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 Un texto poético de hace más de cuarenta años propicia que su autor reflexione sobre la relación entrañable entre existencia, poesía y culto a la ciudad.
Mi ciudad por excelencia es La Habana, al punto de que cuando estoy lejos tiendo a verla sobreimpuesta a otras, como Heredia en su oda al Niágara colocó en medio de las cataratas las palmas.

{mosimage}Los poetas cargan con la buena culpa de descubrirnos el rostro oculto de las ciudades. Las habitamos, recorremos sus calles con la premura del día a día, pero no reparamos lo suficiente en esos enigmas sólo a ellos revelados.
Un poema puede someternos al aprendizaje inesperado. De golpe, los versos despiertan nuestra memoria, dan cuerpo a los rincones olvidados y vida a las imágenes dormidas que se renuevan en hermosa resurrección. Pero sobre todo, desde la lírica, nuestras emociones parecen explicarse de modo tan natural, al punto de sospechar que hemos sido expiados en el instante íntimo de culto a la ciudad.
Únicamente un poeta puede intentar develarnos –sólo intentarlo, pues siempre acotará que es imposible del todo–, el ritual de la creación de cara a una urbe como La Habana, inabarcable y difícil de apresar en la consabida brevedad del verso.
De seguro Roberto Fernández Retamar no ha sido el único. Otros muchos le han cantado a la Villa de San Cristóbal en la inmensidad de la prosa o desde el imaginario poético. Sin embargo, el presidente de la Casa de las Américas posee esa autoridad que conquista la pasión y es autor de una obra nada ajena a la ciudad que habita impenitente. Su mirada es la de un protagonista que, a ratos, cobra distancia de su entorno, reconquistándolo con palabras escritas desde la admiración renovada.

¿Cuándo tuvo conciencia de los encantos de La Habana?
Nací en Lawton. Mi familia, no sé por qué, se mudaba mucho, y conocí otros lugares. Finalmente regresé a la Víbora –antes se llamaba Jesús del Monte y ahora 10 de Octubre–, que es realmente mi barrio por excelencia, a pesar de que me fui de él cuando me casé, a los 22 años. Llevo por tanto muchísimos años residiendo en El Vedado.
Mis primeros recuerdos, sin embargo, se remontan a una calle que ahora se llama 27 de noviembre, y antes era conocida como Jovellar. Evoco vagamente a la gente corriendo allí. Después supe que era a causa del ciclón del 33. Había un intenso aroma de esa flor que es la mariposa, vinculada a los primeros momentos de mi vida y consecuentemente de mi Habana. Me sentaban en una ventana, y por las tardes alguien pasaba vendiendo puchas de ellas. Recuerdo también a mi hermano mayor –yo soy el segundo–, quien murió en casa cuando tenía cinco años, razón por la cual mi familia se mudó.
Entonces, como cualquier niño, carecía de punto de comparación. Por tanto, no puedo decir que tengo un juicio consciente, sino más bien un hechizo, y si tuviera que sintetizarlo, sería ese intenso aroma de la flor, la gente corriendo bajo el ciclón –quizá eso rehizo ciclonero hasta el día de hoy– y los vagos recuerdos de quien fue mi hermano mayor.
Evoco también las salidas a la Habana Vieja, donde las calles obispo y O'Reilly estaban cuajadas de librerías. Me parecían bosques encantados. Allí encontré lecturas fundamentales y descubría algunos escritores que hacían tertulias, como Lezama y Raúl Roa. Luego en El vedado, encontré la biblioteca pública circulante que tenía el Lyceum, donde le permitían a uno sacar los libros gratuitamente por unos días; fue una gratísima experiencia.

{mosimage}¿El motivo de su preferencia por La Víbora?
Mi barrio es La Víbora, pero no tal como existe ahora, sino como existió hace muchos años: La Víbora que viví, cuyo papel en la historia de Cuba es muy destacado empezando por la rebelión de los vegueros en el siglo XVIII. Eliseo Diego le consagró su precioso libro En la calzada de Jesús del Monte. Luego se transformó, y es un barrio muy vasto; creo que, después de Santiago de Cuba, el municipio más poblado del país. Es complejo, con zonas muy pobres, como Lawton. Mis padres vivieron hasta su muerte en San Francisco, y esa calle, al llegar a la calzada de Jesús del Monte (nombrada ya 10 de Octubre) se transformaba en Estrada Palma. Cambiaba no sólo de nombre, sino de ambiente, de aire, de clase social... Era como si se pasara de un país a otro. Así es La Víbora, muy matizada, con lugares de gran atractivo, como la Loma de Chaple, que para mí era la imagen de la felicidad. Cuando me sentía triste, me iba allí a leer. Estudié en el Instituto de La Víbora cuando estaba instalado en viejas casonas que tenían mucha atmósfera. La Víbora es parte de mi vida, es la memoria. Sin embargo, el sitio donde he vivido más tiempo es El Vedado. Mis hijas nacieron allí, y a veces se burlan cariñosamente de mis evocaciones de La Víbora, que semejan las de los padres provincianos que rememoran siempre su provincia o su pueblo.

La vida lo ha llevado a reconocer La Habana, viajar a otros lugares del mundo y siempre regresar. ¿Por qué no ha podido desprenderse de esta ciudad?
He vivido fuera de mi país y viajado mucho. De manera que guardo recuerdos muy fuertes de otras ciudades. La primera fue Nueva York a mis 17 años. Desde entonces me gustó mucho, y me sigue gustando. Después he visto incontables ciudades, como México, al que llegamos en 1952, recién casados Adelaida y yo, cuando no era todavía la inmensa urbe en que se ha convertido. Era casi pequeña, muy hermosa, y conservo gratísimos recuerdos de ella.
A los 25 años fuimos a Europa, y conocimos muchas ciudades bellas: París, Venecia, Florencia... Más tarde estuve en otras que me gustan mucho, como Buenos Aires... He visto decenas de ciudades. Sería absurdo enumerarlas todas, pero, como usted dijo, mi ciudad por excelencia es La Habana, al punto de que cuando estoy lejos tiendo a verla sobreimpuesta a otras, como Heredia en su oda al Niágara colocó en medio de las cataratas las palmas.
Creo que el paseo del Malecón es uno de los grandes paseos del mundo. Los distintos lugares de La Habana que he ido conociendo a lo largo de mi vida tienen cada uno su encanto particular para mí: La Víbora, mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud; mi segunda juventud, mi madurez, y ahora la vejez. Y hay otros lugares que me fascinan, como el reparto Coolí, con sus bellos parques. Lo vinculo a amores juveniles, y a recitaciones de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda.
Suelo decir que las distintas ciudades no son sólo lugares, sino también tiempos: Nueva York, mis 17 años; México, mis 22; París, mis 25... La Habana, toda mi vida. Estoy fundido con esta ciudad que amo profundamente y encuentro muy bella, incluso ahora que está maltrecha. Su deterioro también me conmueve.

¿Reconoce una relación de dependencia entre su poesía y el entorno capitalino?
La poesía de la ciudad comienza a hacerse muy manifiesta en el siglo pasado. A Baudelaire se le atribuye haberla desencadenado. Y entre nosotros, esa función le corresponde a un poeta fundamental para mí, sobre todo cuando comenzaba a escribir: Julián del Casal, con aquellos versos famosos: tengo el impuro amor de las ciudades,/ y a este sol que ilumina las edades/ prefiero yo del gas las claridades.
No podría decir lo mismo de mí. No tengo el impuro amor de las ciudades, pero es cierto que ellas, especialmente la mía, entran en mi poesía. He escrito poemas a París, Venecia, Buenos Aires... y algún que otro dedicado a La Habana.
Adiós a La Habana lo escribí cuando salí hacia París al principio del 60, en misión diplomática. Y aunque no directamente, de modo constante la ciudad hace acto de presencia en mi poesía. Inicialmente fueron algunos aspectos como el mar que la rodea. De una manera natural, creo que la capital es con frecuencia el marco donde ocurren las cosas de mi poesía. No siempre la ciudad espectacular, porque a menudo vuelvo a insistir en el barrio.

¿Cuáles han sido los personajes del entorno habanero que más le han influido?
A algunos escritores que he tenido la dicha de conocer los he evocado en mi libro Recuerdo a... ellos trabajaban con la materia de La Habana. Mencionaré a dos fundamentales: Alejo Carpentier y José Lezama Lima. Lezama fue un habanero casi rabioso, incluso muy celoso. Para él ninguna ciudad era comparable con La Habana, con la que mantuvo una relación casi infantil y llena de orgullo. De Alejo, qué decir. Pensemos en una obra suya como El acoso, donde va describiendo minuciosamente muchos aspectos de la capital; o su ensayo La ciudad de las columnas, donde prueba su condición de estudioso de la arquitectura de la ciudad. En aquel libro mío recuerdo a otro poeta que estimo mucho, Emilio Ballagas, a quien conocí en La Víbora: fue muy grato saber que ese grande de la literatura vivía en mi barrio. Otros muchos encuentros no tienen que ver tanto con la ciudad, pero ocurrieron en ella. Aquí conocí a grandes figuras de la Revolución, como Haydee Santamaría, presencia decisiva en vida.

¿Escapa la poesía cubana al hechizo habanero?
No siempre ocurre de manera explícita. No hay por qué estar nombrando a la ciudad constantemente. Algunos, como Eliseo Diego, hacen evidente esa presencia: En la calzada de Jesús del Monte. Otros se aplatanaron en La Habana y mostraron o muestran su devoción. Hay poemas de Fayad Jamís en los que evidentemente está presente la capital, a veces muy pobre, porque su juventud lo fue así; a veces reconquistada, por decirlo de algún modo, como en los poemas posteriores al triunfo de la Revolución. Fueron momentos de gran eclosión histórica y espiritual. Otro ejemplo es Fina García Marruz, quien ha escrito el bellísimo libro La Habana del centro. Muchos poetas cubanos han dedicado todo un libro o un poema a algún sitio de la ciudad. Pero sin dudas, cada uno tiene su Habana, y son muchas.

Cuando evoca las ciudades ¿Qué pesa más, el entorno arquitectónico o sus poblaciones?
La gente, decididamente. Eso no quiere decir que sea insensible a la expresión formal de la ciudad. Pero soy mucho más sensible a los seres humanos del entorno.

¿La poesía le nace encerrado en casa o en los espacios abiertos, de cara a la ciudad?
Generalmente he escrito mis poemas en casa. Por cierto, son muy pocos los textos que he escrito fuera de mi país. No sé como será en el caso de otros poetas, ni se me ocurre ni siquiera proponer procedimientos a seguir. Me limito a comentar lo que me pasa.
Recuerdo una vez que estaba en el restaurante del hotel Colina, frente a la universidad de La Habana (daba clases a horas incómodas por lo que tenía que almorzar allí), y no me quedó más remedio que pedirle al camarero unos papeles. Pensaría que estaba loco, pero así apareció una elegía a mi padre, y ese poema llegó de repente, de súbito; no podía esperar ir a mi casa. Sin embargo, no es lo habitual. A mí los poemas me llegan como pájaros, volando, sin saber cuándo. Yo los obedezco, les doy espacio.

¿Por qué se define preferentemente como un poeta?
Tengo una visión poética del mundo, de la realidad. Eso se manifiesta naturalmente en la poesía que casi siempre se escribe en versos. Pero, como se sabe, también escribo ensayos. Últimamente me he preguntado con frecuencia si no he sido injusto con ellos. Debo reconocer que disfruto mucho escribiéndolos. Creo que poseen una raíz poética, porque, como dije, tengo una concepción poética de la existencia. Forman parte de mi vida intelectual y de mi vida a secas. De manera que, si bien me considero esencialmente un poeta, debo añadir que asimismo me considero un ensayista.

¿Cómo imagina a La Habana del siglo venidero?
Más que como la imagino, como querría que fuera. Vivo hace más de 40 años en una casa de El Vedado. Cerca de mi casa había dos restaurantes que se llamaban El Carmelo: uno frente al Auditórium (hoy Teatro Amadeo Roldán), y en la calle 23 el otro, que cerró y en su lugar construyeron una cosa horrible, el Burgui, que me resulta espantoso. En La Habana que yo querría no tendrían lugar cosas de esa naturaleza, no se construirían caricaturas de otras ciudades, no las voy a mencionar porque no quiero ofender a esas otras ciudades y formas de vida.
Degustaría que La Habana creciera, siendo ella misma, conservando sus rasgos. Si ésta es una ciudad bella, ¿por qué transformarla en otra; sobre todo si esa otra es peor?
La Habana Vieja –el corazón de la ciudad–, felizmente está siendo conservada y reconstruida como ella misma. No soy para nada enemigo de lo nuevo, al contrario: me parece excelente, por ejemplo, que se ha hecho en el restorán, «A Prado y Neptuno». Pero el Burgui no es lo nuevo: es lo viejo ajeno. Por tanto, más que soñar con una Habana futura, quiero expresar mis deseos de que conserve sus rasgos fundamentales. Incluso a quienes vienen de otros países, viajeros o turistas, debemos ofrecerles lo que les gusta: La Habana verdadera y no la carente de rostro o cuyo rostro es ajeno y vulgar. Mi esperanza es que cuando o no esté, La Habana siga siendo lo que es, crezca en su plenitud, en su belleza, e incluso en su misterio.