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 La Habana de los siglos XVI al XIX estuvo marcada por la aventura de conquistar el universo hostil y fecundo del mar, a la vez que era testigo de grandes momentos de la historia marítima del Caribe. Próxima a celebrar su 490 aniversario de fundada sirva este artículo para rendir merecido tributo a su rica historia.

 La Habana de los siglos XVI al XIX estuvo marcada por la aventura de conquistar el universo hostil y fecundo del mar, a la vez que era testigo de grandes momentos de la historia marítima del Caribe. De sus márgenes zarparon las naos conquistadoras hacia a España con las arcas llenas del tesoro americano. La Habana y su mar fueron escenario de batallas navales, intercambio cultural y comercial, así como puente migratorio hacia otros pueblos.

El surgimiento de la primitiva Habana hacia 1514, en Yabuena, a las márgenes del río Hondo en la costa sur de la Isla, respondía a los declarados objetivos estratégicos de ser un punto de partida en la expansión y colonización de los territorios de la Nueva España, Cartagena de Indias, Portobelo y el Perú. Un nuevo emplazamiento, de marcado carácter efímero, motivó el desplazamiento de la villa a la boca de La Chorrera, para dar paso a fines de 1519 a su definitivo asentamiento en torno al Puerto de Carenas.

 
 Desde 1561 la rada habanera acogió a los bajeles que integraban las Flotas de Nueva España y Tierra Firme antes de empreder su tornaviaje rumbo a la península ibérica.
Un documento hallado por el investigador cubano Cesar García de Pino en el Archivo de Protocolos de Sevilla, fechado en 8 de marzo de 1506, revela que el conocimiento de la existencia y explotación de las bondades de la bahía habanera anteceden al bojeo de Cuba, efectuado entre 1509 y 1510 por el hidalgo Sebastián de Ocampo, a quien se le atribuye su bautizo como Puerto de Carenas. Lo cierto es que, en 1503, Juan de Rinede, maestre de la nao Nuestra Señora de los Remedios, fondeó su bajel en esta rada, acción que hubieron de repetir otras embarcaciones antes de zarpar, en azarosos viajes, hacia Castilla.
Ante la oleada de patentes de corso otorgadas por Francisco I de Francia, la Corona española se vio obligada a implementar la Carrera de Indias, con el fin de proteger las riquezas extraídas con sangre del suelo americano. La Habana había ganado protagonismo gracias  a la posición estratégica de su puerto, donde convergían todas las naves de las flotas de Tierra Firme y Nueva España, justo antes de emprender el tornaviaje hacia la Península.
No obstante, a pesar de su importancia, el enclave habanero apenas era defendido militarmente, lo cual se puso de manifiesto en 1555 cuando el corsario francés Jacques de Sores diezmó a la población luego de incendiar la Fuerza Vieja, precaria fortaleza que ni siquiera pudo ofrecer resistencia. Fue entonces que, a poca distancia de aquélla, se ordenó construir el Castillo de la Real Fuerza, obra ejecutada por el ingeniero Bartolomé Sánchez y el maestre Francisco Calona, entre los años 1558 y 1577. Considerada la primera fortificación abaluartada en América y de perfecta planta renacentista, apenas cumplió su cometido defensivo, dado su poco estratégico emplazamiento al final del canal de entrada del puerto, sin embargo sus bóvedas resguardaron los caudales de las flotas mientras las naves permanecían surtas en la rada habanera, función establecida desde 1602 por Real Cédula de Felipe II.
Del intenso trasiego portuario y la interrelación de la marinería con la villa, pudiera afirmarse sin cortapisas, que es evidencia tangible del florecimiento de La Habana como ciudad, integrada al mecanismo que englobaba todo el comercio y la navegación de España con sus colonias, factores que propiciaron de manera vertiginosa el crecimiento poblacional y de la traza urbana, motivo por el cual el propio Felipe II le concede el título de ciudad, el 20 de diciembre de 1592.
Espacio de transición entre el mar y la urbe lo constituyó la Plaza de San Francisco, que tomó su nombre del convento e iglesia aledaño, fundado en 1575 y renovado hacia 1738 por fray Juan Romero, quien le otorgara su visualidad  de estilo barroco herreriano. La cercanía de la plaza al muelle homónimo, donde atracaban los navíos, propició que este espacio se erigiera como sitio comercial por excelencia, caracterizado por el ir y venir de las mercaderías ultramarinas y el desembarco de tropas y marinería.
Contrario a lo que se puede pensar, una tradición religiosa aglutinó año tras año a un  número importante de  hombres de mar que se daban cita en las inmediaciones a la Orden Tercera del mencionado convento. El Vía Crucis –procesión católica que reproduce el martirio de Jesús- se celebraba en La Habana cada viernes de cuaresma, repasando las 14 estaciones ubicadas en la calle Amargura que concluían en el Humilladero, posteriormente iglesia del Santo Cristo del Buen Viaje, espacio de espiritualidad para los marineros que acudían en busca del santo resguardo antes de emprender la travesía oceánica. En cambio, otros preferían encomendar sus rezos a la virgen del Pilar, patrona de los hombres de mar, cuya imagen coronaba la columna de Cagigal, en el Templete, sitio donde se oficiaron las primeras misas del cabildo habanero.
Es conocido que muchos hombres llegaron por mar con el fin de estudiar las características de la geografía y naturaleza cubana, el más destacado de ellos fue Alejandro de Humboldt; sin embargo estas pesquisas no fueron siempre afortunadas o bien intencionadas. Como antesala de la invasión inglesa en 1762, las labores de espionaje se hicieron cada vez mas intensas. La ocupación británica se basó en un informe de espionaje redactado en 1756 por el almirante Charles Knowles tras su visita a La Habana al término de su mandato en Jamaica. Una carta y mapa dirigidos al Conde de Egremont, secretario de estado de su majestad británica, demuestra que un nuevo espía visitó la urbe habanera en septiembre de 1760. Dos años después, el 6 de junio, aparecía la escuadra inglesa frente al litoral habanero y tras encarnizada lucha a fogonazos de cañón y fusil, el 13 de agosto capitulaba la plaza. Once meses ondeó el pabellón británico en La Habana, hasta que el 6 de julio de 1763 es devuelta a España en cumplimiento del Tratado de Versalles.
  
 Con la fundación del primer arsenal hacia 1724 la actividad de navíos en el puerto habanero se incrementó con creces, pues no solo se encontraban a su amparo los recien botados por el astillero sino también los que venían en busca de carena.
Durante estas acciones La Habana se vio asediada por 22mil hombres que conformaban las tropas inglesas a bordo de 200 embarcaciones, de ellas 45 eran navíos y fragatas de guerra y cerca de 160 destinadas al transporte de la guarnición y pertrechos. Gran Bretaña veía en la toma de la ciudad beneficios estratégicos y económicos, por tanto la empresa requería de hombres con experiencia, nombrados por el duque Cumberland –hermano del rey Jorge III- entre ellos los Keppel: George (Conde de Abermale) que fungía como comandante del ejército; Augusto, comodoro y William, mayor general. Además de los bien afamados sir George Pocock, almirante en jefe de la escuadra y el también almirante sir Charles Knowles, el mismo que en 1756 había recabado información valiosa nada mas y nada menos que del Capitán General de Cuba, don Francisco Cagigal de la Vega.
Olvidada en el tiempo yace la historia de la construcción naval en la Habana, muy a pesar que en sus márgenes se instalaron numerosas gradas navales. Los primeros nombres que recibieron las riberas de la bahía habanera se correspondían con los de los armadores que tenían sus casas o careneros en estos sitios, tales fueron los casos de Juan Guillen, Francisco e Ignacio de Losa, Pedro Hourritinier y José de la Cruz. El más significativo se debe a Francisco Díaz Pimienta quien cede su apellido al Boquete de la Pescadería o Boquete de los Pimienta, ensenada natural a los pies de la calle Empedrado. En el, Díaz Pimienta estableció su carenero con un proceder bien singular, pues construía las naves en tierra firme y aguardaba la temporada de lluvias que inundaban la Plaza de la Cienaga –hoy Plaza de la Catedral- y cuyas aguas formaban un poderoso torrente que evacuaba hacia en boquete, fuerza utilizada para botar las embarcaciones a la rada una vez que estaban en rosca.
Pero sin lugar a dudas el esplendor de los navíos habaneros sería alcanzado con el Real Arsenal, fundado en esta ciudad hacia 1747 en el interior del puerto. En medio de la reorganización de la Armada, el astillero habanero llegó a superar a sus homólogos en suelo español: El Ferrol, La Carraca, Guarnizo y Cartagena, tanto en cantidad como en calidad de sus bajeles, debido en gran medida a la excepcionalidad de las maderas cubanas. En su sierra hidráulica, movida por la fuerza de agua de un ramal de la Zanja Real, fueron aserrados los maderos que conformaron la estructura del navío más grande de su tiempo, Santísima Trinidad (1769), único en la historia en poseer cuatro puentes. En la Machina se arbolaron una centena de naves, entre ellas el propio Trinidad, partícipe en la gran batalla de Trafalgar (1805) junto al Rayo (1749), Bahama (1780) y Príncipe de Asturias (1794).
No siempre los navíos pudieron decir adiós a La Habana y así ocurrió el 18 de septiembre de 1895, cuando los vecinos habaneros cercanos a la rada, justo a la media noche sintieron un estruendo inusitado que venia del mar, el crucero español Sánchez Barcaíztegui había sido embestido por el vapor Mortera, a escasos metros del pie rocoso de El Morro. A la luz de los años algunos atribuyen lo sucedido al sigilo emprendido por el Barcaíztegui que avanzaba en penumbras con el objetivo de sorprender una expedición mambisa mandada por Collazo. Tan solo tres años después, el 15 de febrero, cuando los relojes marcaban la 9:40 de la noche un nuevo estruendo perturbó las apacibles aguas del puerto habanero, las 6 682 toneladas del US Maine se estremecieron en violenta explosión, al tiempo que perecían 266 miembros de su tripulación, acontecimiento trascendental que sirvió de pretexto para desencadenar la intervención de Estados Unidos en la contienda que sostuvieron los independentistas cubanos contra el yugo español.
Culminaban así los primeros cuatro siglos de La Habana, marcados por la aventura de conquistar el universo hostil y fecundo del mar, a la vez que era testigo de grandes momentos de la historia marítima del Caribe. A sus playas arribaron aborígenes, conquistadores, emigrantes…al tiempo que era asediada por corsarios, piratas y filibusteros. De sus márgenes zarparon las naos conquistadoras hacia a España con las arcas llenas del tesoro americano. La Habana y su mar fueron escenario de batallas navales, intercambio cultural y comercial, así como puente migratorio hacia otros pueblos. Su esencia se respira en cada piedra y su evocación la ofrece en estos versos Fayad Jamis: «Que sería de mí si no existieras, / mi ciudad de La Habana. / Si no existieras mi ciudad de sueño/ en claridad y espuma edificada, / que sería de mí sin tus portales,/ tus columnas, tus besos, tus ventanas».

Fernando Padilla
Opus Habana
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