, desde niño. Mucha Habana había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla. ¡Cuántas veces, en todas mis vidas, con motivos gratos o lamentables, pacíficos o absurdos, he pensado profundamente en La Habana, en Cuba! La extensa realidad ha superado el total de mis sueños y mis pensamientos; aunque, como otras veces al «conocer» una ciudad, la ciudad presente me haya vuelto al revés su imagen de ausencia y se hayan quedado las dos luchando en mi cámara oscura. Mi nueva visión de La Habana, de la Cuba que he tocado, su existencia vista, quedan ya incorporadas a lo mejor del tesoro de mi memoria. Desde este diario íntimo, gracias también a La Habana hermosamente escondida, al secreto de La Habana, a la tercera Habana que acaso no veré».
Quizás el hecho de haberse reconocido en aquella naturaleza y en aquella ciudad dispuso el humor del poeta a las largas conversaciones con los intelectuales que se reunían en los frescos locales del Lyceum en el barrio del Vedado. Entre los que fueron amigos del poeta, además de Chacón y Ortiz, hay que recordar al poeta Eugenio Florit, a quien dedica un artículo para Revista Cubana de abril-junio de 1937; a Ballagas, y a todo el círculo femenino que rodeaba a Zenobia, empezando por Camila Henríquez Ureña, pasando por las hermanas Lavedán, hasta María Muñoz de Quevedo, eminente musicóloga y fundadora de la Coral de La Habana. Esta atmósfera cordial, exquisita, respetuosa, el tímido entusiasmo de los jóvenes, tal vez convencieron al poeta a abandonar su «apartamiento» y su «soledad sonora» para ponerse a la escucha de lo nuevo que el escenario de su exilio le brindaba.

Es posible que la fama de retraído y de amante del silencio y de la tranquilidad hayan hecho multiplicar las delicadezas y el esmero de quienes no podían desaprovechar la presencia del poeta en un contexto isleño, aislado, poscolonial, periférico, y por consiguiente el agradecimiento haya dispuesto al poeta a lanzar, en las tertulias habaneras del Lyceum, la idea de organizar un festival de la poesía producida en Cuba en 1936 con relativa publicación. Fernando Ortiz se entusiasma con el proyecto y el 20 de enero de 1937 ya está lista la convocatoria que se publicará en Ultra del febrero siguiente. En este breve texto, Juan Ramón Jiménez figura como inspirador del certamen («Por sugestión feliz del poeta español...») como miembro de la Junta y como designado para prologar el volumen («...florilegio de La Poesía Cubana en 1936, con un prólogo del poeta, actual huésped de La Habana...»); es decir, la idea encuentra un terreno extraordinariamente fértil en una ciudad donde, después de años de censuras y desorden, empezaban a aparecer otra vez publicaciones culturales y políticas como Orto o Mediodía y renacía la esperanza de reanudar una tradición poética que lucía los nombres tutelares de José Martí y de Julián del Casal, y más recientemente, los de Boti, Poveda y Acosta. La novedad propuesta por los organizadores es que en el Festival participen no sólo «los artistas ya de nombradía bien ganada» sino también «los novicios y hasta los desconocidos», según la convocatoria.
La mañana del 14 de febrero de 1937, en el Teatro Campoamor, se efectuó la lectura colectiva de cerca de 60 poetas —buenos, regulares y malos— un verdadero e insólito festival donde se mezclaban la palabra comprometida de los comunistas Nicolás Guillén, Zacarías Tallet y Mirta Aguirre, con la mística del padre Gaztelu, el verso del desconocido Lezama con el del consagrado Eugenio Florit. Cintio Vitier recuerda aquel evento:

«Los que, en plena adolescencia o juventud, asistimos a aquel recital, podemos dar testimonio del fervoroso público que llenó aquella mañana de febrero de 1937 el teatro Campoamor, espectáculo insólito de ilusión y maravilla en la desangrada isla; y del ávido silencio, la contenida pasión, el delicado tacto con que aquel público siguió, sílaba a sílaba, aliento a aliento, en una atmósfera como de confidencia, el desfile de poetas y poemas que ante él parecía componer otro poema secreto, fascinante, mayor: el de la oscura esperanza de todos en la belleza como profecía y umbral de la justicia».
Sin querer deslindar en lo esotérico, debo hacer notar el uso de la palabra «secreto», ya usada por Juan Ramón Jiménez en su agradecimiento al terminar sus conferencias («gracias[...] al secreto de La Habana»), repetida ahora por Vitier y usada por María Zambrano en el título («La Cuba secreta») de su «germinadora» reseña a la antología —del mismo Vitier— Diez poetas cubanos (1948), un artículo que marcará indeleblemente la presencia de la filósofa en Cuba y que analizaremos más tarde.
Llamo la atención sobre esa palabra porque representa una clave para interpretar la peculiaridad de la presencia y del intercambio con Cuba de los dos grandes exiliados de España. Ellos han intuido que en aquella atmósfera tropical «pachanguera» y excesiva —a veces exageradamente carnavalesca, donde la incertidumbre e inconsistencia del futuro enfatizaban el goce del presente— existía una corriente subterránea que buscaba con desesperación sus raíces pasadas y trataba de echar al aire unos vástagos robustos, injertos de todo lo que —en el bien o en el mal— había contribuido a hacer de la Isla lo que era. Los estudios sobre la población afrocubana de Ortiz no se limitaban a ser unos excelentes ensayos antropológicos, indicaban además una presencia fundamental en el ser americano, la del negro. Pero el secreto venía fundamentalmente de José Martí y de su visión del mundo americano y cubano (por ejemplo, la idea de la belleza y de la pobreza como irradiantes umbrales de la justicia), y tanto Jiménez como María lo conocieron, lo leyeron muy bien y aprendieron de él. (Ambos publicaron artículos sobre Martí: Juan Ramón, con el título de «José Martí», en Mediodía, La Habana, 5 de enero de 1937, mientras que Zambrano, coincidiendo con el centenario del Apóstol, el precioso «Martí camino de su muerte», en la revista Bohemia.)
El prólogo a La poesía cubana en 1936, ya desde el título, «Estado poético cubano», indica el interés de Juan Ramón en hacer su diagnóstico, en subrayar el necesario alejamiento de los poetas cubanos de la colonial dependencia de España y la búsqueda de un camino propio. Poniéndose como un «testigo amoroso», registra el hecho de que:

«Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca y lo siente, por los caminos ciertos y con plenitud, desde sí misma; porque, fuera del tópico españolistas [...] busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste su internacionalidad verdadera».
Este excepcional «testigo» se interroga sobre su posición de extranjero puesto a juzgar y a valorar la producción poética de 1936 en la isla tropical y expresa claramente su preocupación, su duda, de que en este encuentro se pueda hacer evidente la diferencia de puntos de vista:

«Y me pregunto y pregunto a todos los poetas y críticos cubanos: esta poesía que yo veo y elijo desde fuera, ¿cómo se verá desde dentro, el dentro verdadero de toda la poesía que se está buscando o encontrando? ¿Qué habrá en ella, secreto y eterno, que yo no vea, no pueda ver ni hacer ver a los demás, y que la defina con precisión?».
Y el «poeta puro» se inmerge en la contextualidad de Cuba para lanzar una hipótesis interpretativa que sorprende por su modernidad; su mirada va de la isla al continente para inscribir la expresión poética que procede de Cuba en la gran corriente de lo que Lezama, años más tarde, llamaría la expresión americana, y su prólogo termina por ser también un gran alegato de la autonomía del Mundo Nuevo, una rigurosa constatación de la descolonización cultural:

«Un continente tiene un alma unida (Estoy fuera del campo político; dentro, creo en las dos, en las tres Américas.)Es natural que la poesía norteamericana auténtica, la contraeuropea, beneficie a la hispanoamericana. [...] ¿Y quién duda que las almas distintas de un continente son, por encima o debajo de otras idea, trozos del alma general de ese continente y forman un ser común? La poesía cubana deber ser plenamente americana y estar fundida con la de toda América, española e inglesa, como la de España ha sido y es plenamente europea y está fundida con la de toda Europa. América no debe copiar nada de Europa, ni Europa de América.»
Este texto juanramoniano, supuestamente un prólogo de circunstancias para concluir dignamente el Festival de poesía, se convirtió en un texto «germinador» para aquellos poetas que habían acudido al Teatro Campoamor, encabezados por Lezama, quien había sido uno de los afortunados poetas inéditos invitados a leer. Todo parece indicar que la parte final de aquel prólogo estimuló a Lezama a insistir, obligando al poeta andaluz —en junio de 1937— a entablar un coloquio sobre el problema de la insularidad, problema que debía constituir una fuente de frustración y de aislamiento entre los intelectuales. Finalizando su prólogo, Juan Ramón había escrito:

«¿Una isla? ¿Una hermosa isla? Sí, muy hermosa. Esta vez estamos por suerte o por desgracia para nuestra vida, en lo más hermoso. Pero bella o fea, la isla tiene que pensar, para ser ilimitada, en su límite. Para que una isla, grande o pequeña, lejana o cercana, sea nación y patria poéticas ha de querer su corazón, creer en su profundo corazón y darle a ese sentido el alimento necesario».
Pensar el límite fue una de las preocupaciones de Lezama, así como incesante fue su cuidado para realizar la imagen de una patria poética que en aquellos años juveniles consistía sobre todo en un afán para inventar un mito («Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se mantuviese sólo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito») y, acaso, en algunas intuiciones («La resaca [...] es quizás el primer elemento de sensibilidad insular que ofrecemos los cubanos dentro del símbolo de nuestro sentimiento de lontananza») y algunas equivocaciones («la brusquedad con que la poesía cubana planteó de una manera quizás desmedida, la incorporación de la sensibilidad negra»)3. El encuentro entre estos dos seres, que han creído en la poesía más que en nada, era probablemente inevitable; sin embargo, fue Lezama quien acorraló a Juan Ramón para un encuentro que no dejó de sorprender al poeta andaluz, quien quiso terminar el Coloquio con estas palabras socarronas y admiradas:

«Con usted, amigo Lezama, tan despierto, tan ávido, tan lleno, se puede seguir hablando de poesía siempre, sin agotamiento ni cansancio, aunque no entendamos a veces su abundante noción ni su expresión borbotante. Otros trabajos poéticos y menos poéticos esperan. Gracias, en fin, por su presencia y su asistencia conmigo, en la poesía».
Desde entonces, la amistad entre los dos fue inquebrantable y, por parte de Lezama, realmente incondicional. El primero y el segundo número de Verbum, la primera revista de Lezama, empiezan con artículos de Juan Ramón, y el tercero y último se clausuran con un reconocimiento de Lezama al poeta andaluz: «Gracia eficaz de Juan Ramón, y su visita a nuestra poesía». Cuando el poeta deja Cuba, la amistad sigue en una correspondencia intensa donde, incluso, Jiménez se ocupa de buscar un trabajo universitario para Lezama en la Universidad de Gainesville, en la Florida, mientras Lezama, que añora su presencia, lo mantiene al tanto de la precaria vida de sus publicaciones hasta llegar a Orígenes, en la cual también colaboró Jiménez durante los 12 años de vida de la revista; y era tanto el respeto que le tenía el cubano que, por ironía de la suerte, fue su fidelidad al amigo la que contribuyó a la desaparición de esta publicación poco menos que legendaria por las razones menos poéticas y menos nobles que se puedan imaginar. En carta a Zenobia de junio de 1955, reconoce Lezama su deuda con el poeta español:

«¿Lo que representa para mí haber conocido, en aquella oportunidad, a Juan Ramón? Algo como permanente estado de conciencia, como la aclaración de mi destino, como la marca de mi incesante furor poético. Creo haber sido siempre fiel a sus señales. Y haber engendrado en mi país un movimiento poético que se ha hecho historia, imagen operando en la historia. Ése es mi orgullo, y es eso lo que tengo que defender. Lo que sigo defendiendo [...] Pues nosotros, si lo admiramos, también lo queremos, también lo sentimos como amigo. Querer y recordar, querencia americana. Ahí está su imagen.»
Lezama indica, en carta al poeta, el vacío descorazonador de los jóvenes intelectuales cubanos y la importancia definitiva de la visita juanramoniana: «a veces nos es necesario que alguien, que alguien que pasa, nos diga su coincidencia, pues si no el frío sería una muralla infinita».


María Zambrano, como ya hemos visto, hizo escala en La Habana rumbo a Santiago de Chile, donde iba acompañando a su esposo diplomático en octubre de 1936. Su visita no pasó desapercibida ya que, en aquella época, la llegada de los buques transatlánticos venía anunciada por los periódicos con su lista de pasajeros y María Zambrano era ya conocida como discípula de Ortega y profesora de la Universidad. Es de aquella época su primer, inolvidable encuentro con Lezama, un verdadero coup de foudre intelectual para ambos. Zambrano recuerda con gran nitidez, muchos años después, la manera en que se conocieron:

«Fue una cena de acogida, más bien nacida que organizada, ofrecida por un grupo de intelectuales solidarios de nuestra causa en la guerra civil española. Se sentó a mi lado, a la derecha, un joven de grande aplomo y, ¿por qué no decirlo?, de una contenida belleza, que había leído algo de lo por mí escrito en la Revista de Occidente. No es cosa de transcribir aquí mi estado de ánimo en aquel momento. En esta sierpe de recuerdos, larga y apretada en mi memoria, surge aquel joven con tal fuerza que por momentos lo modifica todo. Era José Lezama Lima. Su mirada, la intensidad de su presencia, su capacidad de atención, su honda cordialidad y medida, quiero decir comedimiento, se sobrepusieron a mi zozobra; su presencia, tan seriamente alegre, tan audazmente asentado en su propio destino, quizás me contagió. Estaba segura de reencontrarlo más tarde en un encuentro de esos que no se buscan, que vienen dados o que son nacimientos en la memoria y sus laberintos, en aguas transparentes y profundas, misterio y claridad. Y a través de tantos años sigue, no digo vivo sino viviente, dentro de mí, como si yo hubiera sabido que aquel joven pertenecía a mi vida esencial, sobre la cual pueden caer historias y, a veces, la Historia misma».
La vida de Zambrano en Cuba fue muy intensa; muchos de sus trabajos se pensaron y escribieron aquí, en esta tierra y ese tiempo que más tarde la filósofa ha llamado su «campo de resurrección», un tiempo y una tierra que para ella se convierten en un «lugar de la persona», es decir, en una forma de habitarlos «sin medida» en un estado de contemplación reveladora. Y sus cursos llegaron a ser famosos, por lo menos en el recuerdo de este testigo imprescindible que es Cintio Vitier, quien en su novela De peña pobre rememora parte de aquellas clases impartidas por «la profesora andaluza», a la que asistía con Fina García Marruz (su todavía entonces novia):

«La voz lejanísima, de la que no se perdía una sola insinuante sílaba, la voz más hecha de silencio que de sonido, la voz sibilina de sirena interior de la profesora andaluza, peregrina de la guerra civil española, sacaba la filosofía del marco didáctico para mostrarla viva, desnuda, sutil y trágica en figura de Antígona. No sólo en ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir, remando intensa, aguda, delicadamente, en la misma dirección de las aguas deslumbrantes que arrastraban al muchacho y a su novia».
Las amistades que hizo en Cuba se mantuvieron durante años, pese a las dificultades de todo tipo, en largas correspondencias in primis con Lezama, pero también con Cintio y Fina, con Virgilio Piñera, Jorge Mañach, Pepe Rodríguez Feo, Camila Henríquez Ureña, y Chacón y Calvo. Su primera carta a Lezama está fechada en Morelia, el 27 de octubre de 1939; en ella Zambrano agradece el envío de una revista (seguramente el primer número de Espuela de Plata, A, agosto/septiembre de 1939) y anuncia su regreso para diciembre, deseosa de reanudar sus conversaciones con Lezama en la ya inolvidable naturaleza cubana:

«En fin, ya hablaremos de todo, por aquellas playas tan maravillosas, entre aquella luz. ¡Cuánto me acuerdo y cuántas veces hemos evocado en medio de las más terribles situaciones La Habana, el baile de los negros de Mariano, los amigos... Ustedes no saben lo que son para nosotros, para Alfonso y para mí!»
Efectivamente, como hemos dicho, en enero de 1940 está otra vez, y más establemente, en La Habana. José María Chacón y Calvo le pide una serie de conferencias sobre el maestro Ortega, una invitación que la discípula había aceptado pero que rechaza en carta del 4 de marzo de aquel año explicando al amigo Chacón el esfuerzo emotivo e intelectual que significaría para ella ilustrar el pensamiento filosófico del maestro, un pensamiento todavía sin publicar, y además de esto la emoción que suscitaría en ella «el recuerdo y evocación de los años más decisivos de mi vida y de una España que creo desaparecida para siempre». Cuestiones serias e importantes que, sin embargo, ella estaba dispuesta a afrontar cuando le llega la noticia de la «la posición franquista de Ortega y ya es algo muy por encima de mis fuerzas el hablar sobre él. No me lo imagino, ¿qué quiere usted?, al lado de ellos, no puedo componer su figura, tan veneranda, junto con tanta y triste vaciedad espiritual. No, no puedo». Y pide comprensión a su amigo si, para vencer y sobrellevar tanta angustia, ha decidido retirarse en el silencio, «que es el mejor homenaje que yo puedo hacer a mi maestro».
En estos años colabora con dos textos en el primero y en el último número de la revista de otro exiliado, Manuel Altolaguirre, quien dirige y edita en La Habana, en 1942, los seis números de la semidesconocida La Verónica. Se trata de «Las dos metáforas del conocimiento», donde afirma la importancia de la visión en el proceso del conocimiento, y de «San Juan de la Cruz», una de las versiones que Zambrano ha escrito sobre el tema del grande poeta místico. En el fascículo H de Espuela de plata de 1941 había publicado «Franz Kafka, mártir de la miseria humana» y en otra efímera y prestigiosa revista, la agresiva Poeta de Virgilio Piñera (n.1, noviembre de 1942), «Apuntes sobre el tiempo y la poesía». En febrero de 1943, en Revista de La Habana, publica «Las catacumbas» sobre el desesperante momento de la guerra europea, un presente tan insoportable como para desear «escaparse del instante que la aprisiona por los dos portillos del recuerdo y la esperanza», y su importante «Metáfora del corazón» en Orígenes (n.3, otoño 1944), un fragmento de la fundamental teoría de Zambrano sobre «la razón del corazón»; siempre en Orígenes, hay que señalar «Los males sagrados: la envidia» (n.9, primavera 1946), la breve nota «El caso del coronel Lawrence» (n.6, verano 1945), «Delirio de Antígona» (n. 18, verano 1948) y, finalmente, el artículo-reseña que la hizo ingresar para siempre en el apartado, espiritual y exclusivo «grupo» de Orígenes, es decir «La Cuba secreta» (n.20, invierno 1984). La misma filósofa ha recordado cómo empezaron sus relaciones con el grupo:

«Los diez poetas del grupo Orígenes de Lezama y su revista, en cuya fundación yo tuve parte anónima y decisivamente, me fueron presentados. Me pidieron ayuda para que su labor tuviera el reconocimiento que merecía. Les prometí que así lo haría en mis colaboraciones en revistas de prestigio de América y de Europa. Uno de los diez, Cintio Vitier, me respondió: “No, María; nosotros somos de aquí, queremos ser reconocidos aquí”. Le di entonces mi primer artículo para Orígenes. Este “ser de aquí” resonó en mí avasalladoramente: este “aquí” era el lugar universal que yo había presentido y sentido en la presencia de José Lezama Lima, quien nunca había querido exiliarse. Él era de La Habana como Santo Tomás lo era de Aquino y Sócrates de Atenas».
En 1948 sale una antología compilada por Cintio Vitier, (Diez poetas cubanos.1937-1947. La Habana, Ediciones Orígenes, 1948) que empieza allí donde había terminado la breve experiencia del Festival de poesía juanramoniano y que reunía poemas de Lezama, Gaztelu, Octavio Smith, Virgilio Piñera, Justo Rodríguez Santos, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Gastón Baquero, Lorenzo García Vega y Vitier mismo. Zambrano reseña el libro pero el artículo que escribe trasciende el evento editorial para ahondar en su propia visión de la historia, de la poesía, de los actos nacientes, del origen y de la resurrección. Los poetas cubanos son, para la filósofa, un pequeño grupo de solitarios que se encuentran antes de la aurora, en aquel momento prenatal de que ha hablado tantas veces, empezando por la emocionante sensación experimentada al encontrarse por primera vez en Cuba y frente a Lezama; algo que tiene mucho que ver con el momento originario, previo al desarrollo y a la madurez, el secreto momento inicial —autoral— que Lezama enfatiza cuando le da a su más importante revista el título de Orígenes. María Zambrano intuye, en el discurso poético, que aquellos jóvenes sembraban en la agitada tierra de Cuba el germen originario, la fuerza del gesto inicial para la nueva posibilidad de la historia. Ella lo ha visto, lo ha experimentado, lo ha vivido en España. El trágico fracaso que ha acompañado la aurora republicana no excluye la resurrección y el surgimiento de una vita nova; por el contrario, su concepción de la historia es, de alguna forma, noblemente sacrifical: «El movimiento propio de la vida, y por tanto de la libertad, y de la historia verdadera no es negarse dialécticamente para afirmarse después, sino darse hasta extinguirse y sin cesar para encenderse de nuevo». En los diez poetas origenistas María ha visto este encenderse de nuevo, este acto naciente de una nueva posibilidad para la historia de Cuba a partir de la poesía y así lo reafirma en carta a Vitier en 1979:

«Y así lo que yo les daba era lo que en mí ardía, la llamita de la resurrección ya que no hubiera ardido en mí con tanta inocencia si ustedes no la hubiesen abrigado, abrigando la mía por abrigarla ya en el fondo de su ser individual y de su historia o modo de vivirla, la historia prometida, la única cierta, la única que pudo arrancarnos del Paraíso preparado ya para ello [...] Para mí, en mí aquel tiempo es campo de resurrección».
Según ella, el pensamiento en fase de nacencia está cercano a la poesía, falto de la soberbia de la razón y atento a las razones del corazón, y este mensaje que lee en las páginas de la antología de Vitier, este secreto que intuye y comparte producen en ella el «delirio», la tensión hacia el conocimiento, hacia el saber, dentro de la corriente de un «destino» gobernado por la razón histórica operante. La experiencia de la lectura de los diez poetas reafirma en ella la sensación «prenatal» que ha tenido siempre en la Isla y el hecho de sentir como que tuviera raíces en aquella tierra tan lejana de España y de Europa. Ella lo explica mejor que nadie:

«... sólo unas cuantas sensaciones, por primarias que sean, no pueden “legalizar” la situación de estar apegada a un país. Algo más hondo ha estado sosteniéndola. Y así, yo diría que encontré en Cuba mi patria pre-natal. El instante del nacimiento nos sella para siempre, marca nuestro ser y su destino en el mundo. Mas, anterior al nacimiento, ha de haber un estado de puro olvido, de puro estar yacente sin imágenes; escueta realidad carnal con una ley ya formada; ley que llamaría de las resistencias y apetencias últimas. Desnudo palpitar en la oscuridad; la memoria ancestral no ha surgido todavía, pues es la vida quien la va despertando; puro sueño del ser a solas con su cifra. Y si la patria del nacimiento nos trae el destino, la ley inmutable de la vida personal, que ha de apurarse sin descanso —todo lo que es norma, vigencia, historia—, la patria pre-natal es la poesía viviente, el fundamento poético de la vida, el secreto de nuestro ser terrenal. Y así, sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: substancia poética visible ya. Cuba: mi secreto».
Echada por el destino en tierras tropicales, el delirio permite a María Zambrano habitar Cuba, su luz, sus auroras inolvidables y, como Orfeo, bajar a los infiernos, satisfacer su vocación de «catacumba» para cultivar allí el amor a la sabiduría, la filosofía... y ver fructificar la verdad. El exilio fue vivido realmente como un descenso a los infiernos no para perderse en sus llamas, sino para esperar la resurrección, sino de la carne, de la historia y de la poesía, resurrecciones entrevistas en los actos nacientes, en la aurora, en los claros del bosque. Como Lezama, María Zambrano no está tan interesada en el blanco como en el gesto que permite a la flecha empezar su trayectoria, un gesto inicial que nace del corazón y se manifiesta en forma totalmente poética. Lanzada al otro lado del océano, la filósofa malagueña busca y encuentra consuelo para su corazón en una tierra con sus habitantes que la acogen como una vuelta a sus orígenes andaluces, a su infancia perdida, su otro destierro:

«Veo que dejé raíces en La Habana donde yo me quedé por sentirlas muy en lo hondo de mí misma. En aquel domingo de mi llegada, cuando le conocí la sentí recordándomela, creí volver a Málaga con mi padre vestido de blanco —de alpaca— y yo niña en un coche de caballos. Algo en el aire, en la sombras de los árboles, en el rumor del mar, en la brisa, en la sonrisa y en un misterio familiar. Y siempre pensé que al haber sido arrancada tan pronto de Andalucía tenía que darme el destino esta compensación de vivir en La Habana tanto tiempo, pues que las horas de la infancia son más lentas. Y ha sido así. En La Habana recobré mis sentidos de niña, y la cercanía del misterio, y esos sentires que eran al par del destierro y de la infancia, pues todo niño se siente desterrado. Por eso quise sentir mi destierro allí donde se me ha confundido con mi infancia. Gracias por tenerme presente, por no sentirme lejos ni perdida, por saberme de ustedes en modo muy verdadero».
Profundamente compenetrada con Cuba y los «origenistas», Zambrano se mantuvo fiel, hasta su muerte, a Lezama y a su recuerdo, al gran poeta, ensayista y novelista que tenía la amistad como algo sagrado, que sabía desafiar la lejanía y que pocos meses antes de morir quiso reafirmar esta amistad y estas afinidades electivas en una bella carta que resume magistralmente las razones del corazón que han regido la inteligencia y la afectividad de estos dos grandes de nuestro siglo:

«Desde aquellos años usted está en estrecha relación con la vida de nosotros, eran años de secreta meditación y desenvuelta expresión. La veíamos con la frecuencia necesaria y nos daba la compañía que necesitábamos. Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la desesperación. Porque, sin duda, donde usted hizo más labor de amistad secreta e inteligente fue entre nosotros. De ahí empezamos ya a verla con sus ojos azules, que nos daban la impresión de algo sobrenatural que se hacía cotidiano. Yo recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida. Y usted estaba y penetraba en la Cuba secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá en formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada».