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Con sus diseños de vestuario para películas y puestas en escena teatrales, esta mujer de ilustre ascendencia ha contribuido a la creación de un referente visual que nos acerca a la esencia vívida, palpitante, de nuestra nacionalidad.

El diseño tiene tanta importancia como la concepción que el director tenga de la obra o el trabajo actoral, porque el teatro se hace para un público que va a recibir, en primera instancia, todo lo visual. Un actor que no esté bien caracterizado en cuanto al vestuario o maquillaje, no logra trasmitirnos nada.

María Elena Molinet de la Peña  «inventó» el traje del mambí… no por un afán de concebir la historia, sino porque, ante la escasez de fuentes bibliográficas, esta diseñadora tuvo que recurrir a la imaginación y la propia memoria familiar para crear el vestuario de filmes como La primera carga al machete o La odisea del General José.
«Si de algo puedo sentirme verdaderamente orgullosa es de haber logrado un traje mambí lo más verídico posible, pero siempre sintetizando, buscando la línea que define al personaje», afirma quien participara en el primer largometraje que abordó lúcidamente el tema de nuestras guerras independentistas: Lucía, el ya clásico de Humberto Solás.
Pero, según la propia diseñadora, su mayor reto fue Baraguá —dirigida por José Massip—, la última de las cinco películas en que «vistió» a los mambises:
«Intervenían más de 20 personajes reales sin ninguna referencia plástica o descriptiva. Y es que de la Guerra de los Diez Años prácticamente no existen imágenes verídicas. La primera fotografía de Maceo, por ejemplo, se la hizo en Jamaica al terminar la contienda. En el 95 ya había periodistas en la manigua, pero a los patriotas del 68 tuve que “verlos” a través de sus historias personales, sus cualidades...
»El Archivo Nacional poseía algunos grabados, aunque casi todos falsos, idealizados, que me sirvieron para concebir mi propia síntesis de la vestimenta mambisa. Afortunadamente, muchos escritores recrean la época con lujo de detalles; uno de ellos Martí. En el caso de los españoles resultó un poco más fácil. El pantalón y la camisa de algodón, el famoso rayadillo, empezó en 1875, pues antes se llevaban de paño de lana azul y rojo, muy incómodos para nuestro clima».
Y concluye, en lo que constituye una tesis para el estudio del patrimonio visual cubano: «Al enfrentarme a los documentos, las experiencias de los protagonistas de la guerra, comprendí que no había un uniforme definido. Los oficiales se lo hacían según el gusto de cada uno, y los soldados se ponían cualquier cosa, hasta lo que le quitaban al ejército enemigo. La familia confeccionaba el atuendo del mambí, aunque también se cosía en las prefecturas, siguiendo la línea universal: camisas de cuello alto con cuatro o tres bolsillos. El vestuario militar siempre ha tenido su inspiración en el civil: cuando estaban de moda las levitas, todas las guerreras bajaban hasta la mitad del muslo».

PROSAPIA MAMBISA

La esencia de los hombres de la manigua está en cada proyecto de María Elena Molinet porque ella la siente en su ser, en su legado genético. Al decir del poeta Roberto Fernández Retamar, esta mujer «conserva en la sangre la remota pero siempre visible polvareda/ de esa carga de caballería en que se hizo la Patria,/ El campamento a la intemperie, bajo las húmedas estrellas mambisas».
«Nací en una zona donde la segunda guerra tuvo mucha actividad. Mi padre, que era de Camagüey, conspiraba en 1895, fue víctima de una delación y tuvo que irse al monte. Permaneció un año como médico en la tropa de Máximo Gómez, entre sus oficiales más cercanos. Luego pasó a Oriente, bajo el mando de Calixto García. Tras la toma de Las Tunas, recibió el grado de General y terminó la guerra como Jefe de Sanidad.
»Por parte de la familia materna, mi abuela, bayamesa de cuna, me contaba sobre la quema de la ciudad. Me encantaba aquella historia con sus impresiones del incendio. Al iniciarse la “guerra necesaria”, ella partió a la manigua con sus cuatro hijos, uno todavía en los brazos. Mi madre se crió en la guerra; de hecho, casi todos mis parientes se implicaron en los trajines de la independencia.
»En ese ámbito de mambises se fraguaron mis primeros recuerdos, hasta que vinimos a vivir a La Habana. Mis padres me inscribieron en un colegio de monjas, la educación más estricta de la época, pero allí descubrí una de mis grandes pasiones: dibujar el cuerpo humano».

¿Cómo fue posible que de la austeridad del colegio de monjas pasara a estudiar pintura en la Academia San Alejandro?

[Ríe.] ¡Con gran escándalo de mi familia! Mi madre decía: «¿Una pintora, una hija artista? ¡No, no, no!» Tenía que aprender pintura y música pero en casa.
Cuando estaba en el colegio, los periódicos traían muchos muñequitos, entre ellos Cuquita la Mecanógrafa. Cada semana aparecían nuevas ropitas para vestir a la muñequita. Entonces descubrí que podía crear yo misma los vestiditos de papel. Al enterarse, mis compañeras me pedían que se los hiciera para sus Cuquitas, todo a escondidas de las monjas.
Después pasé al Instituto, pero siempre soñando con la pintura, hasta lograr, con ayuda de mi padre, que me dejaran hacer el examen para San Alejandro. Allí estudié junto a un grupo de artistas que luego tomó rumbos diversos dentro de la cultura cubana: Marta Arjona, Pedro García Espinosa, Agustín Fernández, Tomás Oliva, Agustín Cárdenas...
Agustín y Tomás, los más cercanos a mí, se unieron a una compañía de teatro llamada Las Máscaras. La dirigía Andrés Castro y daba funciones en una salita perteneciente al Sindicato de los Yesistas. En ese lugar conocí el teatro del proscenio hacia adentro; me puse en contacto con todo el proceso oculto: cuando se ensaya, se prueba la ropa, se coloca la escenografía... Lo que me atrapó de ese mundo fue la vestimenta del actor, la magia que lo transformaba para aparecer en escena.

LA VESTIMENTA DEL ACTOR
En 1955 realizó su primer diseño para teatro, ¿qué recuerda de aquella experiencia?

La obra se llamaba La debilidad fatal. Ropa común y corriente, lo más complicado era una especie de bata de casa o negligé que intervenía en algunas escenas. No recuerdo si Andrés Castro, o su esposa, me pidieron que les hiciera el dibujo de esa bata y yo me enloquecí con la idea.
En la década de los 50 trabajé con Las Máscaras y también con Cuqui Ponce de León, más o menos hasta 1957. Mi esposo y yo estábamos involucrados en la lucha clandestina contra Batista y prestábamos la casa para reuniones. Después de la huelga del 9 de abril, nos delataron. Tuvimos que cerrar la casa, llena de explosivos, y partir para Venezuela, donde vivía mi hermano.

Al llegar a Caracas ya había desarrollado una labor creativa en Cuba. ¿Cómo influyó esta etapa venezolana en su formación profesional?

Comencé en la decoración de tiendas, porque se relacionaba con algo de lo que había hecho aquí. Luego me uní al grupo Danza Venezuela. Una coreógrafa graduada de la escuela de Marta Graham acababa de asumir la dirección y se proponía transformar el estilo de la compañía. Ella concebía la danza moderna basada en tradiciones bailables venezolanas, sobre todo las relacionadas con las etnias indígenas.
La primera pieza que tuve a mi cargo se vinculaba a los indios piaroa. Me fascinó el intercambio con el coreógrafo, que sí había conocido a esa tribu del Orinoco, su música original, las fotos de su vestimenta que me sirvieron para preparar la ropa teatral. Luego vinieron los bailes de los guaraúnos, los valses de Venezuela, en fin, colaboré como en  cinco o seis coreografías.
Esa etapa fue una escuela. Como dicen los santeros, tuve que meter el bastón en la tierra y moverlo para conocer la verdad. El diseño requiere mucha investigación de todos los elementos sociales, económicos, políticos... que rodean la historia.
Pude recorrer un vasto territorio: Canaima, el Salto Ángel, la selva profunda. El país bullía por el boom económico: se acababan de descubrir el petróleo, las minas, y había una cantidad de emigrantes increíble, un ambiente muy cosmopolita, con italianos, griegos, españoles, latinoamericanos...
En ese punto de confluencias intelectuales empecé a vivir lo que era América, a sentirme parte de un continente. El conocimiento primigenio que hallé en Venezuela consolidó mi madurez artística e ideológica.
Durante los tres años que estuve allá no perdí el contacto con el ámbito cultural cubano. En 1961 regresé a La Habana y me contrataron para trabajar en los talleres y almacenes del Teatro Nacional, un lugar del cual saldría el germen de la institucionalización de la cultura.
La propia Isabel Monal, directora del teatro, me propuso para integrar el equipo que iba a conformar el Conjunto Folclórico Nacional. Tendría que hacer entonces más o menos lo mismo que en Venezuela: hurgar en antecedentes, en tradiciones, en nuestra identidad.

Usted participó del gran auge creativo del teatro cubano durante los primeros años de la Revolución.


La década del 60 [Suspira.], la fabulosa década del 60, fue un momento tan explosivo como los años 20, una etapa fundacional: las escuelas de  arte, el movimiento de aficionados... Además, tuve la suerte de poseer un bagaje cultural, una labor previa, y de poder brindarla con alegría, con placer. En esa época comencé con Teatro Estudio y recuerdo algunas obras que para mí fueron fundamentales.
La puesta en escena de Aire Frío resultó muy interesante desde el punto de vista plástico. El director, Abelardo Estorino, quería que la obra empezara en ocres claros, escenografía y vestuario, sólo añadiendo, aquí y allá, algunos colores leves.
Todo se oscurecía paulatinamente hasta alcanzar la cúspide dramática, cuando el padre de Oscar muere. Los tonos brillantes aparecen únicamente en el instante en que la hermana decide irse a la calle a buscar marido y se viste de rojo encendido.
Me llevó un esfuerzo tremendo pues la ropa evolucionaba cuadro a cuadro, siempre más austera, más sombría. Afortunadamente conocía a Virgilio Piñera y a su hermana desde antes de la Revolución, y, por otra parte, yo misma estaba al tanto del tema abordado: el drama de la pequeña burguesía que vive contando el centavo.
Años antes, nos habíamos encontrado Roberto Blanco y yo. Él quería hacer María Antonia, de Eugenio Hernández, como la veía en sus grandes sueños; le gustaba la pintura y privilegiaba el aspecto visual dentro del teatro.
El tema era bello, el personaje, trágico a más no poder, y Roberto me la puso en China con las cosas que me pidió. Todo comienza cuando la protagonista cuenta su historia: el primer vestuario es el mismo del final, pero desgarrado, con una cola de cuatro o cinco metros, y se lo debe quitar y poner casi en escena. Al pasar por detrás de una mampara, sale con un traje mítico. ¡Que digo un traje! Se lo cambia todo en pleno escenario: ropa, zapatos, peluca y máscara.
En el último momento, el de la muerte, mientras ella baila Oshún, el personaje de Carlos la apuñala y tiene que quedarse con su vestido en la mano. ¡Ay, mi madre! Lo logré, pero pasando miles de dificultades. Sin dudas, esta puesta se convirtió en una prueba en cuanto al dominio de la técnica, un tour de force fabuloso.

¿Cuánto le aportan al teatro los elementos plásticos expresados en la escenografía o el vestuario?

El diseño tiene tanta importancia como la concepción que el director tenga de la obra o el trabajo actoral, porque el teatro se hace para un público que va a recibir, en primera instancia, todo lo visual. Un actor que no esté bien caracterizado en cuanto al vestuario o maquillaje, no logra trasmitirnos nada. Los personajes se componen de dos aspectos fundamentales: lo que dicen o hacen, y lo que «son» en el momento de decir o hacer.
Por eso el diseñador de vestuario tiene que ser tan serio en sus investigaciones. No se trata de hacer unos bocetos y repartir unos trapitos si es un galán o una damisela. Todo ser humano es él y sus circunstancias psicológicas, sociales, económicas, una cadena de hechos que se entrecruzan y lo hacen único.
María Antonia, por ejemplo, tiene una imagen: mujer linda, negra, muy «echa pa’lante», pero su forma de comportarse responde a una historia, y cada uno de sus actos presentes va a estar signado por ese caudal que, aunque no lo vemos, está ahí y forma parte de su credibilidad.

En un período tan intenso para el ámbito de las tablas, ¿cómo llegó al cine?

Justamente a través del teatro. Mi primera película, Recuerdo de Tulipa, ya la había trabajado como puesta en escena. A partir de entonces se inició una fructífera relación profesional con Manuel Octavio Gómez, de la que surgieron obras como Los días del agua y La primera carga al machete.
Más o menos a mediados de los 60, Saúl Yelín, director del Departamento de Relaciones Internacionales del ICAIC, me dijo que se preparaba un guión con la historia de la mujer cubana en tres partes.
Humberto Solás despuntaba como un importante director. Nos juntamos, hicimos Lucía, y aún pervive en la memoria, en los carteles, esa imagen de Raquel Revuelta con el sombrerito blanco que le diseñé.
En mi carrera, Lucía viene siendo el equivalente cinematográfico de María Antonia, un trabajo difícil que me obligó a investigar, a buscar profundamente para llegar a esos tres conceptos, tres enfoques del ser mujer en Cuba a lo largo de la historia.

Muchas de sus obras abordan la temática femenina: María Antonia, Cecilia, Lucía... Al concebir cada una de ellas, ¿pensó que estaba creando un paradigma de la mujer cubana?

Nunca lo pensé, y ahora me doy cuenta que lo hice. María Antonia y Cecilia tienen muchos puntos de contacto: son fuertes, apasionadas, buscan lo que no encuentran y se precipitan a la muerte por un amor imposible.
¿Por que siempre me ha tocado crear mujeres así? No lo sé; tendría que revisar en mis archivos. Sé que he vestido todo tipo de personajes femeninos: sumisas coquetas, damiselas jóvenes..., pero siempre han trascendido ésas, las peleadoras, vehementes mujeres de la vorágine, que no tienen miedo a la vida. Creo que todas tienen algo de mí.

Para la realización de Cecilia Valdés, un filme que nos remite a La Habana primigenia, ¿cuál fue su referencia, su fuente de inspiración?

El origen fue la propia novela. Cirilo Villaverde caracteriza detalladamente a cada uno de sus personajes. Además, yo poseía una edición comentada, toda llena de notas del editor, que resultó muy esclarecedora. A partir de esos elementos psicológicos, sociales, históricos, étnicos, de género... comencé a imaginarme mi Doña Rosa, mi Leonardo Gamboa...
Por otra parte, Cecilia representaba a un tipo específico de féminas: la mulata de rumbo que se corresponde con la chula o chulapona madrileña, una mujer de armas tomar, generalmente una modistilla que anda por las calles imponiendo su presencia, buscándose la vida y el amor con una fuerza tremenda. No es una prostituta, aunque puede tener un amante o dos y aspira a encontrar un hombre que le ponga una casa. Víctor Patricio Landaluze pintó en sus lienzos unas mulatas de rumbo con una pose y una prestancia fabulosas.

¿Cuánto ha cambiado aquella Habana del rodaje de Cecilia tras la restauración que lleva a cabo la Oficina del Historiador?

Muchísimo, aunque preserva su esencia.  Las plazas pequeñitas, las esquinas, esos espacios intocados en los que uno se imagina los personajes típicos. Cuando yo camino por La Habana Vieja  siempre pienso: por aquí anduvieron las Cecilias, las mulatas de rumbo, fuertes, bravías...

UN MODO CUBANO DE LLEVAR LA ROPA

En entrevistas anteriores usted afirmaba que «no existe una moda cubana, sino un modo cubano de llevar la ropa». ¿Podría ampliar ese criterio?

No me gusta decir moda cubana. Aquí existe la moda sólo en el sentido en que el diccionario la denota con minúscula: la manera, la costumbre de llevar ciertas prendas.
Los países con historias milenarias han logrado mantener elementos vestimentarios, lo mismo que conservar músicas y danzas de muchos siglos atrás. Por ejemplo, la parte indígena de América: México, Perú..., regiones donde aún se llevan atuendos con elementos autóctonos, aunque se han añadido algunos matices europeos.
El vestuario popular tradicional se pierde si nadie lo usa, no ya en ceremonias o fiestas, sino de modo cotidiano.
Cuando Colón arriba a la Isla encuentra indios desnudos; poseían algunos elementos de imagen, como los tatuajes, pero sin ropas. Los españoles les visten con las mismas que ellos traían.
Luego, tras la extinción de los aborígenes, llegan los esclavos.  Recordemos que el estilo africano actual, con una fuerte influencia del Islam, no llegó hasta nosotros. Los tratantes comerciaban con nativos del centro del continente, del África caliente, donde se tapaba poco el cuerpo. Además, la mínima indumentaria la perdían en el trayecto. Esos negros se vendieron en Cuba con los harapos que los colonizadores les ponían por encima para no ofender la moral católica.
¿Qué tradición había hasta ese momento? Ninguna. El panorama se movía entre la desnudez o la ropa española. En el caso de las diversas clases sociales, la alta burguesía se vestía a la usanza europea, y los pobres llevaban la ropa europea pobre. La generalidad de los habitantes de la Isla seguía la «línea universal», como me gusta llamarla, aunque sí existen algunas prendas que tienen una esencia autóctona.

¿Qué piezas de vestuario tienen un origen cubano?


Una de ellas es la bata cubana, cuya  procedencia viene del deshabillé o negligé europeo, la famosa bata de casa que empieza a verse a mediados del siglo XIX.  
Antes, la mujer no acostumbraba a quitarse la ropa y ponerse otra para el hogar. Ese negligé, que respondía a un canon romántico, se concebía como un traje de mangas holgadas, amplio, suelto, para dejar a un lado los corsés, y estaba colmado de vuelos, encajes, cintas y pasacintas.  
En Europa había dos tipos de batas: la de invierno, más abrigada, y la de verano, confeccionada con algodón o hilo.  
En Cuba, las españolas o criollas de la burguesía se ponían la de invierno, si acaso, un mes en el año. La de verano resultaba más habitual, un atuendo precioso en su diseño, generalmente blanco para combatir el calor. Cuando perdía su esplendor, el ama regalaba esa bata a su esclava de mano, para quien resultaba una prenda exquisita porque ni siquiera las «mulatas de rumbo» podían vestir así.
Con el transcurso del tiempo, la bata se convirtió en la ropa de fiestas de las clases populares, hasta que a finales del siglo XIX, principios del XX, comienzan a llegar de España las tonadilleras, ataviadas con el mismo criterio estético del deshabillé pero en la línea europea: la falda rematada de vuelos, la cola, la manga ángel y las telas de óvalos.
Ambos estilos, bata cubana y española, coexistieron y se combinaron en los bailes, lo mismo de son que de rumba. De ahí surgió el traje de la rumbera para la escena. Es importante tener en cuenta este detalle, ya no es aquella que rumbea en la calle o en el solar, sino su extrapolación al espacio escénico.  
En cuanto al origen del atuendo del guarachero, he realizado mi propio análisis. Algunos especialistas concuerdan, otros lo impugnan. En el siglo XVII o XVIII aparece en la sociedad cubana un personaje popular, al cual Fernando Ortiz dedica todo un libro: Los negros curros.
El curro era un negro español que vestía de una manera muy linda y llamativa, la camisa de mangas amplias y muchos pañuelos: en la cabeza, en el cuello, en la cadera, en la mano, y, algunas veces, hasta en el brazo.
En un principio se les conocía como gente de mal vivir, pero ya en la centuria decimonónica se habían convertido en personajes pintorescos y bailaban la rumba ataviados de forma tan singular.
Existe otra prenda muy pequeñita que también puede citarse. Cuando en Europa se crea el deshabillé, se confecciona también la matiné o ropa para la mañana. Esta matiné tiene las mismas características de la bata, sólo que resulta un poco más corta, y al llegar a Cuba corre igual suerte: pasa de las amas a las esclavas.
Con el transcurso de los años se transformó en la chambrita, una especie de blusoncito lleno de vuelos que ya no se usa, pero, en mi época, sí tuve la oportunidad de vérselo a muchas viejitas. Desapareció prácticamente, sin dejar rastros, porque nunca llegó a la escena.

¿Y en el caso de la prenda nacional, la guayabera?

Esa quizás sea la más controvertida de todas. Se le adjudican orígenes muy disímiles, pero estos ojos que están aquí, que llevan años viendo grabados, leyendo descripciones, pueden afirmar que no hay ninguna guayabera antes del fin del siglo XIX.
Veinte años investigando y no he encontrado ni una sola imagen que confirme su presencia.  Existía, sí, la palabra guayabera desde mediados de esa centuria, pero a qué se le nombraba así  todavía no lo he podido determinar.
Dicen que la usó el ejército libertador, pero eso es completamente incierto: el mambí que podía usaba la chamarreta; los otros, se ponían cualquier cosa; muchos andaban harapientos, semidesnudos, en medio de tan difíciles condiciones.
Los guajiros de aquellos tiempos llevaban la camisa occidental, la vestimenta más antigua de la humanidad, una pieza de algodón o de hilo que tiene cuello o pie de cuello y se abotona delante.
¿Qué distinguía a la camisa del campesino cubano hasta finales del XIX? Su amplitud y las aberturas a ambos lados para sacar el machete; además, se ponía por fuera del pantalón para evitar el calor.
Justamente ese tipo de camisa debió evolucionar porque alguien —aún no he logrado conocer quién— decidió estrecharla, recogiendo los pliegues a partir del canesú en pequeñas alforzas, y colocarle varios bolsillos.
A inicios del siglo XX ya se vendían en todas las tiendas de La Habana, y después pasa a otras partes de la Isla. ¿Por qué se le llamó guayabera? No he conseguido saberlo. Algunos señalan posibles genealogías por aquí o por allá pero nadie tiene pruebas concluyentes.
Por otra parte, la guayabera nació como una prenda autóctona pero no popular. Los pobres no podían pagarla porque los materiales resultaban carísimos; confeccionarla costaba un congo; lavarla y plancharla, a la guayabera legítima, la de hilo, no era una tarea para cualquiera, sino que se necesitaban planchadoras especializadas. Ninguna persona de bajos ingresos pudo llevarla hasta que se democratizó con telas más baratas.

Usted ha estudiado la ropa ritual de los cultos sincréticos. ¿Estas prácticas religiosas, de gran arraigo popular, han dejado alguna huella africana en el vestuario?

La ropa ritual tradicional de la santería no tiene un origen africano; son africanos los símbolos impresos o bordados sobre ellas, pero no las prendas como tal.
Cuando vemos los trajes con que se baila Oshún o Yemayá, estamos ante la misma bata cubana con algunas modificaciones. La manga de globo, por ejemplo, no aparece hasta la década del 20 del siglo pasado. Únicamente el bajo, en el caso de los pantalones de picos, no procede de la línea europea. Además, el simbolismo de los colores que representan a cada deidad se asimila de la religión católica.  

En la actualidad, ¿existe en nuestro país una escuela de diseño capaz de imprimirle «matices cubanos» a la línea universal de diseño escénico?


No lo creo, pues la carencia de un vestuario autóctono nos ha privado de eso. Tenemos nuestros modos de hacer. Existe una «línea de carácter plástico» que ha dado grandes puestas en escena. Me remito a todo el teatro que se hizo en los años 60; recuerdo especialmente la puesta que hizo el chileno Hugo Ulive de El círculo de tiza caucasiano, la obra de Bertolt Brecht, que me pareció genial.
Ahora se ha perdido un poco la calidad porque se trabaja muy rápido, de manera frívola, sin profundizar, pero a nivel global existe un respeto por nuestro diseño escénico, lo mismo para teatro o cine.
El cubano que trabaja el diseño profundamente, que mete bien el bastón, el bastón de la investigación, del estudio, saca obras maestras.

 

Giselle Bello
Periodista