Al relatar un suceso ocurrido, el articulista comenta cómo del «dinero –, negociado o empleomaniado– no depende ser feliz en la vida, sino que es la tranquilidad de espíritu, la propia estimación que nos tenemos lo que nos hace felices o desgraciados...»
De nada sirve contar con grandes entradas por negocios, herencias o destinos, si nos sabemos y sentimos unos malvados y la conciencia nos lo recuerda constantemente...
No se asusten los lectores, pues aunque estas quisicosas tendrán matiz filosófico, será, como de una filosofía... barata, sin pretensiones de tupir a persona alguna con profundidades de esas que tanto gustan manipular en nuestra tierra algunos pseudointelectuales que los filósofos presumen, aunque de filósofos no tengan más que su fresca adaptabilidad para ir viviendo a costa del prójimo, sin más norma de vida que el transigir con todo siempre que conduzca al fin que se proponen alcanzar.
No. Ni siquiera de estos divertidos sujetos vamos a tratar hoy.
Queremos tan solo recoger y acotar ligeramente un suceso acaecido recientemente en París y que la prensa francesa ha recogido porque tal acaecimiento viene a comprobar verdades muy sabidas, perogrulladas, pero las cuales a veces se olvidan con grave detrimento de la felicidad de los mortales; verdades, que recordadas en los momentos de angustias, desgracias, dificultades y contratiempos hacen el papel de bálsamo que disipa o aminora las penas y produce saludable resignación y conformidad, tan necesarias para ir llevando la pesada carga de la existencia humanos echó el Creador por obra y fatalidad del imprudente pecado que en el Paraíso cometieron nuestros imponderables progenitores Adán y Eva.
Esas consoladoras verdades han sido recogidas por los refraneros de todos los países y todas las épocas, en máximas que el filósofo de Sancho tanto gustaba repetir.
He aquí dos de ellas, apropiadas al caso de antes:
«Todo es según el color del cristal con que se mira».
«Cada uno cuenta según le fue en la fiesta».
Veamos ahora el acontecimiento comprobatorio de estas reglas.
¿Se considerarían ustedes felices si en estos tiempos de mundial fuacatería, heredaran, de la mañana a la noche, unos cuantos millones...
¿Sí? Pues en París hace poco la señora Berthelot Jaubert heredó 560 millones? y se considera desgraciadísima, no hace más que llorar y su yerno piensa en el suicidio.
He aquí en qué términos, cuenta la desgraciada anciana millonaria sus desdichas:
«Yo vivía en paz con mi hija y mi yerno en un pequeño piso de un antiguo barrio parisiense, y mi existencia se deslizaba tranquila. Gozábamos de un modesto pasar; teníamos salud, y durante toda la semana trabajábamos y el domingo hacíamos pequeñas excursiones al campo.
Un día a primeros de abril del año pasado, recibimos un pequeño cablegrama de los Estados Unidos en que se nos decía que una prima nuestra, que emigrara con su marido hacía muchos años, y de la que no nos acordábamos, había muerto viuda y sin hijos, y nos legaba toda su fortuna, equivalente a 260 millones de francos. Estos millones desorganizaron nuestra vida.
Los periódicos publicaron la noticia de la herencia, y una nube de visitantes invadió nuestro domicilio. Había día en que recibíamos a doscientas personas. Todas ellas iban a ofrecernos negocios y a pedirnos dinero. Además, las cartas llegaban por centenares, y más tarde, por millares. La portera nos la subía a diario en seis enormes sacos.
Como los visitantes no paraban de llegar, el casero, alegando que destrozaban la escalera y turbaban el reposo de los demás vecinos, nos desahució y nos vimos con los trastos en la calle antes de cobrar la herencia.
Por fin el dinero llegó a nuestro poder y huimos al otro extremo de París, donde alquilamos una casa con un jardincito en una calle escondida. Dimos el nombre de nuestro yerno, y así logramos despistar a la gente».
Pero he aquí que cuando más tranquilos vivían, les ocurre otra cosa que la anciana califica de «tremenda catástrofe»: la muerte de una prima de 78 años, emigrada a Australia, viuda y sin hijos, que pereció víctima de un accidente automovilístico entre Melbourne y Sydney, en las montañas azules... pero, la «tremenda desgracia» para la señora Berthelot Jaubert, no es la pérdida de esta ausente parienta, sino... ¡la herencia que le dejó! ¡Otra herencia! ¡Y de 300 millones de francos! En total: 560 millones.
La «pobre multimillonaria» está tirada a morir. Así lo declaró a un repórter:
«Nuestra consternación es infinita. ¿Qué va a pasar a hora? Yo no sé cómo, pero toda la vecindad lo sabe, y gentes desconocidas invaden nuestra casa felicitándome y pidiéndome dinero. Hoy nos ha subido la portera un gran cesto lleno de cartas. La pesadilla va a comenzar de nuevo. ¡Trescientos millones ahora y doscientos sesenta el año pasado! Mi hija no hace más que llorar. Mi yerno, hombre tímido y metódico, piensa en el suicidio. En cuanto a mí estoy decidida a refugiarme en una aldea con nombre supuesto. ¡Con lo dichoso que éramos cuando no teníamos dinero! Porque, además, a causa de todos estos trastornos, dormimos mal y hacemos malas digestiones. Decididamente, el dinero es una calamidad, y pienso seriamente en deshacerme de las dos fortunas».
¿Han leído ustedes lo que dice la señora Berthelot Jaubert?
«Lo dichoso que éramos cuando no teníamos dinero»
«El dinero es una calamidad»
Y para demostrar que no se queja por gusto la desgracia multimillonaria, está dispuesta a deshacerse de sus dos fortunas.
Si alguno de los lectores desea entrarle a tanta plata, ya sabe:
«Señora Berthelot Jaubert, París»; pero tenga presente que «el dinero es una calamidad» y que del dinero –, negociado o empleomaniado– no depende ser feliz en la vida, sino que es la tranquilidad de espíritu, la propia estimación que nos tenemos lo que nos hace felices o desgraciados, pues de nada sirve contar con grandes entradas por negocios, herencias o destinos, si nos sabemos y sentimos unos malvados y la conciencia nos lo recuerda constantemente; y, en cambio, cuando teniendo sólo lo suficiente para vivir con modestia, sabemos y nos sentimos con autoridad moral y con derecho a llevar la frente alta y la mirada altiva, ¡con qué felicidad se vive!
Perdonadnos, lectores, estas filosofías... baratas, pero que están muy de acuerdo con la tesis de la señora Berthelot Jaubert, y con la que mantenemos personalmente nosotros. –. Noquelosabe– para serviros...
No. Ni siquiera de estos divertidos sujetos vamos a tratar hoy.
Queremos tan solo recoger y acotar ligeramente un suceso acaecido recientemente en París y que la prensa francesa ha recogido porque tal acaecimiento viene a comprobar verdades muy sabidas, perogrulladas, pero las cuales a veces se olvidan con grave detrimento de la felicidad de los mortales; verdades, que recordadas en los momentos de angustias, desgracias, dificultades y contratiempos hacen el papel de bálsamo que disipa o aminora las penas y produce saludable resignación y conformidad, tan necesarias para ir llevando la pesada carga de la existencia humanos echó el Creador por obra y fatalidad del imprudente pecado que en el Paraíso cometieron nuestros imponderables progenitores Adán y Eva.
Esas consoladoras verdades han sido recogidas por los refraneros de todos los países y todas las épocas, en máximas que el filósofo de Sancho tanto gustaba repetir.
He aquí dos de ellas, apropiadas al caso de antes:
«Todo es según el color del cristal con que se mira».
«Cada uno cuenta según le fue en la fiesta».
Veamos ahora el acontecimiento comprobatorio de estas reglas.
¿Se considerarían ustedes felices si en estos tiempos de mundial fuacatería, heredaran, de la mañana a la noche, unos cuantos millones...
¿Sí? Pues en París hace poco la señora Berthelot Jaubert heredó 560 millones? y se considera desgraciadísima, no hace más que llorar y su yerno piensa en el suicidio.
He aquí en qué términos, cuenta la desgraciada anciana millonaria sus desdichas:
«Yo vivía en paz con mi hija y mi yerno en un pequeño piso de un antiguo barrio parisiense, y mi existencia se deslizaba tranquila. Gozábamos de un modesto pasar; teníamos salud, y durante toda la semana trabajábamos y el domingo hacíamos pequeñas excursiones al campo.
Un día a primeros de abril del año pasado, recibimos un pequeño cablegrama de los Estados Unidos en que se nos decía que una prima nuestra, que emigrara con su marido hacía muchos años, y de la que no nos acordábamos, había muerto viuda y sin hijos, y nos legaba toda su fortuna, equivalente a 260 millones de francos. Estos millones desorganizaron nuestra vida.
Los periódicos publicaron la noticia de la herencia, y una nube de visitantes invadió nuestro domicilio. Había día en que recibíamos a doscientas personas. Todas ellas iban a ofrecernos negocios y a pedirnos dinero. Además, las cartas llegaban por centenares, y más tarde, por millares. La portera nos la subía a diario en seis enormes sacos.
Como los visitantes no paraban de llegar, el casero, alegando que destrozaban la escalera y turbaban el reposo de los demás vecinos, nos desahució y nos vimos con los trastos en la calle antes de cobrar la herencia.
Por fin el dinero llegó a nuestro poder y huimos al otro extremo de París, donde alquilamos una casa con un jardincito en una calle escondida. Dimos el nombre de nuestro yerno, y así logramos despistar a la gente».
Pero he aquí que cuando más tranquilos vivían, les ocurre otra cosa que la anciana califica de «tremenda catástrofe»: la muerte de una prima de 78 años, emigrada a Australia, viuda y sin hijos, que pereció víctima de un accidente automovilístico entre Melbourne y Sydney, en las montañas azules... pero, la «tremenda desgracia» para la señora Berthelot Jaubert, no es la pérdida de esta ausente parienta, sino... ¡la herencia que le dejó! ¡Otra herencia! ¡Y de 300 millones de francos! En total: 560 millones.
La «pobre multimillonaria» está tirada a morir. Así lo declaró a un repórter:
«Nuestra consternación es infinita. ¿Qué va a pasar a hora? Yo no sé cómo, pero toda la vecindad lo sabe, y gentes desconocidas invaden nuestra casa felicitándome y pidiéndome dinero. Hoy nos ha subido la portera un gran cesto lleno de cartas. La pesadilla va a comenzar de nuevo. ¡Trescientos millones ahora y doscientos sesenta el año pasado! Mi hija no hace más que llorar. Mi yerno, hombre tímido y metódico, piensa en el suicidio. En cuanto a mí estoy decidida a refugiarme en una aldea con nombre supuesto. ¡Con lo dichoso que éramos cuando no teníamos dinero! Porque, además, a causa de todos estos trastornos, dormimos mal y hacemos malas digestiones. Decididamente, el dinero es una calamidad, y pienso seriamente en deshacerme de las dos fortunas».
¿Han leído ustedes lo que dice la señora Berthelot Jaubert?
«Lo dichoso que éramos cuando no teníamos dinero»
«El dinero es una calamidad»
Y para demostrar que no se queja por gusto la desgracia multimillonaria, está dispuesta a deshacerse de sus dos fortunas.
Si alguno de los lectores desea entrarle a tanta plata, ya sabe:
«Señora Berthelot Jaubert, París»; pero tenga presente que «el dinero es una calamidad» y que del dinero –, negociado o empleomaniado– no depende ser feliz en la vida, sino que es la tranquilidad de espíritu, la propia estimación que nos tenemos lo que nos hace felices o desgraciados, pues de nada sirve contar con grandes entradas por negocios, herencias o destinos, si nos sabemos y sentimos unos malvados y la conciencia nos lo recuerda constantemente; y, en cambio, cuando teniendo sólo lo suficiente para vivir con modestia, sabemos y nos sentimos con autoridad moral y con derecho a llevar la frente alta y la mirada altiva, ¡con qué felicidad se vive!
Perdonadnos, lectores, estas filosofías... baratas, pero que están muy de acuerdo con la tesis de la señora Berthelot Jaubert, y con la que mantenemos personalmente nosotros. –. Noquelosabe– para serviros...