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 El pasado 29 de octubre falleció monseñor Ángel Gaztelu Gotirri (Navarra, España, 1914), una de las figuras emblemáticas del grupo Orígenes y su revista homónima, en cuya génesis participó desde que era apenas un adolescente cuando –siendo seminarista– conoció a Lezama Lima.
Sabíamos que su salud se quebrantaba, que mostraba inapetencia y apenas podía caminar, pero añorábamos que una vez más se restableciera.

 Y se hizo la noche para el Padre Gaztelu, fuera de Cuba, de esta Isla que –según sus propias palabras– «es el lugar donde más se me ha querido en la Tierra». Sabíamos que su salud se quebrantaba, que mostraba inapetencia y apenas podía caminar, pero añorábamos que una vez más se restableciera y siguiera allí –aunque lejos– pensando en esta ciudad que amó toda su vida y que, agradecida, le reciprocará con la eternidad. No en balde escribió Lezama Lima en la introducción a Gradual de Laudes (1955), el primer y único libro del recién fallecido sacerdote poeta: «Conténtase La Habana defendida por el Padre Gaztelu. Ligero palpable, la luz lo amiga...»
Entristécese La Habana estos días y llueve, llueve ligeramente sobre sus cinco plazas y sus tantas plazuelas, y yo –que camino al trabajo todos los días por la calle Tejadillo– me resguardo bajo la portada del Seminario de San Carlos y San Ambrosio, «el lugar que más me gusta a mí en el mundo», me confesó el Padre aquella tarde durante la entrevista que concediera a Opus Habana en su primer viaje a Cuba después de casi 15 años de ausencia (Opus Habana, No. 2, Vol. I, Año 1997).
Escampa y, al tomar por San Ignacio, tengo que mirar obligatoriamente hacia la portada de la capilla de Loreto. Recuerdo entonces cuando me contó que –inspirado en ella– Lezama Lima compuso los «Sonetos a la Virgen». «Deípara» puede leerse en el friso, porque los jesuitas profesan el culto mariano, en especial, a la virgen venerada en Loreto, Italia, mientras que la Catedral de La Habana, toda, fue consagrada a la advocación de la Inmaculada Concepción.
Llego a la redacción de Opus Habana, en el Palacio de Lombillo, busco Gradual de Laudes y leo al azar:
Una estrella me moja los labios con los altos rocíos de su cielo…
Es profunda la noche y grande los golpes de agua,
pero siento paz honda por la estrella que gobierna mi frente,
una paz tan activa, como la llama, cuando embiste a la arista…

Es apenas un fragmento de «Oración y meditación de la noche», su extenso poema místico que –quizás, más que cualquier otro suyo– explique la sentencia de Lezama Lima cuando escribió en el ya mencionado ensayo introductorio: «El fervor por la edificación, la entrega a sus oficios, hacen que la poesía del Padre Gaztelu esté venturosamente más allá del poema, pues un sacerdote católico vive por la carnalidad de sus símbolos la poesía en su dimensión más costumbrosa y trágica...»
Sin embargo, ya anciano –murió a los 89 años–, Gaztelu subvaloraba desenfadadamente sus aportes a la historia de la Poesía y, al evocar las reuniones de los origenistas en la iglesia de Bauta, se limitaba a considerarlas como un acto de amistad genuina, más que como un estado premeditado de concurrencia artística. Reticente a hablar de sí mismo, de vez en cuando accedía a responder alguna pregunta, eso sí, de forma tajante y sin adornos, como cuando me comentó con respecto a Verbum:
 «Fueron apenas tres números pues no teníamos un céntimo, ni Lezama ni yo. Allí se publicó también el único poema de Portocarrero, así como los primeros artículos del recién llegado a Cuba Guy Pérez Cisneros, que todavía hablaba con un fuerte acento francés...»
Acompañado por el hijo de este último, Pablo Pérez-Cisneros, Gaztelu regresó por última vez a Cuba en mayo de 2002 para participar en la ceremonia del Premio de Crítica de Arte que otorga el Consejo Nacional de las Artes Plásticas y que lleva precisamente el nombre de aquel insuperable crítico y animador cultural. Fue en esa ocasión que volví a ver al Padre, pero tuve el recato de no hacerle una pregunta periodística más.
Cierro Gradual de Laudes y me encamino por la calle Cuba hasta la iglesia del Espíritu Santo, la última iglesia donde ofició y cuyos bellos vitrales armó con los «mediopuntos» de las casas que se iban derruyendo por los alrededores. No está Ramoncito, el sacristán y amigo de Gaztelu, y por alguna razón la nave me parece más larga y vacía. Salgo al patio, adornado con rejas antiguas y el relieve de la «Anunciación», esculpido por Lozano... Allí sigue en pie su amado canistel. Repito las palabras del Padre aquella tarde de su primer regreso a Cuba, en 1997, cuando tuve el privilegio de acompañarlo hasta aquí luego de sus intensas jornadas por las parroquias que habitó, la de Bauta, cuyo presbiterio y altar mayor remodeló en los años 40, y la de Baracoa (1956), que concibió con ayuda del arquitecto Eugenio Batista, el escultor Alfredo Lozano y el pintor René Portocarrero:
–Desde que llegué a esta parroquia del Espíritu Santo, iba mucho a la iglesia de la Merced, donde había un árbol con unos frutos como huevos de oro y una pulpa muy sabrosa... Nada, pues me gustó mucho, cogí una semilla y la sembré ahí. Ahí, mira. Y lo vi ir brotando, creciendo... hasta que empezó a florecer. El canistel este, caramba...
Muchos de sus amigos pensaron entonces que regresaría a la Isla en cualquier momento, y no pocos lo exhortaron a quedarse, entre ellos el Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, quien escribió en Opus Habana: «Bienvenido seas, anciano, que ahora caminas por Acosta y Merced, por la calle de madera, por la cruz de la Amargura, y que pones tu mano y todo lo que hay de ti en lo que cuanto ahora te rodea. Escucha las palabras de los alucinados discípulos de Jesús, en Emaús, al exclamar: "Quédate con nosotros, señor, que se hace noche"».
Se ha hecho la noche para un grande de la poesía cubana... en estos primeros días de noviembre, precisamente cuando el canistel del Espíritu Santo –que fructifica en septiembre– acaba de dar su último huevo de oro.