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 A veces críptico, siempre inconmesurable..., Alfredo Guevara respondió por escrito, pero no escatimó tiempo y lugar para enriquecer con su voz ese intento de conversación silenciosa que subyace en todo cuestionario.
Defensor inclaudicable del artista en revolución, Alfredo Guevara es capaz de asumir la vacilación y la dudas filosóficas, pues no se reconoce dueño de certeza alguna, sino ser un buscador incesante de la verdad.

 A punto de concluir el presente siglo, muchos nos sentimos compelidos a retroceder hasta el siglo XIX en busca de nuestras raíces. Si usted pudiera, por primera y única vez, trasladarse personalmente hasta esa época, qué momento de la historia de Cuba desearía presenciar con sus propios ojos?
La patria nace. La identidad cubana va cobrando forma. El criollo ya no es tan sólo el blanco, el español que lejos se destiñe; la cultura va siendo sin saberlo teñida de africanía y es mestiza; no puede aún decirse que es, comienza a ser mestiza. Si comienza ya es.
Se confunden nacidos andaluces, un poco moros y tal vez judíos, castellanos, gallegos, asturianos y vascos, y de Canarias tantos, que no se sabe ya quién coloniza, la península ibérica o las islas. Y ya en Cuba todos se confunden, acaso por vez primera devienen españoles. Son entonces criollos, por eso tan distintos, y amamantados todos por nodrizas esclavas que siembran erotismos africanos. Otras etnias se funden en barracas, barracones terribles que recuerdan oprobios, en ése, el otro origen de la patria.
Entonces ¿cuál ser pudiera el escenario preferido para éste, que aquí soy, cuando se acerca el siglo XXI? No quisiera servirme de esa «máquina del tiempo» imaginaria. La tertulia de Domingo del Monte me fascina pero temo que, como aquí y ahora, me confunda, y confunda el diseño auroral con escenarios, que inmediatos no muestren sus esencias, y en lo exterior se queden. Es una tentación mayor la que propones, porque Domingo del Monte es un modelo de la fuerza que el poderío intelectual ejerce, irradia y siembra. Y siempre pienso que prefigura aquel taller de ideas, de sueños y de acciones, lo que fuera en soledad trágicamente hermosa, el perfil intelectual de José Martí. Qué dolor si esa «máquina infernal» me devolviera a Martí jovenzuelo encadenado, un Prometeo, un justo que en galera escribe: Salió el sol al horizonte:/Y alumbró a un esclavo muerto,/Colgado a un ceibo del monte./Un niño lo vió: tembló/De pasión por los que gimen:/Y, al pie del muerto juró/Lavar con su vida el crimen! Tengo a mi vista siempre en el despacho donde trabajo día a día, y a veces también noche, un óleo maravilla de Servando Cabrera Moreno que a Martí retrata, y no su rostro. Un gran artista, acaso sólo él pudiera hacerlo, lo hizo, retrata el alma de Martí, el ser pensante, la tristeza del ser, esa ternura, ese misterio arcano de los hombres que inventan el destino y lo trazan, coma en la cruz, muriendo por los otros. Quiero tenerlo así, mirarlo, amarle, sentir los pliegues de color superpuestos, transparencia del ser que se trasciende en patria, en universo.
No quisiera irme atrás, ese cuadro me basta; me basta ser martiano hasta los huesos.
El siglo XIX, Siglo de Oro, ilumina hasta hoy, pero quisiera mirar desde esa otra luz que acaso está lejos aún, la solidaridad del hombre para el hombre; esa dación platónica y cristiana que el marxismo más puro hace divisa para el quehacer del hombre socialista, el amor coma fuente de la vida, la vida como fuente de belleza.

Para usted, que conoce y ama profundamente la obra de Félix Varela, ¿cuán sugerente resulta que el Padre de nuestra nacionalidad sea venerado como un santo?
José Martí se adelantó a la Iglesia y nos enseñó a venerarle como aquel que nos pensó primero. La generación en que mi vida se inserta nació profundamente martiana y acaso por eso devine igualmente vareliano, también delmontiano y sacoísta. No son los únicos, pero si mis símbolos de la profecía. Ellos sintieron que por debajo de la sabana entre la ceiba y la palma, en la montaña alta de intrincada selva y en las ciudades de aparente calma donde la criollada se ejercía en dueña de ilusorio pero gozante reino, al que con timidez se asomaba el mestizo, un temblor despertaba la conciencia dormida, adormilada sólo, y que ese atisbo de lucidez podía, de selva y de sabana, y de ciudad, hacer un hervidero, el que la vida impone mientras crece; una otra sociedad se iba forjando y ya la Isla no era la que fuese, la que a los ojos simples se mostraba. En realidad venero a esos tres santos y no sólo al Padre Félix Varela, Santos los declaro en esa pequeña y personal Iglesia en que reside para San Agustín el Dios arcano, en mi conciencia.
Pero es el Padre Félix Varela el que pudiera por la Iglesia Católica ser declarado Santo. He podido apreciar en estos días, con la visita del venerable Santo Padre, que la Iglesia Católica cubana, como el Papa, se subraya mariana. La Virgen de la Caridad del Cobre ha sido proclamada Reina Patrona, y ya lo era, pero ahora se revela aceptada, y si pudiera serlo aún venerada más y, por más venerada, resulta que se suma a los que, sin esperar por tanto, ya lo hacían.
Nadie ha descubierto, sin embargo, que el milagro que falta al Padre Félix Varela y que permitiría proclamarle beato y luego santo, está a la vista. Él la fundó cristianamente, cristianamente la pensó soñando, porque cristiano verdadero supo que el otro no podía ser esclavo, que el reino del criollo no era reino si en la sangre de esclavos se fundaba. Y por eso la patria visionada, la que sembró, en los buenos que la hicieron posible, fue siempre concebida para todos, libres los unos y los otros, hermanos, uno sólo, cubanos. El milagro que falta, que no han visto los expertos, los doctos, los que esperan que el sueño se ilumine con un rayo de luz que porte un ángel, es una patria, Cuba, de hombres libres, que el día en que sonó La Demajagua, sonó por dos que en uno convertía, la Independencia de Cuba y la liberación de los esclavos. No hay nada que me asombre. Su lección quisiera, la hondura de su ser que enlaza en la ternura su amor a cada quien, persona humana, con el diseño largo de la patria; quisiera si, quisiera, que esa lección no fuera codificada en símbolos, liturgia, incienso o ritos: que la «ideologización» no le arrebate ese aliento de vida que su ejemplo despliega.

¿Cuál ha sido su visionen el tiempo del Grupo Orígenes y su significado para la cultura nacional?
En los días reales del Grupo Orígenes, mi vida e inquietudes andaban por otros parajes de la curiosidad y la conciencia y no tuve la oportunidad o la agudeza de descubrir desde mi juventud, arrastrada por combates, lo que aquella experiencia literaria y del pensamiento debió significar para mí. Experiencia revolucionaria, profundamente revolucionaria porque desde inesperados senderos entregaba torrentes de vida en la que parecía, imagen lastimada de la patria. No fueron ellos solos, los de Orígenes, quienes salvar la identidad cubana proponían, mientras la subcultura que hipnotiza y fascina entraba en nuestra casa por puertas y ventanas, por rendijas, anegando. Fue también entonces, y «el azar concurrente» me declaró testigo, cuando otra voz escrita hizo sentir su presencia. Llegaba bien traducida creo, pero traducida, lo mejor de la literatura norteamericana, irrumpiendo en letargo largamente sufrido, modélica, inquietante y portadora de toda la violencia y contención posibles, de una poética fascinadora para quienes buscaban asideros. Deslumbrada quedó nuestra generación, y natural e inevitable fue que su influencia permeara la obra joven.
De este modo sutil la vida pasa; y la historia de eso que llaman «la capa intelectual» va forjándose; legítimo, ilegítimo, qué importa; ya sólo importa comprender la historia, descubrir accidentes y reductos; saber que todo instante de la vida tiene anverso y reverso y entresijo y que la identidad nunca termina de perfilar su imagen que se afina con proyectos pensados y accidentes. No basta saber, como sé ahora, que mis amigos por entonces eran, fueron, portadores, mejor recreadores en nuestras circunstancias de otras formas de ser, de escribir, de abordar el lenguaje, esa estructura que el pensar recoge y que también «retrata». Enriquecieron a su manera nuestras opciones literarias; y el tiempo, ese escultor que no fatiga de revolverlo todo y de fundirlo se encargará de darnos en aquellos y en otros creadores, sorpresas.
Y coma fui testigo joven y ahora miro, desde la lejanía, puedo decir que aquel Grupo que presidió Lezama descansando en un trono que unos vieron «sillón» y llamaré «talento», fue reducto de la cultura cubana, ese milagro necesario para que todo lo que llega llegue y pueda ser recibido sin rendición posible, recibido desde el duro diamante de lo nuestro.
Y es por eso que pensando en Lezama, en sus amigos todos, y en Alejo Carpentier y en José Martí, pero pensando igual en nuestro idioma, desde Góngora a Lorca, me diría, la lisura del mundo ha sido tanta, tan extendida, tan acumulada, que la tristeza en que nos sume exige del barroco que irrumpa, abra fisuras, las ensanche; desbarate el sopor de líneas rectas, las doble, las enrede, enredaderas siembre y el mundo invada de complejidades, incluyendo el misterio, el disparate, las lianas que las selvas organizan.
 ¿Que organizan la selva! Es la constante del Universo todo, encuentro de equilibrios, ¿de nuevo la lisura! No creo. Es la constante, pero la armonía, la musicalidad interna de las cosas no contradice el barroquismo del carácter, la esencia del cubano, su misterio. No es esa ni muy remotamente la lisura.
Julio Cortazar ha escrito estas palabras que desbordan la Isla y a sus protagonistas escritores y se extienden ansiosas y serenas por las tierras de América, la patria que Martí soñaba: «El barroquismo de complejas raíces que va dando en nuestra América productos tan disímiles y tan hermanos a la vez como la expresión de Vallejo, Neruda, Asturias y Carpentier (no hagamos cuestión de géneros sino de fondos), en el caso especialísimo de Lezama se tiñe de una aura para la que sólo encuentro esa palabra aproximadora: ingenuidad. Una ingenuidad, americana, insular en sentido directo y lato, una inocencia americana».
Y más tarde: «Qué admirable cosa es que Cuba nos haya dado al mismo tiempo a dos grandes escritores que defienden lo barroco coma cifra y signo vital de Latinoamérica, y que tanta sea su riqueza que Alejo Carpentier y José Lezama Lima puedan ser los dos polos de esta visión y manifestación de lo barroco...».
El Grupo Orígenes no fue otra luz que aquella que esperábamos.

He leído la entrevista que concedió al semanario Lunes de Revolución a inicios de los 6o, cuando comenzaba a perfilar el ICMC, y me ha impresionado la objetividad de sus respuestas de entonces. De ellas extraigo la siguiente idea: «La Revolución no es ajena al arte. El arte no escapa a sus convulsiones. El arte existe para provocarlas, unas veces en la conciencia, otras veces en la sociedad». Casi cuarenta años después, ¿mantendría esa opinión con la misma vehemencia?
Sigo pensando que la Revolución no es ni puede ser ajena al Arte. Debe ser y es por definición obra de Arte; y desde su impulso y mientras se realiza, proyecto tan refinado y ambicioso que no podrá sino serlo cuando alcance ese perfil y logre, en cada ser humano, en cada ciudadano de su frontera y otras, sembrar lo que está en él y que no siempre emerge, una vida espiritual plena y abierta, que busca aunque no encuentre interrogantes, hasta volcar su sed hacia los otros. Es la hermandad del hombre con el hombre la primera respuesta, la oculta, la escondida, la esperada; es la fraternidad de los humanos la que pudiera abrir tal vez al mundo otro horizonte. Si la Revolución lograra tanto, si una Revolución cualquiera lo lograra, entonces ya tendría entre sus rasgos aquel que más importa; humanizando estará, no numerando. Y esa humanización del hombre cada uno, no generalización abstracta obnubilante, hombre de carne y hueso en su sitial preciso, la casa que no habita o la que tiene, la posibilidad de ser sin rendiciones, el libro que le falta o que le sobra; el hijo que quisiera y que tenerlo ya no será posible sin lastimar de modo lacerante la auténtica virtud que tanto aprecia; no la virtud inerte de las leyes, inerte aun si ejercen su firmeza; la virtud esencial de los que creen, y que para vivir creyendo deben esquivarse a sí mismos un instante, en vergüenza de siglos traducido.
El revolucionario es un artista que no logra su obra si no cuida, apasionado y lúcido, la talla que su cincel modela en cada arista, sirviéndose del mármol, de la piedra, de la madera dura o blanda, y es la materia que debe trabajar la que le enseña, la posibilidad de ser que la potencia. Entonces recordamos, artista ser, ser revolucionario (y más serlo marxista), supone teóricos estudios y talleres, pero también exige, ante lo inerte, sociedad, diseño, conocer con exactitud la realidad que debe transformarse.
Pero la pregunta no parte de tan amplia visión de la Revolución y el Arte, sino de la precisa relación entre una y otra: «La Revolución no es ajena al arte. El arte no escapa a sus convulsiones. El arte existe para provocarlas, unas veces en la conciencia, otras veces en la sociedad». También se hace referencia a la objetividad de aquellas respuestas. Cuarenta años después la experiencia de la realidad pasa a ser un valor que se adjunta como comprobación de acierto o falsedad. Ni la Revolución es ajena al arte ni el arte escapa a la inmensa y permanente conmoción (mejor que convulsiones) que una Revolución provoca. Parece que el concepto resultó en código de verdad y que las alternativas de su acción resultan también confirmadas. Esto me encanta y pudiera jactarme de cuanto pude adelantarme, sin embargo, me siento insatisfecho. Éstos son hechos de la realidad, pero esa realidad debiera transformarse, ser transformada. Nos falta permear la cultura política de cultura artística; no para que sea más artística sino para que sea más política. La Revolución no podrá ser perfeccionada al punto que quisiéramos hasta que la política no se sepa arte, y su sustancia no resulte impregnada por la vocación armoniosa o de ruptura renovante de que el arte es portadora por definición.
Por definición, el artista es un revolucionario. Se propone transformar la realidad enriqueciéndola, entregándole formas que son nuevas o que se entrelazan y colocan de otro modo y mejor para la sociedad que le es contemporánea.
Para que esto sea posible tendrá que dejar de ser que la formación de los cuadros políticos se ajuste a marcos puramente sociales y económicos, políticos de estrecho radio, y partidarios (no incluiré aquí criterio alguno sobre este aspecto, el partidario). La formación artística de los cuadros políticos ensanchará y refinará sus posibilidades de apreciación y acaso alcancen a influir de algún modo en las corrientes artísticas si éste fuese su subyacente propósito, lo que tendríamos que suponer ya que su objetivo es transformar el mundo, o transformarlo en su inmediatez y contemporaneidad. Acaso se trataría de realizar esa tarea afinando potencialidades hasta irradiar la experiencia revolucionaria transformante entrelazadamente. Es lo que logra la cultura pop norteamericana, la cultura norteamericana de masas, ese arte homogenizador que todo lo desmedula y asimila, convirtiéndole en fascinante recurso de adormidolamiento, en la felicidad límbica de sentirse modernos y aligerados. Aligerados del alma. Ese ser perturbador que se empeña en habitarnos y que, una vez adentrados en el mundo de Disney, la sobreinformación saturadora o el best seller, ya nada tendría que hacer en nosotros, coma no fuera molestar esa disponibilidad perenne para la evasión placentera que resulta de los audífonos incorporados a la personalidad de la persona (ipersona?).
La acción intelectual más avanzada políticamente para defender la Revolución, sus logros y sus potencialidades sería, acaso, acercar las vanguardias impidiendo que la artística, sintiendo indiferencia o rechazo, resulte artificialmente aislada; y facilitando que la política acceda a la cultura artística enriqueciéndose espiritualmente sin la pretensión de utilizar sin comprender, que ha sido el más común camino. Me he centrado en la vida intelectual artística y en sus potencialidades, pero la reflexión que resumo pudiera ir más lejos y abordar la interrelación no formal, sustancial, que para con la intelectualidad toda seria deseable.

Usted ha dicho: «aun hacienda el ridículo entre palmeras, maracas y pacotilla, Rita Montaner lograba dar algo esencial e inaprensible de lo cubano». ¿Qué es para usted la cubanía?, ¿cómo apresarla y trasmitirla con autenticidad?
«... sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu». ¿No estará en esta cita de cita de La muerte en Venecia, de Thomas Mann, la clave que puede dar inicio a la respuesta? En Rita las dos raíces múltiples que forjan la identidad cubana ya eran una y desplegada, es decir, superando de pasados, olvidando la historia del origen ser la otra, se había fundado el ser que conocimos, y como la belleza acompañaba, o mejor, era, en aquel esplendor surgido de la patria, el camino de lo sensible se allanaba para dar en su rostro, en su voz, en su persona corporeidad a lo cubano.
Ésta es la descripción de eso que pasa con ciertos artistas y lo que otros llaman proyección carismática. Si Rita aparecía en escenario, toda luz se apagaba sin que así fuera; era ella sola la que lo poblaba. He sentido igual sensación con Carmen Amaya, Alicia Alonso, Joséphine Baker y en ocasiones, cuando jóvenes éramos, con Raquel Revuelta y Dolores del Río. Es lo que a veces sentimos con Silvio Rodríguez y nunca por dos o tres minutos, pero si en el cuarto con Sara González o Pablo Milanés.
¡Que extraño fenómeno o misterio!
El espíritu asoma desde el poro, se escapa de la carne y la trasciende para tocar el corazón del otro y conventirlo en cómplice y tambor batiente. Ésa era Rita Montaner, «la única» decían, empeñados en ridiculizar su imagen populacheramente venerada; y «la única» era, indiscutible. Para mí también es única pero de otra manera. Era una intelectual de verdadera formación musical, tan refinada, que de guaracha a ópera pasaba sin que una cuerda se rompiera en tanto, era su voz, su cuerpo, el instrumento de que podía servirse y lo sabía, para darnos la música celeste de lo esencial cubano en cada ritmo, en cada frase musical, en cada frase frase, en cada melodía y en cada movimiento, en ella era distinta la cadencia que es el alma de la danza, la danza era cadencia. Lo cubano no puede precisarse, cada día es igual pero es distinto y son quienes lo encarnan con su ser y maneras, con la forma de estar y de hacer, con sus logros y ajustes y fracasos, quienes lo van fundando en el arte, en la vida cotidiana, excepcional a veces, en esa trama que la Revolución social va perfilando empeñada, en auroral futuro.
¿Cómo apresarla y trasmitir con autenticidad la cubanía?
Será siempre una aventura. Apresarla sólo será posible si no la encerramos en «ideologizaciones» y conceptos. Se trata de que cual es sea, y de que día a día se enriquezca con nuevas experiencias que dejaran huella o se irán con el viento; sin apuestas calculadas.
Dejarla ser sin contricciones será la auténtica manera de cuidarla; y si ese ser se despliega en todo su esplendor, esplendor del arte; del pensamiento que no se arrebuja entre almohadones o corazas, del pensamiento que se piensa; de la ciencia; y de ese saber solidario que no mira en el otro entelequia cifrada sino humano vibrar de la persona; si tanto se lograra, la cubanía no habría que «trasmitirla», su irradiación tendrá tan largo alcance que será superado ese objetivo.

De las personalidades de la política y el arte, tanto nacionales como extranjeras, que ha tratado en su vida, cuáles han dejado una huella más profunda en su sensibilidad?
Pienso en Luis Buñuel, en Wifredo Lam y en Neruda Pablo, en Jorge Amado y en Simone Signoret, en Gerard Philipe y en Glauber Rocha, en Jean Paul Same y en Alejo Carpentier y en Julio Cortázar o en Mario Benedetti, en Raúl Martínez, en René Portocarrero, en Pablo Picasso, y claro, en Servando Cabrera Moreno; en Claudia Cardinale, en Rita Montaner y en Vanessa Redgrave; en Antonio Saura y en Gades Antonio y Joséphine Baker o Maria Casares, en Raquel y Vicente Revuelta, en Tony Richardson; en Gabriel García Márquez y en Cesare Zavattini, en Leo Brouwer, en Alicia Alonso y en Víctor Sklovski, en Paul Eluard y en Dominique, y en Roberto Matta, en Schnabel o en Peter Greenaway y en mis profesores amados e inolvidables de Filosofía y Letras, pienso en Vicentina Antuña y en Manuel Bisbé, en Rosario Novoa y en Luis de Soto y en Dubouchet, en Ludwig Schajowics, en José Manuel Rodríguez, en Jorge Mañach que me descubrió a mí, laico, a San Agustín pensador y poeta; en Joaquín Weiss y en Luis A. Baralt y en Salvador Vilaseca, Juan B. Kourí y Raúl Roa o Alfonso Bernal del Riesgo y claro, extramuros, en Fernando Ortiz y en Emilio Roig de Leuchsenring. Cómo encontrar la huella más profunda en tanto privilegio.
Y sí recuerdo a otros, a esos que llamas los políticos, a Enrico Berlinguer y a Francois Mitterrand, a Juan Bosch, a Salvador Allende y Miguel Enríquez, a Carlos Rafael Rodríguez y a Rómulo Gallegos, Jorge Eliecer Gaitán o Lázaro Cárdenas y a Yeyé Santamaría, a Eduardo Chibás, a Che, a Celia Sánchez Manduley y claro a Fidel. Qué puedo decir... Ellos todos, otros muchos, dirigentes, cineastas, pintores, escritores, músicos, me han llenado la vida con breve o largo tránsito, marcando siempre esa señal que deja el alma para siempre poblada de rocío, leve sustancia que refresca y huele, perfume del instante que perdura.
La huella más profunda no puedo discernirla. Esa huella es saber que en cada artista habita el revolucionario que enriquece su entorno, la vida toda, el universo infinito pero no calmo siempre, renaciendo en señales que es el artista grande o pequeñito el que las forja, absorto en la tarea de reinventar sin tregua realidades, parcelas, y el paisaje del alma. Ese artista debiera ser el hombre, cada hombre, si el artista mayor le despertara del sopor farragoso de la vida, organizada para consumirle, y al despertarle acaso descubriera, su posibilidad de ser poeta. Por eso es el artista una piqueta quiéralo o no, si sabe o sin saberlo, y por eso también el inmenso sopor lo rechaza y condena. De los que conocí la huella más profunda será siempre saber que del artista sólo esperar puedo, de mil maneras dicho, que cuanto se repite ya está muerto, sólo vive vida quien sin tregua la inventa.
Pero algo misterioso, un impulso que esquivo y se me impone, me hace escribir Alicia, Alicia Alonso; me hace escribir Eluard, Paul Eluard; y escribo Gerard Philipe; y escribo Celia, Celia Sánchez Manduley que en estos días de dolor y quiebra extraño, cercana de mi vida y de mi madre, guardiana del temblor de amistad que a veces paraísos puebla; y escribo Carlos, Carlos Rafael Rodríguez; y escribo Alejo, Alejo Carpentier que fuera abridor confirmante de inéditos caminos; y escribo Raúl, Raúl Martínez; y Servando, Servando Cabrera Moreno, y ya no puedo seguir, tendré que detenerme, de no hacerlo, repetiré los nombres que ya dije. ¿Será que de Platón quieren mostrarme que el arquetipo existe acaso construido, que si no es preexistencia que encarna, ya no puede dejar de ser aunque la vida pase?
No he querido mencionar a los cineastas. No sé si para ellos soy el que quisiera; ellos son para mí, yo mismo.

Usted, que preconiza la necesidad urgente del «retiro espiritual» corno pausa para la reflexión, ¿se siente identificado con el espiritualismo de Bergson y la práctica de filosofar coma interrogación a la conciencia?
Conozco bien la obra y el pensamiento de Bergson, pero soy más pitagórico y platónico y plotiniano y agustiniano y einsteniano y heisenbergiano que seguidor de Bergson. Pero veo que me has descubierto. Bergson me ha dado mucho y hay en sus concepciones de la vida, del mundo, del aliento que sopla por debajo y emerge en las acciones, en su visión de la creatividad incesante de la naturaleza y del hombre, una raíz griega o una no contradicción y complementariedad con el pensamiento antiguo, con aquella pléyade de filósofos que pensaron el Universo, la vida, al hombre y cuanta interrogante era posible, sin telescopios sofisticados, sin ciclotones y sin calculadoras; sólo con el pensar que persiste y organiza y con ese incentivo fermentante que adelantándose al cristianismo situó el amor y la belleza coma impulsos de la investigación filosofante y no sólo en tanto que pasión por el saber (philo-sophía: amor al saber, al conocimiento). La vocación griega por el arte, por la armonía, por la música interior de las cosas, por el universo que sólo en pentagrama se explica, y que Pitágoras formula porque el Número establece ya con su existir la regla. El Todo si no tuviese parte fuese inerte; en Infinito lo finito existe; es el uno es el dos, el tres, la cábala, lo eterno. En el hombre ese Uno, que sólo ya no está comienza a repetirse. Y el hombre que se piensa, piensa el mundo, el Universo todo y cada parte. Así nace la ciencia en el segmento, en la abarcada zona que descifra; y de un descifre y otro se proyecta la eventual comprensión de leyes tentativas que parecen decir que en cada cosa, una música interna se organiza. Es esa complementariedad, o mejor no contradicción excluyente, la que me permite apreciar en Bergson otras vertientes y en primer término su profunda reflexión sobre la creatividad y la no menos profunda, aunque a veces más fácilmente controvertible por extrema, reflexión sobre la espiritualidad.
El impulso ético, poético, musical y subyacentemente religioso que exigía en Einstein buscar y encontrar prueba de la armonía interna del Universo en su investigación científica, encaminaba probablemente en su pensar encuentros ¿intuitivos?) de los caminos que debía recorrer y que pudieran o no llevarle a comprobar sus tesis y cálculos matemáticos. Y ni siquiera el descubrimiento de ciertas leyes de la física que sumían en la imposibilidad de comprobaciones precisas, salvo estadísticas (lo que en términos de infinito no garantizan nada o mucho), pudo apartarle de esa línea que siendo la que más y más complejos y productivos resultados tuvo, partía no sólo de postulados científicos puros sino también de una profunda inspiración moral que preferiré llamar humanística y que también fue mística: la convicción ética de que la perfección no llega del caos sino de la armonía.
Si el hombre no se detiene algún día a pensarse, y si una vez que lo hace no comprende que será absurdo recorrer la vida como pueden hacerlo la hormiga o el hipopótamo simplemente viviendo; y que absurdo será no porque no pueda hacerlo sino porque no es hormiga ni hipopótamo sino un igual perecedero y mínimo, pero igual, de ese Universo-Todo, infinito y eterno, que algunos llaman Dios y de cuya presencia en la conciencia sola y reflexiva, encontramos testimonio cuando en trance de amor nos sumergimos. Es ésa creo, la reflexión que puede ser o no en retiro y que, por ejercicio regular y pleno, acaso sea posible día a día; es ésa, creo, una de las condiciones que hacen del ser humano, humano, y de la vida algo digno de ser en el ser.

Y la intuición, ¿qué es para usted la intuición?
Mis profesores me enseñaron mucho y por eso los respeto, recuerdo y quiero. Rosario Novoa, que me inició en la apreciación artística, sabe de esa devoción agradecida. Y la menciono no sólo porque a sus noventa forma con su saber, rigor, imaginación, curiosidad ilímite y paciencia a las nuevas generaciones, sino porque más allá del curso formal y desde el Departamento de Historia del Arte, ella y Luis de Soto nos entregaron el más eficaz instrumento de trabajo para el culto del saber. La localización de la información exacta del libro y el autor adecuados o de mayor utilidad y rigor; ese discernir entre lo abundante o descubrir en lo escaso es parte decisiva en la calificación de un universitario. Digitalmente computarizada la información más rápida y abrumadora no será útil si no quedo en condiciones de seleccionar con acierto para el objetivo que persigo o que sosegadamente busco.
¿No será la intuición intelectual resultado de resortes de igual naturaleza? Me atrevería a afirmar que la inteligencia más y mejor cultivada y ejercida recibirá intuiciones más certeras. La cultura y la sensibilidad según se afinan adquieren cualidades nuevas, desarrollan según me parece imanes que permiten atraer, selectivamente, esos hilos conductores de información o asociaciones imaginativas o conceptuales, útiles o imprescindibles al desafío de una interpretación o representación, sea poética o matemática o de cualquier otro tipo.
Intuir sería entonces algo así como recibir una señal, el requiebro de una imagen que puede por el clima de nostalgia en que el escritor trabaja completar un verso o una frase, o si se exalta ante la desmesura de la naturaleza planetaria o del universo todo incorporarse a un canto o a un himno siendo ésa y no otra la precisa línea que tendría que ser «construida».
La palabra, el concepto, la frase, la imagen que, por existir, atrae a la que puede serle más afín ¿no revelara de algún modo que ese resorte-imán, que nos entrega de improviso el hilo de que hablamos, sería algo así como despliegue de inspiración?
Me detengo pensando en si no habré confundido intuición e inspiración. Conozco un texto que de algún modo los combina, se titula La intuición creadora. Tendré que consultar el Diccionario.

¿Cómo ordena un día cualquiera de su vida?,¿cuándo lee?
Despierto, con casi exactitud a las 7 a.m. De despertarme se encarga Bacchus, mi amigo de cuatro patas que en dos parado me araña hasta el desperezo. Casi de inmediato hago mis notas que diseñan el día y ya, a partir de ese instante, nada debe cambiarlas. En nuestras condiciones es lo más difícil, pero me precio de lograrlo en gran medida. La organización casi ritual de una parte del trabajo es decisiva porque lo que suele ser llamado «la lloviznita», ese juego de tonteras e interrupciones inútiles, papelería innecesaria, cifrados de pacotilla, intriguillas impropias y con resultados, y otras excrecencias y banalidades convertidas en urgencias, desarticula el diseño mejor fundamentado.
Dejo algún tiempo siempre de reserva para una relación más personal y distensa con realizadores, escritores o artistas plásticos, dramaturgos, colaboradores y amigos de diversa formación profesional pero que tienen siempre algo que aportar por su cultura y agudeza, y esto me permite confrontar criterios ya que, afortunadamente, no se inhiben a la hora de expresar críticas o rechazos; y sirve a comprobar y afinar decisiones que deben siempre ser tomadas con prudencia sobre todo cuando conciernen al arte. Ejecutivo al viejo estilo, hombre de cine, sé de qué se trata y descubro sin esfuerzo esas explicaciones que, interminables envolvencias, sirven a enmascarar cuanto está por hacer o está mal hecho. Y de este modo, cortando siempre donde es preciso, exijo en cada instante evitar «las historias» y de forma concisa abordar los problemas, proponer soluciones, o fijar la ocasión en que estas alcanzarán a serlo, con la colaboración de los especialistas más calificados o de ejecutivos eficaces.
¿El tiempo de lectura? Cada noche; y cuando puedo hacerlo noche y día. Aquel que lee, a veces se detiene, repiensa la lectura o la desborda, en el silencio encuentra que otro texto hace su aparición, no es otro libro, es que aquel se prolonga.

¿Cuáles son sus libros de cabecera?
Trato siempre de que me acompañen en cercanía Nuestra América y los Verses Sencillos de Jose Marti y de tener a mano Poeta en New York, de García Lorca y sus Ensayos, textos iluminados; también el Fausto, de Thomas Mann y sus Aventuras del estafador Félix Krüll; Los orígenes de la tragedia, de Federico Nietzsche; los Cuentos orientales, de Marguerite Yourcenar, el Adriano y sus Ensayos; el Tratado de pintura, de Leonardo da Vinci; Física y Filosofía de Werner Heisenberg y toda la obra de Albert Einstein, pues soy muy aficionado a la Física teórica sin la cual no me parece razonable adentrarse en la Filosofía. Por eso entre los que se dan en llamar «libros de cabecera», los que dan vueltas una y otra vez a mi alrededor, entre aquellos que leo y releo y siempre busco de nuevo revisando algún concepto, están otros de igual temática. La Introducción a la relatividad, de Paul Langevin, La nueva física y los cuantos, de Louis de Broglie, A dónde va la ciencia, de Max Planck. No seré exhaustivo.
Por supuesto ciertas travesuras geniales de Alejo Carpentier como el Concierto barroco y El Arpa y la Sombra, los textos de Roger Caillois que me enseñó a apreciar. De Alexander Koyre, ese fascinante ensayo Del mundo cerrado al Universo infinito y ya en otro plano la Aproximación al Misterio del Ser, de Gabriel Marcel y su Diario metafísico, y ahora, en estos días, leo con pasión, descubriéndola, a Simone Weill, precisamente sus Reflexiones sobre la libertad y la opresión social. También La evolución creadora, de Henri Bergson, su obra toda forma parte de mi entorno. De Lezama Lima tengo a la vista La cantidad hechizada y los Tratados de La Habana; de Cintio Vitier, Ese sol del mundo moral y la Crítica literaria y estética del Siglo XIX cubano. Algunos títulos y la Antología de Antonio Gramsci, Los vasos comunicantes, de André Bretón; El malestar de la cultura de Sigmund Freud; y de Paul Valery su Descartes, las Varaciones, El alma de la danza y la Introducción al método de Leonardo da Vinci. Los Diálogos de Platón y en Plotino Las Enéadas, ahora De lo bello; Jorge Luis Borges, poesía y ensayos; y El azar y la necesidad, de Jacques Monod.
¿Cómo tantos libros de cabecera? La respuesta es fácil y mis médicos desesperan. Vivo rodeado de libros que circulan de la mesa de noche a los estantes más cercanos que convenientes, y no tardan en regresar. Soy asmático y me recomiendan alejarlos de mí. No puedo resistir tanta soledad. Por eso Martí, Lorca, Bergson, Albert Einstein, Heisenberg y Boglie, Alexander Koyre, Thomas Mann y Marguerite Yourcenar, suelen ser escondidos bajo la almohada o entre las sábanas. La literatura y la filosofía, el pensar y el texto que resulta, que debieran tener altares de culto, en ser condenados al clandestinaje o al ostracismo. En mi caso de esta forma tan particular.

De las piedras venerables que conserva La Habana, ¿cuál recomendaría ver a un visitante distinguido?
No son las piedras las que más me interesa interesen. Es el febril encanto de la restauración que hace renacer la ciudad vieja; ese clima invisible y sensorialmente apreciable el que trataría de trasmitir a «visitante distinguido» y también a los que no son visitantes ni se distinguen de otros muchos. Hacer surgir lo nuevo delo viejo, la nueva ciudad, ése es el gran milagro y, por milagro, maravilloso y hasta casi increíble. Es esa atmósfera de frescura, de vejez que se reestrena, de antigua depositaria de la historia, y de la belleza, que sale otra vez joven a esgrimirse y retar eternidades, lo que me fascina y fascinación invita.

Si no viviera en Cuba, ¿en qué país o ciudad le gustaría vivir?
Si no viviera en Cuba me gustaría retornar a La Habana y tener casa o apartamento frente al mar. Sentir la ciudad que amo cuidando de mí, envolviéndome en su ser y existir y regalándome su imagen, el rostro de sus gentes, la sensualidad que la transita, ese halo espiritual que de ella emerge. Y del bullicio escaparía para esconderme en la soledad, o en soledad calculada, pero sabiendo que a mi vera, yo a su vera, La Habana en su bullicio me daría su presencia. Algo me tocará cuando desborde porque no puede una ciudad guardar de sí para sí tanta belleza; por eso se trasciende y nos invade, aún si en soledad quisiéramos guardarnos. Y ese juego es encanto que no esquiva nadie que como yo, habanero, lo disfruta y sabe disfrutarlo.
Pero es también verdad que amo París sin mar y Venecia excesiva, Roma y Biarritz, San Sebastián, Montreal, Siena y un pueblecillo de la costa Ligure que se llama Santa Margherite Ligure, cercano de aquél en que Wifredo Lam pintaba. Están dentro de mí, ya para siempre recordarlos puedo, piedra a piedra, rinconcillo de encanto a rinconcillo son parte de mi vida y de mis sueños; sueños digo porque, como si en cine fueran, puedo ya sin esfuerzo reencontrarlos.
Una experiencia nueva me ha turbado porque sorprendente. De origen vasco todo un ramal de mis antepasados, y nunca buscando las raíces, visité hace tres años Biarritz, donde tiene lugar el Festival europeo del cine y la cultura de los países de América Latina; y en Biarritz me sentí en casa, y desde el viejo puerto, contemplando el borrascoso oleaje atlántico, me parecía poder mirar hacia La Habana; y entonces quise saber qué sentiría en San Sebastián, el otro país vasco, el español, y allí encontré las mismas sensaciones; son muy distintos uno y otro y las gentes resultan igualmente distintas, pero en San Sebastián pude apreciar nuevamente que a casa regresaba. No sé cómo explicarlo pero algo persiste, o se imagina el que lo siente, y si imagina, y si imagina placenteramente, lo vasco ya está ahí, o estaba y se despierta.

Alfredo, cree que su sensibilidad artística esté condicionada porque es «un hombre de la ciudad y del borde del mar». ¿Se siente poseído por ese destino insular que refería José Lezama Lima?
No lo sé. Sé que las extensiones infinitas me resultan necesarias. Y es el mar siempre móvil como el Universo quien me entrega con más pureza esa sensación. Me gusta más que ser insular ser isla. Y me encanta la vecindad de otras islas igualmente capaces de asumirse. Y en esta isla mía, no yo sino la otra, habanero me siento y mi ciudad, que mitifico para beber su esencia, lo da todo. Mirada desde el mar es un ensueño; y desde dentro si uno sabe mirar, saber mirar es ejercer ternura, entonces ese ensueño se te encima, te envuelve y en éxtasis de amor quedas absorto. Es mi amada, La Habana.
Argel Calcines
Editor General de Opus Habana
Tomado de Opus Habana, Vol. II, No. 1, 1998, pp.14-23.