-artilleros ¡fuego! –
El artillero naval llegó a ser un personaje clave en el accionar de los navíos de línea, en especial del Santísima Trinidad, el mayor de su tiempo y más artillado con 140 bocas de fuego. En los campos de batalla marítimos no bastaba con tener a bordo una bien dotada santabárbara, o el efecto intimidante de elevar una centena de portas. El elemento decisivo, sin lugar a dudas, era la preparación del artillero.
Aunque le dedicamos espacio propiamente a la figura del artillero, lo cierto es que se precisaba de varias personas, militares y marineros, en el accionar de cada pieza de artillería. El intenso trabajo físico no estaba exento de peligros, pues posterior a cada disparo, el cañón hacia retroceder la cureña de manera vertiginosa. En combates prolongados, las piezas se calentaban por su constante uso y los resultados sobre la base de madera eran nefastos. En ocasiones cobraba la vida de alguno de los serviolas víctima de una astilla de alguna sección quebrada de su estructura que ocasionaba un efecto similar al provocado por un proyectil enemigo al impactar sobre la obra viva.
A pesar de su considerable peso, el cañón no era un objetivo estático, sino todo lo contrario, debido a los fuertes impactos se rompían los aparejos que lo sujetaban y se convertía en una amenaza para todos los que se encontraban en la cubierta, incluso podía quebrar la tablazón de la batería y ocasionarle un agujero al casco. Antes de zarpar, entre las medidas que eran repasadas por los inspectores de la armada, se encontraba el verificar que todas las piezas de artillería estuvieran trincadas, que podía ser abatiportado (en caso de guerra); colocar la boca del cañón en durmiente de la porta o batiporte; o abretonado: situado por los muñones paralelo a las extensiones de los genoles y ligazones.
La complejidad de la labor, llevó con el tiempo a estipular, en los reglamentos de artillería, las funciones de cada uno de los siete artilleros que participaban en el avituallamiento y ejecución de la pieza, pues la sobrecarga de pólvora producía llamaradas en retroceso que ocasionaban quemaduras considerables; o la falta de coordinación, añadido a la inestabilidad marinera, traía como resultado que se errara en el disparo hacia el objetivo, y lo que implicaba la correspondiente perdida de tiempo en recargar, momento que significaba la posibilidad a las baterías enemigas de quebrar la arboladura y la rueda de mando, blancos muy apetecidos.
A la voz de mando: Artilleros ¡fuego!, comenzaba una verdadera obra escénica que exigía precisión matemática. Un artillero, con el cañón retirado, le limpiaba y humedecía el ánima con el propósito de eliminar cualquier resto de pólvora. Acto seguido, otro, con la cuchara colocaba el cartucho; un tercero, introducía el proyectil (en caso que se tratara de una bala roja, utilizada para provocar incendios, se aislaba la bala del cartucho mediante un tapón de guata o madera, ignorar o descuidar este aspecto podía ocasionar la explosión interna de la pieza.
Con el auxilio del atacador, un cuarto operador comprimía las municiones en el ánima. Los capitanes de los artilleros del cañón introducían por el oído de la pieza una varilla punzante para liberar el cartucho, a la vez que dos artilleros se preparaban a ajustarlo por la cuña de puntaría y colocarlo en la posición óptima entre las portas. El ritual era concluido por el capitán de cañón, quien prendía la mecha con el botafuego, o tiraba de la cuerda del sistema de chispa, con la proyección del proyectil. La rapidez era imprescindible, pues el proceso se reiteraba hasta que se alcanzaba la victoria o se izase la insignia enemiga en el sitial mas elevado del bajel, en el peor de los casos, cuando irremediablemente se encomendaba a las profundidades marinas, la sepultura más trágica y, a la vez, más honrosa que podía sufrir un navío.
Aunque no se puede considerar como un artillero, el mono contribuía con creces al trabajo de aquellos; se trataba de niños y adolescentes que debían poseer como características fundamentales la versatilidad y la agilidad, pues eran los encargados de transportar la pólvora en recipientes cilíndricos de madera recubierta de cuero, desde la santabárbara hasta las diferentes baterías.
Con el fin de reducir los riesgos al mínimo en la trayectoria de la pólvora, se situaba una lona humedecida a la entrada de los depósitos de municiones; de igual manera se prohibía la iluminación mediante velas o lámparas, sólo permitida la escasa que se proyectaba desde el exterior. Otra medida de precaución se aplicaba en el calzado de los encargados de la santabárbara, pues no debían calzar zapatos o botas, que generalmente poseían hebillas, los que se sustituían con finas zapatillas de fieltro.
Singular resultaban las duras medidas de seguridad y castigo impuestas a los artilleros. En medio del combate se colocaban oficiales de bajo rango armados que prohibían la entrada de personas ajenas a la batería así como la salida de alguno de los artilleros. Abandonar un cañón, o desproveerlo de municiones, se consideraba traición a la armada, y las penas eran en extremo severas.
Otro aspecto que debía dominar el artillero eran los diferentes tipos de proyectiles. El más común resulta el redondo destinados tanto a la obra viva como muerta, ampliamente difundido por la cinematografía y por fortuna apreciable en algunos museos, fundamentalmente los de hierro, en menor medida los de piedra de características poco perdurables.
Las balas encadenadas, dos esferas atadas entre si por una cadena, al ser proyectadas describían una trayectoria en círculos que tenia como objetivo quebrar todos los elementos de arboladura. Algo similar a estas eran los de barra fija, palanqueta o enramados; en estrella, conformado por un anillo ramificado en cuatro cuerpos.
Otros parecían salidos de la imaginación más terrorífica, pero tenían objetivos bien definidos como los de cuchillas que cortaban todo lo que se interpusiera en su trayectoria; de pico, en forma cónica que causaban a su impacto nubes de astillas, en ocasiones letales para la tripulación. Algunas de las balas se calentaban, llamadas rojas o calientes, destinadas como ya se apuntó a ocasionar incendios.
Como se ha podido apreciar, la vida de un artillero resultaba muy dura, pues además de cumplimentar sus funciones, de vital importancia en la decisión de una contienda naval como hemos visto, debía adecuarse a las condiciones generales de las largas travesías en el mar, las enfermedades, la deficiente alimentación y el poder de autoconciencia de saber que en cualquier instante su razón de ser puede cegarle la vida.
Pero, indudablemente, entre el artillero y el cañón se establecía una relación, que en ocasiones era para toda la vida, pues las piezas eran bautizadas y sus responsables se referían a ellas como a un semejante, y noche tras noche compartían el mismo espacio al descansar de una intensa jornada al servicio de la Real Armada, orgullosos de alimentar las 140 bocas de fuego del Santísima Trinidad.
Fernando Padilla
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.
Opus Habana