Con estas líneas el cronista nos acerca a las personas cuya locura «no se manifiesta, como en los locos oficiales, por síntomas diversos, sino por un síntoma típico para todos ellos: el delirio de grandeza».

«Todos estos locos felices se consideran notabilidades y genios en una especialidad: grandes escritores, poetas, oradores, artistas; irresistibles conquistadores; valientes a prueba de bombas y bicarbonato; buenos mozos...»

 No creas, lector querido, que estos locos felices de que voy a hablarte se encuentran recluidos en nuestro hospital, o mejor dicho, barracón, de Mazorra. No. Estos pertenecen al otro gran manicomio que se llama la ciudad de La Habana o al mucho mayor aún conocido por la Isla de Cuba.
Es sentencia antigua y corriente y muy verdadera, afirmar que en las casas de dementes, «no son todos los que están ni están todos los que son». Así es en realidad. E infinitamente más numerosos son los locos, no clasificados como tales, que andan sueltos en ciudades y pueblos. Cosa análoga ocurre con bandidos y criminales, que en las cárceles y presidios es donde menos se encuentran.
Estos locos felices son incontables en nuestra. Con ellos nos tropezamos a diario en calles, paseos, cafés y teatros. Tal vez seas tú también uno de ellos, lector que lees este trabajo, y no tendría nada de particular que para algunos, este Curioso Parlanchín no estuviese libre de ser incluido como loco feliz. Muchos de estos, son pacíficos, inofensivos en su locura, otros latosos o molestos y algunos extraordinariamente peligrosos y nocivos a la sociedad, porque su locura ha hecho mucho daño y hasta tronchado vidas y comprometido al país, perturbando la paz y la tranquilidad públicas. Y no faltan, por último, entre estos locos felices, los sinvergüenzas, que explotan la fama que tienen de locos para vivir sabrosamente explotando a amigos y conocidos.
Los hay de infinitas clases y variedades, pero todos ellos se caracterizan por la forma en que se presenta su manía. Su locura no se manifiesta, como en los locos oficiales, por síntomas diversos, sino por un síntoma típico para todos ellos: el delirio de grandeza. Todos estos locos felices se consideran notabilidades y genios en una especialidad: grandes escritores, poetas, oradores, artistas; irresistibles conquistadores; valientes a prueba de bombas y bicarbonato; buenos mozos, muy superiores en lindura a Apolo, Narciso o Valentino; grandes políticos o gobernantes; super–hombres, u hombres providenciales, predestinados a salvar a un pueblo?
Todos ellos viven poseídos de su genio, de sus facultades extraordinarias, de sus condiciones relevantes, en tal o cual cosa. Auto sugestionados en grado máximo, algunos llegan a sugestionar también al público que cree de buena fé la notabilidad del loco feliz. Otros, aún sufriendo a diario la burla, la chacota o tomadura de pelo de amigos y conocidos, las traducen e interpretan como elogios o aplausos.
Cada uno con su locura, viven todos estos locos felices, satisfechos de la vida, pues cuanto pasa en el mundo les es indiferente y cuanto hacen sus semejantes les importa poco. Desde que se levantan hasta que se acuestan y aún en sueños solo les interesa y preocupa lo que consideran su grandeza o su especialidad. Como el Narciso de la leyenda, viven en una perpetua contemplación de sí mismos, que se convierte en auto–devoción y admiración, importándoles poco el que los demás crean o no crean su grandeza, pues aún los fracasos, las críticas o las burlas, lejos de desencantarlos los consideran como pruebas y testimonios de su valer extraordinario, y de que los demás les tienen envidia o miedo.
 Infinitas son las variedades de locos felices. Imposible sería la tarea de enumerarlos siquiera., Vamos a analizar brevemente algunas de las especies más conocidas e interesantes.
Entre los literatos y artistas abundan extraordinariamente los locos felices. Casi podría decirse que todos lo somos. ¿Qué poeta no se considera superior a todos sus colegas portaliras? ¿Qué pintor o dibujante no cree que sus compañeros de pincel o lápiz son unos pintores de brocha gorda o emborronadores de cartulina, y que él, solo él, es una verdadera notabilidad? Esto lo vernos corrientemente en los grupos literarios, cenáculos de artistas, redacciones de periódicos. Los chismes, rencillas, intrigas, peleas, que a diario ocurren entre gente de letras o artes, no tienen más motivo ni fundamento que la locura feliz de cada uno de ellos, el convencimiento de extraordinario talento, de su inmenso genio y de la infelicidad intelectual de todos sus demás compañeros. En su auto–grandeza llegan al extremo de creer en los sueltos autobombos que ellos se han dado en periódicos y revistas, considerándolos como juicios de connotados críticos, y hasta califican como elogios los palos que verdaderos críticos les dan, o las simples cartas de acuses de recibo de alguna bondadosa y complaciente personalidad. Y si alguien les dice que no saben escribir o pintar, y se lo demuestran, no les preocupa: es envidia o malquerencia.
Entre los oradores, pasa lo mismo. ¿Quién, que es en Cuba, no es orador? Y poseídos casi todos de que somos oradores, de nuestra tribuna de grandeza no nos baja nadie. Aunque no nos oigan o resultemos unos latosos, seguiremos creyéndonos «sinsontes criollos» o Castelares tropicales. Esta locura donde mejor se observa es en los mítins durante las temporadas o campañas políticas. Nubes de oradores surgen entonces. Todos quieren hablar, y una vez encaramados en la tribuna, se agarran a ella como un macao, siendo inútiles el que se les tire del saco para que terminen o el que alguno del público les grite: «¡Corta viejo, corta!»
Los tenorios y conquistadores profesionales, ¿qué son, sino locos felices? Se consideran buenos mozos, cinturas montadas en flán, hombres irresistibles. Basta que miren a una mujer para que ésta caiga rendida a sus pies, sea soltera, casada, viuda o divorciada. Ninguna se le resiste. Así lo vemos en teatros, cafés o paseos con caras de carnero degollado y poses artísticas, flechando a sus presuntas y seguras víctimas. Si le devuelven cartas u obsequios, o les dan calabazas, no les importa; es que o se están haciendo las interesantes o tienen miedo de enamorarse de ello. Estos tenorios, locos felices, suelen irse de la lengua con frecuencia, pues para sostener su crédito tenorial se dedican a contar a amigos y conocidos, todo el proceso de sus conquistas, los favores que han conseguido de Fulana o lo que han podido rascabuchear a Ciclada. Y aquí es donde encuentran casi siempre su quiebra y se descubren todos sus bluffs y hallan a veces su castigo. Conozco en este sentido dos casos muy interesantes. El primero ocurrió una tarde que nos encontrábamos varios amigos y conocidos charlando en un café. Empezamos a darle broma a uno de los que allí estaba, sobre una señora que yo conocía y él enamoraba. El se dio un aire de reservado y misterioso, negando en esa forma hipócrita más afirmativa que un sí franco. Al fin confesó francamente:–«Si, ayer por la tarde estuve con ella.»– «Es imposible, mi amigo –le contesté,– porque el que estuvo con ella ayer por la tarde fuí yo, que estuve de visita en su casa donde estaba ella con su familia.» El segundo caso es más trágico. Se trata de un pobre diablo que se dedicó en un grupo de amigos a contar diariamente todos los horrores que le hacía a una muchacha a la que le estaba fajando y no con intenciones matrimoniales, y los favores que de ella recibía, así como ciertos cuentos o antecedentes personales que de ella se relataban, haciendo burla y desprecio y chacota de la honradez de esa muchacha... Y ese pobre diablo, un buen día se comprometió con ella y más tarde se casó. Como es natural, no pudo seguir frecuentando aquel grupo y de él se separó... Entre los gobernantes también abundan los locos felices. Aunque no sepan una sola palabra de administración pública, ellos se consideran verdaderos estadistas; genios en su ministerio o secretaría. Y padece hoy América y Europa, de la más peligrosa clase de locos felices: los Jefes de Estado que se consideran –Mussolini, Primo de Rivera? Gómez, Leguía–... los salvadores de su país, hombres providenciales de los cuales depende la felicidad y la suerte de la nación. Posesionados de esta idea, creyendo que son los Mesías de su patria respectiva, no quieren abandonar el poder, porque de abandonarlo vendría la desgracia y el cataclismo para el país, y se convierten en dictadores. ¡Infeliz del que se oponga a la misión divina que están cumpliendo, o la critiquen! Y ¡desgraciado del país al que le cae uno de estos jefes Estado, que locos felices por antonomasia, se constituyen en su salvador a la fuerza!
La lista de locos felices, es, como ya dije, interminable. Los lectores pueden continuarla a su gusto, buscando entre amigos y conocidos, en la seguridad, que ya tendrán tela por donde cortar. Y no se olvide cada cual de examinarse a sí mismo, no para ver si es loco feliz, sino para clasificar el género de locura feliz que padece. Y no tengan pena mis lectores de incluir a este Curioso Parlanchín como uno de los más rematados entre los locos felices, pues, ¿qué mayor locura, entre otras muchas, puede padecer, que la de dedicarse a criticar cosa tan respetable en una sociedad, como son las costumbres? Y ¿quién sino un loco rematado comete la locura de buscar y clasificar a los locos, aunque éstos no sean más que locos felices?
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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