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 Al corporizar de manera genuina las deidades del panteón yoruba, este artista cubano transmite en sus obras una sensación de armonía entre arte, naturaleza y vivencia espiritual.
«Como en mi religión los seres no estamos solos sino acompañados de los antepasados y los dioses, como todo es lo mismo, como todo tiene una lógica, ese también es el motivo por el cual pinto a los hombres», ha referido el artista.

 Subiendo por Escaleras de Jaruco hacia la Loma de La Peregrina, avanzando entre la brumosa vegetación, todos los caminos nos conducían a la nueva casa de Manuel Mendive. Manto Blanco es su nombre, una finca ubicada en el pueblito habanero de Tapaste, y si preguntaras al primer lugareño por ella, enseguida te respondería: «Ah, usted dice la casa del pintor», y señalaría con el dedo hacia el infinito verde que depara el paisaje.
—Es el lugar ideal... Ya lo ves, tan palpable...–me diría después el artista con su dulzura proverbial, tal vez acentuada por la fiebre que esa mañana provocaban sus riñones y que le hacía hablar muy quedamente. Pero ese malestar no le impedía sonreír y tratarnos con amabilidad, transmitiéndonos una paz interior que parecía emanar de su persona como aroma de perfume de sándalo e vetivert.
—Encontré este sitio mágicamente... Un domingo salí y, dando vueltas para llegar a Guanabo, quise buscar la Loma de Santa Bárbara... Vine entonces a parar aquí, a la Loma de La Peregrina...
La nueva casa comenzaba a empinarse sobre los cimientos, como un barco que se fuera armando entre los árboles para navegar a toda vela por encima de las montañas. Carpinteros y albañiles trabajaban a toda prisa, colmando el paraje con sus voces y ruidos. Y mientras tanto, sumergido en la precariedad de un bohío aledaño, Mendive pintaba en silencio sobre una mesa improvisada de tabla.
Al verlo a través de la ventana, se me antojó un monje con hábitos blancos, una suerte de devoto retirado a expresar su espiritualidad mediante el humilde ejercicio del arte. Así, rodeado de perros, palomas, gallos y peces... se entretenía en combinar las acuarelas más suaves y furtivas, deslizando el pincel con infinita calma. Tal parecía como si pintara debajo del agua.

No sé por qué, pero al verlo, he pensado en Fra Angelico.

—Uno de los pintores que yo siempre he amado ha sido Fra Angelico. Como también al Giotto. Quizás se note ese gran amor que siento por ellos. Es que todo ese tema místico, todo ese tema que viene del pensamiento, del corazón, de los sueños, del imposible, de la angustia... me ayuda mucho, me hace muy feliz.

¿Significa el hecho de estar en esta nueva casa otra etapa en su vida como artista y como hombre?

—Quizás todos los pasos que da un ser humano le marcan algo en la vida, positivo o negativo. Yo espero que este sea positivo, y bueno, vamos a esperar.

¿Y qué pasó con su anterior morada, con Dulce Nombre?

—Yo quería estar más cerca de la naturaleza, y el Cotorro ya no me resultaba cómodo. Ya no cabía en la casa, ya no cabían los cuadros... Y segundo, me faltaban verde, montaña y paisaje. Entonces salí en su busca. Desde niño, yendo para la escuela, yo soñaba con este paisaje... Cerraba los ojos y casi siempre allí estaba... No sé por qué siempre tuve tan pegado a mí el verde, las hojas, las raíces, las palmas, las ceibas, las yerbitas más sencillas que crecen en la tierra...

 ¿Usted fue un niño urbano?

—Yo nací en una casa de Luyanó, en los bajos de Arango 60, entre Fomento y Ensenada, un viernes 15 de diciembre, muy cerca de las 12 de la noche. Soy Sagitario.

¿Recuerda el tema de la pintura o dibujo infantil con que ganó el concurso en Japón?

—Mi mamá en la cocina, cocinando, y yo pintado, mirándola a ella. Fue en el 57. Yo tenía 10 años. Éramos dos hermanos, mamá, papá, mis tías...

¿Cuáles recuerdos de infancia perduran en sus cuadros?

—Todo ese mundo mágico que me acompañaba en Luyanó. Mi madre fue muy especial, tenía cosas muy lindas y me enseñaba mucho, mucho, mucho. Por ejemplo, el gusto por la música... Le gustaba la música trovadoresca, le gustaba Mozart. Y aunque no pintaba, le gustaba mirar libros de arte, ver cuadros... «¿Te gustaría hacer un cuadro como éste»?, me decía, y todo eso me fue motivando... Además de que cocinaba muy sabroso –bueno, yo la pinté cocinando– y era muy dulce, muy dulce...

Siempre está usted rodeado de animales...

—Siempre, no solamente en el Cotorro, cuando estaba en Luyanó, que era en plena ciudad, también existían perros, gatos y peces. Siempre me acompañan...

En esta nueva casa, veo, hay previstos varios estudios...

—Es lógico, para mayor comodidad del trabajo. En el Cotorro tenía que hacer un goauche al lado de un óleo, y eso no era bueno... O iba a hacer una escultura de hierro, y el óxido manchaba el papel... ¿Ves esos troncos? Los tengo cortados para hacer esculturas... Forman parte de las delicias que ofrece este espacio. Hay que tener lugares para cada obra, para cada técnica. Habrá un gran estudio para poder trabajar el hierro, la madera y la piedra. Quisiera realizar obras de tamaño monumental: murales, grandes esculturas, grandes cuadros... Ahora me siento así, a gran escala. Porque he tenido que estar mucho tiempo reduciendo el espacio de la obra, y reduciendo la idea y el pensamiento, por problemas de espacio, de salud...

¿Qué le lleva a trabajar una u otra técnica?

—Cambio de técnica para refrescar... Ahora mismo, ¿ve?, estoy trabajando aquí un acrílico, estoy haciendo un goauche también y, quizás, después, haga un dibujo...

¿Qué prefiere, el acrílico o el óleo?

— Uso los dos. Cada uno me ofrece una textura distinta, un goce distinto... El acrílico seca más rápido, es más brillantez, quizás... El óleo demora más, y tiene un olor aromático...

¿A qué hora del día prefiere trabajar?

— A esta hora de la mañana me gusta mucho. Primero me levanto, miro el paisaje, miro el cielo, medito un poco, miro mis animales, y entonces desayuno y me pongo a pintar.

¿Bocetea previamente?

—Esa pregunta me la han hecho mucho en otros países. No me gusta hacer bocetos. Aplaudo a los artistas que hacen boceto para hacer una obra. Yo no. Tengo la idea, el sentimiento para la obra que va a nacer, y ya... Me enfrento a la tela, la tabla, el hierro, la piel humana... y la obra surge.

¿Cuándo sabe que la obra está terminada?

—Cuando me quedo vacío y siento que ya no queda nada dentro de mí, porque mientras tenga ruidos aquí en la cabeza o en el corazón, es que no está terminada. Hay cuadros que se demoran, pero hay otros que surgen y se terminan el mismo día, en un instante. Para las acciones plásticas, yo tengo la idea, y llamo a los bailarines: mujeres y hombres, blancos y negros, mulatos y chinos, delgados y gruesos, jóvenes y viejos... No importa, lo que yo busco es el cuerpo que más o menos me sugiera... Entonces converso con los modelos, les cuento qué deseo hacer, y ya. Después comienzo a pintar los cuerpos, aprovechando su forma, su anatomía... y por el movimiento del músculo, tengo la vibración del personaje.

¿No teme repetirse?

—No repito los performances, como nunca repito un cuadro ni un dibujo. Puede que existan algunos elementos o personajes que se reiteren en mi obra, es lógico... Pero repetirme, no, no me gusta. Ese es un tema que sí me angustia mucho. Repetirse es para mí envejecer. Mientras haya fuerza, mientras estemos creando, mientras estemos en movimiento, haciendo cosas nuevas... seremos jóvenes y necesarios. Cuando comenzamos a repetirnos es que ya todo ha terminado.
 ¿Conoció a Wifredo Lam?

—No tuve con él una relación de muchos días, de mucho tiempo... Pero sí, cuando Lam vino a Cuba, vio mi obra...

¿Le debe alguna influencia?

—Me gustan Wifredo Lam, Carlos Enríquez, Amelia Peláez... pero también me gustan Fra Angelico, Giotto, Goya, Rafael, Leonardo, El Bosco, Matisse, la decoración de las ánforas religiosas de los ritos yorubas, todo el arte yoruba, todo el arte egipcio, de Mesopotamia...

¿Y la música, que música prefiere?

—Mozart, Bach, Vivaldi, Haydn... Pero también la música popular cubana, las orquestas populares... No quiero decir nombres, porque todos son mis hermanos y amigos, pero la música cubana..., bueno, es lo más grande. Me gusta María Teresa Vera, que le gustaba mucho a mi madre, y de niño escuchaba también mucho al Trío Matamoros cuando ella ponía la radio. Aunque no me gusta bailar, la música bailable me entusiasma mucho...

¿Lecturas?

—Adoro y estudio siempre la obra de Fernando Ortiz, que mucho me ha enseñado. Me gustan Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, la poesía de Walt Whitman... Whitman es un gran enamorado, un gran amante de la vida, de lo hermoso, del cuerpo y de la naturaleza. Y como yo estoy muy ligado a la naturaleza, su lectura me deleita bastante...

Pero también está ligado a la ciudad, porque le he visto muchas veces en la Habana Vieja...

—Cuando salgo de mi casa, siempre estoy en la Habana Vieja, caminando por las calles, mirando las paredes... Lo hacía desde que estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de San Alejandro, siempre en la noche, cuando terminaban las clases. Siempre me llamó mucho la atención la zona del muelle, porque tiene una poesía muy especial. Ahora que está restaurada gran parte de ella, ha sido como revivirla, y darle quizás más fuerza. Eso es muy importante y un gran alimento para mí, porque es hermoso ver cómo esas paredes derruidas van renaciendo, pero con otra luz y con otra vida, superior. Creo que vale subrayar el buen gusto con que se hace todo el trabajo de restauración. Y diría también: bendita sea, la persona que lleva a cabo esa obra porque es brillante...

¿Hay algún elemento en su obra que pueda recordar la ciudad?

—Aunque no haya un elemento concreto, la ciudad está presente por el recuerdo, digamos, del color... O puede ser también el olor, el olor de la ciudad, que también llevo a mi pintura. Y el silencio de las calles de la Habana Vieja después de pasadas las dos o las tres de la mañana. Caminar por esas calles, sentir el taconeo de la gente que pasa; o cuando llueve, la calle mojada, el chasquido de la lluvia al caer en los charquitos... todo eso está en mi pintura. Y aunque no lo pinte así como es, sí lo siento y lo voy dando con color y otras formas... Yo he estado en un lugar, y ha sido un olor lo que me ha motivado a hacer un dibujo o un cuadro. El reto consiste en cómo reproducir eso mediante el color y la forma, pero se logra, se logra...

¿Cabría en sus obras la arquitectura?

—El tema de la arquitectura lo he tocado así, muy leve. Yo tengo algunas obras en que aparecen algunas edificaciones como recordando la casa colonial, como recordando la casa donde nací, que era de madera y muy antigua... Yo no niego la posibilidad de que un día aparezcan más edificaciones en mis cuadros. No sé de qué manera las representaría, pero puede ser... Pero ahora, más que representarlas como son y como las ve la gente, lo que más me interesa es darlas como yo las siento... Siento más hermoso ver un edificio o un gran palacio de una calle habanera, y representarlo como un gran árbol. Ver a alguien que viene caminando por allá, por la esquina, que me deslumbra, y cuando llega a mí, pienso que es una palma. ¿Entiende? Prefiero representar las cosas así, no darlas tal y como son ni como están, sino como las siento, como las veo... y quizás eso ayude a que los demás también puedan ver las cosas de esa manera.

¿Y cómo surgen sus representaciones de los orishas?

—Te diría que estas deidades están presentes en distintos elementos de la naturaleza, y yo voy tomando un poco de lo que tengo a mi alrededor hasta que surgen y ya... porque los orishas se parecen mucho a los hombres y los hombres tienen mucho de los orishas. Y como en mi religión los seres no estamos solos sino acompañados de los antepasados y los dioses, como todo es lo mismo: el principio y el fin, el fin y el principio, como todo tiene una lógica... ese también es el motivo por el cual pinto a los hombres en la vida cotidiana, en sus momentos más simples de la vida, acompañados de sus antepasados y por los dioses tutelares que tiene cada uno.

¿A quiénes representa en el cuadro de la portada?

—Hay un hombre y un ave. La figura azul es una energía vital o vivificante, y el personaje que señala hacia arriba es el dios del destino: Elegguá. El hombre puedo ser yo meditando, tal vez pensando en los demás que no sienten mi paisaje, que no sienten mis sentimientos…

¿Le gusta viajar?

—Aunque viajo a menudo, siempre estoy mucho tiempo acá, porque no me puedo separar tanto tiempo de las palmas... Y ahora, desde que estoy en estos líos de la casa, no viajo. Porque no quiero alejarme, quiero estar aquí, cerquita de la construcción...

¿Volverá a África?

—Hace poco estuve en Benin... Mis viajes a Africa me aportaron mucho y me seguirán aportando. Estuve en un recorrido por Ghana, Nigeria, Zambia, Angola, Mozambique... Salí de allí realmente revitalizado, lleno de ideas –de ideas muy claras, sobre todo– y muy motivado para hacer cosas. Por eso estoy deseoso de volver y preparo ese viaje, para seguirme renovando, como te dije: para no repetirme. Para ser siempre joven y nuevo...

Y cuando usted va a Africa, ¿quién se impone allí, el hombre, el pintor, el religioso...?

—Bueno, imagínate... Todo esta ahí en primer lugar. Porque el hombre no se puede separar del religioso, del hijo de Obbatalá, porque soy hombre, porque fui creado por Obbatalá, y soy pintor porque Obbatalá me mandó pintor. Así que todo tiene una relación.

Aún cuando las deidades provengan de África, ¿sintió allí –como hijo de Obbatalá que es– alguna diferencia con Cuba?

—Sí, siempre hay cierta diferencia, pero al final todo se relaciona aunque no sea igual. No es lo mismo observar un árbol africano –por ejemplo, un imbondeiro, en Angola– que observar un árbol aquí, en Cuba. No es igual la jungla africana que el monte nuestro. Pero la energía, es la misma. Es por eso que los dioses están aquí también. Porque si no fuera así, se hubieran quedado todos allá.

Significa que después de Africa, Cuba...

—Seguro, después de Africa, Cuba.

¿Ha hecho usted alguna indagación sobre su árbol genealógico? ¿De dónde vinieron sus antepasados en particular?

—Según algunas investigaciones que he hecho, de Nigeria. Así que somos yorubas. Sí, si, somos yorubas, yorubas... no somos bantú. Se sabe por el tamaño.

¿Cuál es su fruta preferida?

—¡Ah! Me gusta mucho el mango, sobre todo los grandes, los mangos manzanos, que son muy sabrosos. Pero también me gusta mucho el plátano, mucho, mucho...

¿Y el color?

—En estos momentos me interesa mucho la dulzura que tiene el color. Que el espectador entre suavemente en el cuadro, y no de una manera agresiva. Y que, al penetrar suavemente, vaya reconociéndose él mismo y vaya comprendiendo que todos esos elementos que están en la obra le pertenecen también. Por eso estoy usando ahora los tonos verdes, porque estoy enamorado del paisaje, así como los azules, pero también los dorados, y los tonos grises que se pierden con los blancos para dar una idea de espacio, de infinito...

Esa necesidad de dulzura, ¿usted cree que esta vinculada a la madurez, digamos, a una paz interior?

—Creo que desde niño siempre he sido así, he tenido estas ideas, de decir las cosas con mucha dulzura. Creo que la vida hay que vivirla despacito, y decir las cosas siempre suavemente. Si la vida es un pedacito, un ratico... para qué vamos a estar fajados, y con odios. No, no... el abrazo es lo más hermoso...

No sé por qué, pero al verlo pintar por la ventana, me pareció que lo hacía debajo del agua...

—Bueno, el agua es el principio... el agua es lo más hermoso... el agua es Yemayá... el agua es la madre... el agua también puede ser lágrima... y el agua lo limpia todo, que es lo más importante. Limpiar todo lo feo, todo lo sucio, para que sea hermoso y limpio.