Sagaz crónica sobre el marido que «está cansado, aburrido, desesperado de su mujer, y no sabe cómo dejarla». Inspirada, evidentemente, en situaciones que aquí tenían lugar...

«Su mujer le ha resultado el símbolo de la fidelidad matrimonial. Él no se explica el caso, tanto más cuanto que ésta tampoco se muestra cariñosa con él, revelando que está por él profundamente enamorada».


CUADRO PRIMERO
Hace unos meses dediqué varias Habladurías a pintar la vida y milagros de los maridos engañados por sus esposas, presentando diversos tipos de ellos. Son tantos, que, desde luego, no pude agotar el tema. Muchos tipos se me quedaron en el tintero, aunque no escriba yo con tinta. Y entre esos tipos es uno de los más interesantes, y de él voy a ocuparme hoy, el del marido que está cansado, aburrido, desesperado de su mujer, y no sabe cómo dejarla. Ha ensayado todos los medios imaginables para salir de ella, pero ninguno le da resultado. Ya sólo fía su salvación en que su mujer lo engañe. Al efecto consagra toda su inteligencia, su habilidad, a lograrlo. Su vida de aquí en adelante estará dedicada por completo a esa sola finalidad: ser engañado por su mujer.
 Al efecto, procura tratarla mal, mortificarla a diario, tenerla poco menos que abandonada, no cumplir sus deberes amoroso-matrimoniales, y por otro lado, hacer que su esposa vaya a fiestas, al teatro, a bailes, excursiones, que trate a bastantes hombres. Lleva a su casa a amigos y conocidos, de los más «fieras», de esos que son capaces de fajarle hasta a un maniquí anunciador, a cualquier cosa con tal que tenga visos siquiera de algo que parezca mujer. Tipos así visitan ahora frecuentemente la casa de este marido. Él procura, con cualquier pretexto, salir para que el visitante se quede solo con su mujer.
Pero todo ha sido ineficaz. Y no porque su mujer sea bocado despreciable, ni porque amigos y conocidos dejen de fajarla, sino porque ésta no les da entrada. Acepta sus bromas, sus galanteos, sus flirts, pero sin dejar que se propasen y sin permitirles llevar a vías de hecho sus vehementes y apasionadas declaraciones. Constantemente le va con el cuento a su marido:

–Oye, Fulano. Le he dicho a tu amigo Mengano que no venga más a casa. Ayer quiso propasarse conmigo, y, ante sus atrevimientos, tuve que darle un bofetón y ponerlo de patitas en la calle.

–Pero, ¡mujer!, qué poco mundo tienes. No sería como tú dices. Seguramente exageras. La sociedad obliga a aceptar ciertos galanteos. No hay que ser tan rigurosa. Yo traeré a Mengano para que hagan las paces. Él es buen amigo mío.

Y el amigo vuelve, pero sin que el marido logre triunfar en sus propósitos.
Su situación es desesperada. Su mujer le ha resultado el símbolo de la fidelidad matrimonial. Él no se explica el caso, tanto más cuanto que ésta tampoco se muestra cariñosa con él, revelando que está por él profundamente enamorada. Y no porque sea una mujer fría. ¡Qué va! Bien le demostró lo contrario en los primeros meses de casados. Pero desde que él se hizo el propósito de separarse de ella y empezó a tenerla abandonada, ella no ha protestado de eso, ni le ha exigido que cumpla sus deberes de esposo, ni ha demostrado no ya sentirse desgraciada, pero ni siquiera inconforme al contrario, aparenta estar risueña y satisfecha, como si nada le faltara ni preocupara, ¡encantada de la vida!
Y a pesar de todo ello, fiel; de una fidelidad a prueba de bomba, absurda, incomprensible.
Realmente el caso para el esposo era desesperado. No había manera de que sorprendiese el menor detalle que le pusiera en la pista de una entente entre su mujer y otro hombre. Nada. Ni una conversación telefónica, ni una mirada. Trató de presentarse en su casa a horas desacostumbradas. Siempre encontraba todo en estado normal.
Recurrió entonces a otro sistema. Ya que él no encontraba manera de sorprenderla engañándolo, se dedicó a ser él el sorprendido. Le escribió anónimos a su mujer, contándole que tenía una amiga. Su mujer le entregó los anónimos. Hizo que la llamaran por teléfono y le llevaran chismes sobre si había estado de parranda o de rumba con mujeres, o que se entendía con Fulana o Mengana. Su mujer se limitaba a contarle lo que le habían dicho; lo más agregaba:

–¡Mira que la gente es amiga de meterse en lo que no le importa!

Buscó peleas. Su mujer no las seguía. O trataba de calmarlo o no le contestaba.
Estuvo tres días sin aparecer por su casa y se fue a la de sus padres. Éstos le pidieron explicaciones de su actitud:

–¿Pero qué te ha hecho tu mujer? ¿Te ha faltado, te trata mal, es gastadora? ¿Qué queja tienes contra ella?

–No. Ninguna. Pero es que no quiero seguir viviendo con ella. Deseo separarme. Estoy cansado de la vida matrimonial.

–Pero –terminaban los padres por decirle– eso no es posible. ¿Cómo vas a dejarla sin motivo? La gente te va a creer chiflado, loco. Vuelve a tu casa.

Y el pobre Fulano, volvió a su casa. No había solución.
Así pasaron semanas, meses. Él, buscando ser engañado. Ella, el símbolo de la Fidelidad.
Pero un día se enfermó. Llegó de la calle con fiebre. Se acostó. Llamaron al médico. Su mujer, constituida al pie de la cama, fue durante largos días enfermera solícita, abnegada. Hubo junta de médicos. Diversidad de opiniones. Resultado, que el pobre Fulano murió, y murió sin tener la dicha de que su mujer lo engañara.
Entierro fastuoso. Coronas. Gran acompañamiento. Visitas de pésame. Todo lo acostumbrado en esta trascendental comedia de la vida.

CUADRO SEGUNDO
Días después de la muerte de Fulano, cuando ya todas las amistades «habían cumplido», haciéndole a la viuda la inevitable visita de pésame, al caer de la tarde se encontraba ésta en su cuarto, después del baño, acabando de vestirse. La criada, una linda y joven doncella, iba de aquí para allá, llevándole a la señora las prendas de vestir y ayudándola a ponérselas: las medias, la camisa, los pantalones, el ajustador... de repente, la señora, se volvió a su doncella y con tono, entre compungido y nervioso, exclamó:

–¡El pobre! ¡No era tan malo! ¡Nunca nos molestó!
Emilio Roig de Leuchsenring
Historiador de la Ciudad desde 1935 hasta su deceso en 1964

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