Sobre los retratos y monumentos que «se han prodigado y choteado de tal manera, que las gentes no se preocupan de averiguar a quién representan, sino que consideran aquéllas y éstos, simplemente como estatuas y retratos, ni más ni menos».
Pero las estatuas y los retratos tienen en nuestros días, además de ese valor representativo, personalidad propia, aunque estatuas o retratos sean de hombres o animales.
Me perdonarán los lectores que no inicie esta galería con una figura, un figurón o una figurilla de «carne y hueso», ni siquiera con cualquier tipo popular o antipopular, ni tampoco con alguno de los personajes creados por la leyenda o la novela.
Pero mis razones tengo para haber elegido las estatuas y los retratos. No podrá negarse que unas y otras encajan perfectamente dentro de esta galería. La tercera acepción de la palabra figura, es, según el diccionario de la todavía Real Academia española: «Estatua o pintura que representa el cuerpo de un hombre o animal». Luego, las estatuas y los retratos son figuras. Y si representan a un «hombre fantástico y entonado que aparenta más de lo que es», como, por ejemplo, un dictador u hombre providencial, un consagrado, etc., serán figurones; o si, en cambio, representan una «persona pequeña y ridícula», como tantos que por esos mundos usan enormes tacones para aparentar que son de elevada estatura, o se adornan con títulos, profesionales o de nobleza, para elevarse un poco sobre su mediocridad intelectual, serán, entonces, figurillas.
Pero las estatuas y los retratos tienen en nuestros días, además de ese valor representativo, personalidad propia, aunque estatuas o retratos sean de hombres o animales. Me explicaré, enseguida, para que no piensen los lectores que quiero tupirlos con profundidades filosóficas que yo mismo no entiendo, según suelen hacer algunos filósofos criollos de nuestros días. Lo que quería decir es muy sencillo: que ya las estatuas y retratos se han prodigado y choteado de tal manera, que las gentes no se preocupan de averiguar a quién representan, sino que consideran aquéllas y éstos, simplemente como estatuas y retratos, ni más ni menos.
Y ésta es otra de las razones que he tenido para iniciar la presente sección con las estatuas y retratos. En otras épocas sólo grandes personajes merecían el honor de ser inmortalizados en el lienzo, el mármol o el bronce.
Inmortalizados no quiere decir glorificados, que algunos de ellos, cuyos cuerpos o rostros conocemos hoy gracias a pintores y escultores, son personajes execrables, a los que ya la historia ha juzgado y condenado, definitivamente; personajes execrables, pero personajes, verdaderos caracteres, grandes hombres, aunque para el mal nacieran y al mal consagraran su vida, no figurones y figurillas de aplastante mediocridad como éstas que padecemos en nuestros días.
Y estas son, precisamente, las que han monopolizado hoy, por completo, el consumo de estatuas y retratos, a tal extremo que casi puede considerarse señal inequívoca de la mediocridad de un personaje, criollo sobre todo, el hecho de que su figurilla o su figura, gocen, en vida, la inmortalidad de una estatua en sitio público o un retrato en sociedades, academias, oficinas del Estado, etc.
Así resulta, que las estatuas y retratos han perdido su significación como honor y homenaje, y son, según indiqué antes, simplemente, estatuas, retratos; casi menos que cualquier condecoración, título de nobleza o profesional, o premio de concurso.
Es ello consecuencia del estado de servilismo permanente en que viven hoy los hombres en muchos países de Europa y América; servilismo, que expresó en esta frase certera el político español Sánchez Guerra: «Antes, ser hombre era una condición. Ahora, es una jerarquía».
Del servilismo y la adulonería han hecho los hombres en nuestra época una manera de vivir, prosternados ante el Hombre que juzgan superior, porque tiene en sus manos el poder, la fuerza, y, sobre todo, la caja de los reales.
Ya el valor o el valer no pesan en la vida. Y el medio más cómodo y más rápido de hacer carrera, es adular.
Para adular se ha echado mano de todo. Se ha entrado a saco en el diccionario, desenterrando y poniendo en uso palabras encomiásticas, anticuadas; se utilizan, asimismo: presentes, ofrecidos por los ciudadanos de hoy con más sometimiento aún, que el de los vasallos de ayer; concesiones de títulos honoríficos de exaltación o gratitud; solemnes ceremonias de pleitesía…
Pero las formas más prodigadas de adulonería son las estatuas y los retratos.
Los amigos, correligionarios, admiradores, simpatizadores o subalternos de algún figurón o figurilla, cuando quieren expresarle a su ídolo sus simpatías o su devoción o su agradecimiento por los favores recibidos o los que esperan recibir, le ofrecen, como homenaje, una estatua en cualquier parque o paseo público o patio, galería o salón de oficina o sociedad; o, más modestamente, un retrato.
De los retratos se ha usado y abusado exageradamente. No hay oficina pública o privada donde no se contemplen uno o varios retratos del Jefe del Estado o Secretario del Despacho, correspondiente, en aquellas, o del presidente o director de la compañía o sociedad, en estas; homenaje de incondicional adhesión que le tributan a su jefe y amo, empleados y subalternos, sin perjuicio de sustituir el retrato cuando otro nuevo Presidente ocupa el poder u ocurren cambios de Secretarios, Subsecretarios, directores, etc. El homenaje no es a Fulano, por sí, sino por el cargo que ocupa y mientras lo ocupa.
Las estatuas, como más costosas y menos prodigadas hasta ahora, son homenajes más gratos, más honrosos y que se reservan para ídolos de calidad: Hombres Providenciales, Ministros o Secretarios con categoría de presidenciables o aspiraciones a serlo, jefes del ejército, presidentes de grandes compañías, etc. Pero ya se empieza a abusar, también, de las estatuas, o mejor dicho, de los bustos.
En España, acaban de pronunciarse contra esta prodigalidad de monumentos dos valiosísimos escritores: Benjamín Jarnés y Roberto Castrovido, en sendos artículos publicados en La Voz, de Madrid.
El primero, recogiendo recientes burlas realizadas con varios monumentos españoles, dice: «Los monumentos van perdiendo prestigio… La razón es que se ha colmado la medida. El hombre actual se encuentra al nacer con una tan numerosa fila de estatuas y de ideas ante las cuales debe quitarse el sombrero, que acaba por no quitárselo ante ninguna y aún por colocar su chistera o su boina en la cabeza de Júpiter o del Padre Ceferino».
El segundo, se manifiesta en contra de las estatuas a personajes vivos, sobre todo, políticos o gobernantes, pronunciándose en favor de aquellos monumentos en que se honre exclusivamente a un país o a alguna de las grandes figuras, indiscutibles, del pasado. Y cita, como ejemplo, entre éstas, tratándose de pueblos de América, a Bolívar y a Martí.
Aprovecho esta oportunidad en que humorísticamente escribo sobre las estatuas, para terminar, muy en serio, suscribiendo, en todas sus partes, las manifestaciones de Roberto Castrovido en su referido artículo Estatuas y Monumentos.
Como él piensa, así también pensamos en esta otra orilla, muchos cubanos, que, efectivamente, veríamos en un monumento a Martí el más grato de los homenajes y la más expresiva de las demostraciones de simpatía, que a nuestra patria pudiera ofrecer un pueblo amigo, mucho más si ese pueblo es el español, porque entonces, nada mejor, según afirma Castrovido que ese monumento, «para probar que el amor venció a los odios de antaño».
Pero mis razones tengo para haber elegido las estatuas y los retratos. No podrá negarse que unas y otras encajan perfectamente dentro de esta galería. La tercera acepción de la palabra figura, es, según el diccionario de la todavía Real Academia española: «Estatua o pintura que representa el cuerpo de un hombre o animal». Luego, las estatuas y los retratos son figuras. Y si representan a un «hombre fantástico y entonado que aparenta más de lo que es», como, por ejemplo, un dictador u hombre providencial, un consagrado, etc., serán figurones; o si, en cambio, representan una «persona pequeña y ridícula», como tantos que por esos mundos usan enormes tacones para aparentar que son de elevada estatura, o se adornan con títulos, profesionales o de nobleza, para elevarse un poco sobre su mediocridad intelectual, serán, entonces, figurillas.
Pero las estatuas y los retratos tienen en nuestros días, además de ese valor representativo, personalidad propia, aunque estatuas o retratos sean de hombres o animales. Me explicaré, enseguida, para que no piensen los lectores que quiero tupirlos con profundidades filosóficas que yo mismo no entiendo, según suelen hacer algunos filósofos criollos de nuestros días. Lo que quería decir es muy sencillo: que ya las estatuas y retratos se han prodigado y choteado de tal manera, que las gentes no se preocupan de averiguar a quién representan, sino que consideran aquéllas y éstos, simplemente como estatuas y retratos, ni más ni menos.
Y ésta es otra de las razones que he tenido para iniciar la presente sección con las estatuas y retratos. En otras épocas sólo grandes personajes merecían el honor de ser inmortalizados en el lienzo, el mármol o el bronce.
Inmortalizados no quiere decir glorificados, que algunos de ellos, cuyos cuerpos o rostros conocemos hoy gracias a pintores y escultores, son personajes execrables, a los que ya la historia ha juzgado y condenado, definitivamente; personajes execrables, pero personajes, verdaderos caracteres, grandes hombres, aunque para el mal nacieran y al mal consagraran su vida, no figurones y figurillas de aplastante mediocridad como éstas que padecemos en nuestros días.
Y estas son, precisamente, las que han monopolizado hoy, por completo, el consumo de estatuas y retratos, a tal extremo que casi puede considerarse señal inequívoca de la mediocridad de un personaje, criollo sobre todo, el hecho de que su figurilla o su figura, gocen, en vida, la inmortalidad de una estatua en sitio público o un retrato en sociedades, academias, oficinas del Estado, etc.
Así resulta, que las estatuas y retratos han perdido su significación como honor y homenaje, y son, según indiqué antes, simplemente, estatuas, retratos; casi menos que cualquier condecoración, título de nobleza o profesional, o premio de concurso.
Es ello consecuencia del estado de servilismo permanente en que viven hoy los hombres en muchos países de Europa y América; servilismo, que expresó en esta frase certera el político español Sánchez Guerra: «Antes, ser hombre era una condición. Ahora, es una jerarquía».
Del servilismo y la adulonería han hecho los hombres en nuestra época una manera de vivir, prosternados ante el Hombre que juzgan superior, porque tiene en sus manos el poder, la fuerza, y, sobre todo, la caja de los reales.
Ya el valor o el valer no pesan en la vida. Y el medio más cómodo y más rápido de hacer carrera, es adular.
Para adular se ha echado mano de todo. Se ha entrado a saco en el diccionario, desenterrando y poniendo en uso palabras encomiásticas, anticuadas; se utilizan, asimismo: presentes, ofrecidos por los ciudadanos de hoy con más sometimiento aún, que el de los vasallos de ayer; concesiones de títulos honoríficos de exaltación o gratitud; solemnes ceremonias de pleitesía…
Pero las formas más prodigadas de adulonería son las estatuas y los retratos.
Los amigos, correligionarios, admiradores, simpatizadores o subalternos de algún figurón o figurilla, cuando quieren expresarle a su ídolo sus simpatías o su devoción o su agradecimiento por los favores recibidos o los que esperan recibir, le ofrecen, como homenaje, una estatua en cualquier parque o paseo público o patio, galería o salón de oficina o sociedad; o, más modestamente, un retrato.
De los retratos se ha usado y abusado exageradamente. No hay oficina pública o privada donde no se contemplen uno o varios retratos del Jefe del Estado o Secretario del Despacho, correspondiente, en aquellas, o del presidente o director de la compañía o sociedad, en estas; homenaje de incondicional adhesión que le tributan a su jefe y amo, empleados y subalternos, sin perjuicio de sustituir el retrato cuando otro nuevo Presidente ocupa el poder u ocurren cambios de Secretarios, Subsecretarios, directores, etc. El homenaje no es a Fulano, por sí, sino por el cargo que ocupa y mientras lo ocupa.
Las estatuas, como más costosas y menos prodigadas hasta ahora, son homenajes más gratos, más honrosos y que se reservan para ídolos de calidad: Hombres Providenciales, Ministros o Secretarios con categoría de presidenciables o aspiraciones a serlo, jefes del ejército, presidentes de grandes compañías, etc. Pero ya se empieza a abusar, también, de las estatuas, o mejor dicho, de los bustos.
En España, acaban de pronunciarse contra esta prodigalidad de monumentos dos valiosísimos escritores: Benjamín Jarnés y Roberto Castrovido, en sendos artículos publicados en La Voz, de Madrid.
El primero, recogiendo recientes burlas realizadas con varios monumentos españoles, dice: «Los monumentos van perdiendo prestigio… La razón es que se ha colmado la medida. El hombre actual se encuentra al nacer con una tan numerosa fila de estatuas y de ideas ante las cuales debe quitarse el sombrero, que acaba por no quitárselo ante ninguna y aún por colocar su chistera o su boina en la cabeza de Júpiter o del Padre Ceferino».
El segundo, se manifiesta en contra de las estatuas a personajes vivos, sobre todo, políticos o gobernantes, pronunciándose en favor de aquellos monumentos en que se honre exclusivamente a un país o a alguna de las grandes figuras, indiscutibles, del pasado. Y cita, como ejemplo, entre éstas, tratándose de pueblos de América, a Bolívar y a Martí.
Aprovecho esta oportunidad en que humorísticamente escribo sobre las estatuas, para terminar, muy en serio, suscribiendo, en todas sus partes, las manifestaciones de Roberto Castrovido en su referido artículo Estatuas y Monumentos.
Como él piensa, así también pensamos en esta otra orilla, muchos cubanos, que, efectivamente, veríamos en un monumento a Martí el más grato de los homenajes y la más expresiva de las demostraciones de simpatía, que a nuestra patria pudiera ofrecer un pueblo amigo, mucho más si ese pueblo es el español, porque entonces, nada mejor, según afirma Castrovido que ese monumento, «para probar que el amor venció a los odios de antaño».