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Mujer-ícono de la danza a nivel mundial, ha sido embajadora de la cultura cubana y de todo el clasicismo auténtico que la emparenta con la mejor tradición europea y americana.

Por: Mario Cremata Ferrán

«No hay color en ella, no hay gesto ni contornos, apenas una sonrisa tan imperceptible como la de Gioconda. Y el milagro está en que llegando ella a esta total ausencia de sí misma, produzca sin embargo una tan definida sensación de presencia real y viva».

Dulce María Loynaz

Sólo escuchándola, aferrado a la cuerda de su ya largo periplo vital —que es el camino a ratos demorado o tortuoso que hubo de recorrer la Artista—, uno puede tener la certeza de aquella sintética advertencia carpenteriana: «el espíritu de la danza es inseparable de la condición humana».
Aunque rechaza los absolutos, no ignora que tras su sonoro nombre, en parte resultante de ese «azar concurrente» de que nos hablaba el poeta, se esconde la dama de los infinitos atractivos, que con toda justeza es reclamada como la artista cubana más universal.
Pero Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez y del Hoyo, o mejor dicho, Alicia Alonso, se libra de toda culpa aduciendo que su fama no es más que la consecuencia inevitable de su trabajo, al ofrecer «algo» que otros admiran y valoran. Es en este punto donde su interlocutor, pensando en voz baja, realiza involuntariamente una asociación que lo remonta a la sensibilidad del enjambre origenista. Y es que miembros de ese grupo, henchidos por  la emoción, «descubrieron» tempranamente en ella algo más que la voluntad y la poesía hechas cuerpo, o la criatura que desarrollaría precozmente condiciones excepcionales para la danza, que le facilitarían, andando el tiempo, convertirse en un mito viviente insular y en una leyenda a escala internacional.
¿Quién pondría en tela de juicio la palabra hecha verso de Eliseo Diego cuando aseguró haber visto, sólo música encarnada, a cierta lumbrecilla humana, fiesta de Cuba, tramando «divinas aventuras sobre el borde insaciable de la nada»?
¿Y quién se atrevería a contradecir a otro cubano cabal que se llama Cintio Vitier por el simple hecho de que la Musa cubana se le antojara al unísono palma pez e isla pez, o porque diera fe de que su sola voz era un concierto, una «danza esbozada de palabras»?
Ciertamente, hace mucho que habita en Alicia aquella «seguridad de que una idea o una sensación pueden ser danzadas», como advirtió Lezama, incluso antes de reparar en que constituía portadora actuante de un arte que se sitúa «entre todas las posibilidades de futuridad», y que sólo ella era capaz de bailar toda la historia nuestra relacionada con la historia universal.
¿Cuántos misterios encierra esta dama que ha brillado y sigue brillando, que pudo fundar una escuela y ha dirigido hasta el presente el Ballet Nacional de Cuba (BNC), sin perder el equilibrio, la autoridad y el rigor con que se lució mientras calzó las zapatillas de punta?
Hace un tiempo la poetisa Fina García-Marruz nos hacía notar, más que la entrega y la incomparable destreza de nuestra danzarina de ojos egipcios y boca rajada, la plasticidad del perfil, en el instante en que la sublime expresión de su rostro también flotaba y se movía graciosamente por el escenario. Dicho así, tal pareciera que el milagro viene a apartarse, forzosamente, de toda «noble medida humana». Y sin embargo, ahora que cumple nada menos que 90 años, Alicia Alonso es cada día más presencia real y viva.

Decía Isadora Duncan que la bailarina debía «posarse en la tierra con la naturalidad de un rayo de luz». Nuestra Dulce María Loynaz iba más allá cuando alababa a la auténtica «bailarina», capaz de alcanzar lo que ningún otro artista, ni siquiera poeta: convertirse en una luz que se desprende de su propio foco, de su materialidad, de su carne, para vivir unos instantes sin asirse a nada. ¿Cuál es el misterio de esa luz que solamente a Alicia, todavía, le es dable irradiar?

Primero, tengo que agradecer que se me vea de esa forma, lo cual me deja pensativa y hasta preocupada, por la responsabilidad de no defraudar a una forma tan bella de apreciar mi arte. Le aseguro que si esa irradiación existe, no es consciente ni voluntaria. Si fuera un secreto, dominado por mí, tendría en mi mano la maravilla de poder transmitirlo a los demás.

Usted se ha confesado incapaz de precisar, con certeza, el momento en que la danza se convirtió en una fuerza determinante. Sin embargo, reconoce su predilección por el acto de bailar desde edad temprana, sacrificando, incluso, las actividades propias de la mayoría de los infantes. ¿No siente añoranza por esa etapa fugitiva, por aquellos años que ya no volverán?

Creo que empecé a bailar desde que me encontraba en el vientre de mi madre. Así de inquieta he sido yo. Quizás por eso, ahora que he llegado a esta edad que tengo, estoy más convencida de que tuve una infancia feliz, siempre bajo un régimen de disciplina que dista mucho del actual.
Desde el principio pude contar con la comprensión de mi madre, Ernestina del Hoyo, quien me respaldó en todo lo que me proponía en relación con el ballet. Papá se resistió primero, por aquello de que no alcanzaba a imaginarme «mostrando las piernas en un escenario», pero finalmente el entusiasmo y el orgullo por los triunfos de su hija se fueron imponiendo.
Por eso más que añorar, prefiero prolongar, eternizar aquella etapa. La danza, como acto creativo, requiere de una pureza, de una inocencia esencial. Esto, tanto para bailar como para transmitir el impulso del baile a otros, o crear una frase coreográfica.

En un medio donde por muchos años se subestimaron las potencialidades de los bailarines de nuestra región —su capacidad, por ejemplo, para brillar en los grandes clásicos—, ¿cómo logró sortear ese y otros escollos, imponerse a semejantes prejuicios?

Trabajando, y trabajando cada día más; tratando siempre de ir un poco más lejos, consciente de que lo perfecto es inalcanzable pero sí es posible mejorar. No fue fácil y todavía hay mentalidades recalcitrantes, atavismos y complejos en relación con los clásicos. Pero nunca me doy por vencida, y además, por suerte, la mayoría de las personas aman la expresión clásica en el  baile, y el clasicismo no es un corcel ni un conjunto de normas rígidas y congeladas.
Es una disciplina que capacita para todo lo demás, y es punto de partida para toda aventura estética válida.

«No fue hasta que empecé a bailar con Ígor (Youskévitch) que comencé a construir mi propia caracterización de Giselle, con la cooperación de mi compañero, que insufló inteligencia e integridad a sus interpretaciones dramáticas», escribió usted, 35 años después de haber asumido ese protagónico el 2 de noviembre de 1943, en el antiguo Metropolitan Opera House de Nueva York. ¿Lo considera a él su mejor partenaire? A lo largo de una carrera tan larga como la suya —donde, por fuerza, tuvo muchísimos pares masculinos—, ¿cómo se lograba la perfecta compenetración entre ambos?

No diría que Ígor Youskévitch fue mi mejor partenaire, pues prefiero no hablar en términos tan absolutos. Pero sí fue uno de los mejores, y con él logré una compenetración artística excepcional. He tenido la suerte de tener grandes compañeros de baile, y cada uno aportó lo suyo. Tuve, en efecto, una carrera larga e intensa, y en cada época la relación con los partenaires fue distinta, pero siempre enriquecedora.
Definitivamente creo que lo esencial es no perder la sintonía, la armonía en escena; comprender que la pareja tiene que fundirse por completo, como si estuvieran danzando el uno para el otro, atentos siempre a la música, a cada giro o pose… Podría decirle que reconozco la legitimidad de la obra en esa voluntad debidamente compartida.

En otra ocasión hemos conversado acerca del valor que le concede a la música, de su capacidad para sentirla y llevarla al ballet, de la influencia que ejerció George Balanchine en este sentido; pero quisiera saber: ¿de qué manera se comporta y alimenta eso que podríamos llamar su conciencia musical?

La música es para mí algo vivo, orgánico, que habla a mi interior. Por eso me cuesta trabajo, a no ser que esté montando una coreografía, escuchar música durante mucho tiempo, porque me agota emocionalmente. Además, sin darme cuenta, la oigo en función del movimiento, me sugiere espontáneamente expresiones corporales, pasos, acentos expresivos dancísticos...
Toda gran música me impresiona. Una vez le insistí en que si la música existe es justamente para bailar con ella. De hecho, cuando monto una coreografía es como si bailara, y cuando voy a una función bailo muchísimo, porque el conocerme todos los papeles que están siendo representados, tanto masculinos como femeninos, hace que al escuchar la melodía se me contraigan automáticamente las articulaciones. Entonces mi cuerpo funciona. Es un estado de gracia que no puedo evitar; así que, como comprenderá, termino extenuada.

¿Cuál es el paralelismo, si existe, los puntos comunes que pueden haber entre María Callas, su manera de concebir la voz, y Alicia Alonso y su metodología de la danza?

Conocí a María Callas en los Estados Unidos, porque en una etapa nuestras carreras se desarrollaron paralelamente en el tiempo. Debo decirle que algunas personas nos confundían por cierto parecido entre nuestros rostros en aquella época, y, al encontrarnos, bromeábamos sobre esto, porque a ella le ocurría lo mismo. Luego conocí más su arte y su forma de pensar en cuanto a la escena operística. Surgió la idea del ballet La Diva, con coreografía de Alberto Méndez, y trabajando en él conocí aún más sus conceptos sobre la escena teatral, que coincidían mucho con los míos.

Afirmaba Rudolf Nureyev que Alicia hablaba con el cuerpo, y que gesticulación y movimientos decían lo posible y lo imposible. ¿Es en sus ademanes, a veces leves, otras más acentuados, donde reside esa extraña fuerza que percibimos no ya en escena, sino en su cotidianidad?

Vuelve usted a los terrenos de su primera pregunta. Rudolf Nureyev, con quien bailé una sola vez en mi vida —en un inolvidable encuentro escénico en el Poema del amor y del mar, con música de Ernest Chausson—, fue un gran admirador mío desde muy joven. Cuando visité la Unión Soviética por primera vez, en 1957, él era un joven estudiante en la Escuela Coreográfica de Leningrado. Me seguía a todas partes y atisbaba mis ensayos sin que yo lo supiera. Luego de ser una estrella internacional, declaró en varias ocasiones que el verme bailar en aquella oportunidad había cambiado su concepto de la danza; que había aprendido cuánto podía decirse por conducto del movimiento y el gesto.
Nunca imaginé que bailaría conmigo en un escenario, lo cual ocurrió en 1991 en Palma de Mallorca, poco antes de su muerte. Por lo demás, me reconozco incapaz de contestar a su pregunta; póngalo también, si quiere, en el cofre de los misterios.

Dicen que usted tiene un método infalible para montar las coreografías, y que cuando supervisa los ensayos permanece atenta al compás de la música, al movimiento de los bailarines… ¿Pudiera compartir esos secretos?

Bueno, no sé si ese método es infalible. Cuando tengo listo el ballet, para hacerlo, me siento aquí [se refiere a un saloncito de su casa] y entonces, con la música puesta, le voy indicando al maître que me ayuda a montarlo. Unas veces con uno solo me basta; otras, necesito dos: uno con una cámara, y el otro, nada más para seguir la música y anotar los pasos.
Con el equipo formado, primero les cuento el argumento, como quien narra una película, y les voy dando los detalles. Acto seguido les pongo los pasos: aquí entra fulano, aquí mengano, a los tantos compases viene zutano… Dividimos la música de acuerdo a la cantidad de personajes. Es como un rompecabezas cuyas piezas se van armando.
También les doy los movimientos, el giro de los brazos [en este punto ella misma ofrece la demostración.] En el ballet, de acuerdo a las posiciones que se conocen, los brazos se enumeran: primera, segunda, tercera, cuarta, quinta posición... Igual sucede con las piernas.
Cuando todo ya fue llevado al papel, me van explicando lo registrado en la grabación y lo chequeamos; vamos confrontando; o sea, que cuando se va a montar, a trabajar con los bailarines, no viene a una la inspiración. Casi todo está hecho. En ese momento, el bailarín sólo tiene que aprendérselo.
Por lo regular, casi todos los coreógrafos que he conocido, se inspiran en medio del ensayo, y entonces piden al bailarín: muévete más a la derecha, haz un grand changement de pied (saltar y cambiar de pie), vírate y da una vuelta… Como la creación tiene lugar in situ, se pierde mucho tiempo; en esa espera el bailarín se impacienta.
Finalmente, en el salón empiezo a sentir el estilo. Hay momentos en que quiero lograr una posición específica, como, por ejemplo, una suave expresión de la cabeza, una ligera inclinación del cuerpo, y entonces todo va siendo filmado.

¿Cómo imagina los ballets?

[Se lleva la mano derecha a la frente y sus dedos la presionan con firmeza.] Aquí en mi mente, bien adentro. Todo va dibujado en mi cabeza. Algunos se me ocurren cuando escucho una música determinada, que me inspira la historia. Otras veces Pedro, mi esposo, me dice: ¿no te gustaría esto? Y me pongo a pensar. En mi caso, la inspiración tiene diferentes formas.
De cualquier manera, el baile entra por los ojos. ¿Cómo lo veo, con tanta falta de visión?, pues, en primer lugar, siento cuándo y cómo el bailarín está danzando.  Es algo, tal vez un reflejo, que me permite inmediatamente darme cuenta de que no se está moviendo bien, si su cabeza está quieta cuando lo que va es un movimiento más grave, más exagerado, más amplio…En ese sentido, vivo marcándolos.
También me percato de que no están bailando con la música, porque además de atender a ella, escucho sus pisadas. Enseguida digo: están bailando fuera de música. De verdad que soy temible. No resisto esa desincronización, y muy a menudo, en muchas compañías, los bailarines incurren en esta falta. Hay que ser más riguroso.
Cuando hace muchos años sufrí mi accidente de la vista y tuvieron que operarme, estuve un año acostada con los ojos vendados. Para que no se me olvidaran, repasaba en mi mente todos los ballets. No podía bailar físicamente, pero lo hacía en mi cabeza: se abría la cortina, organizaba el cuerpo de baile, veía la entrada y salida del príncipe, el duque, los campesinos… Escogía cualquiera de los grandes clásicos, de los que yo misma bailaba. Ese ejercicio me dio un entrenamiento fantástico. Me acostumbré a ver y registrar al mismo tiempo en mi mente cualquier idea, para poderla proyectar más adelante. Cuando le hablo del ballet, es como si viese una película.

Cuando prepara sus versiones coreográficas, apelando a ambientes, símbolos o referentes de la herencia romántica y clásica, ¿de qué métodos se vale para que, sin perder esa esencia, el ballet sea recibido en esta época como una verdadera creación moderna, renovada y al mismo tiempo fiel al estilo?

Ah, esta pregunta es tema para un largo ensayo. Es la relación dialéctica entre lo permanente y lo nuevo. El talento del creador que revive los clásicos en la escena contemporánea, se verifica cuando éste consigue aprehender y expresar los valores universales y eternos, todo aquello que constituye un logro artístico perdurable. Al mismo tiempo, resulta imprescindible hacerlo válido para el receptor de hoy. Desde luego, hay que partir de una preparación, de una educación en el público al que nos dirigimos, para el cual trabajamos.
De todas formas no hay que confundir lo novedoso, la renovación del lenguaje, con el valor estético, con el logro artístico. La renovación puede conllevar —o no— una plasmación artística. Y en lo clásico puede conseguirse —o no— una obra de arte. Tenga en cuenta, por ejemplo, que podemos recrear Giselle o El lago de los cisnes, fieles al estilo y al lenguaje del  romanticismo, y lograr mantenerlos como obras maestras. Y también podemos hacer una obra mediocre intentando formas y lenguajes vanguardistas.

¿Cree resueltamente en la diversidad?

La diversidad es una realidad objetiva, y no depende de que creamos o no en ella. Además, qué aburrido y monótono sería lo contrario, ¿no?

Se lo preguntaba porque llevar por muchos años las riendas de una compañía sólida, reconocida y posicionada internacionalmente como el BNC no resulta empresa fácil. ¿Cómo alcanzar un equilibrio en las decisiones, para que no se confunda lo sabio con lo autoritario?

Como dice, no es nada fácil. Todo ser humano se equivoca; además, a mi pueden gustarme más ciertas cosas y no por eso otras dejan de ser buenas. Siempre escucho la opinión de los maîtres, que son bailarines que se quedan para ensayar y se convierten en maestros; por último,  añado mi decisión. Todo es consensuado según sus criterios y los míos. Creo que sé escuchar las demás posiciones, los criterios. Necesito eso para que, como usted dice, no surjan «confusiones».

Sé que usted, además de grandes satisfacciones, ha tenido momentos amargos, como, por ejemplo, la sensación de pérdida cuando alguien que formó decide abandonar la compañía. ¿Cómo pudieran Alicia y el BNC evitar esas situaciones?

No creo que podamos hacer algo. Hacemos todo lo posible, no para que no se vayan —esa es una decisión personal—, sino para que su carrera se desarrolle, para que adelanten. Nosotros les proporcionamos cuerpo, alma y conocimiento y, de la misma forma, a los profesores les exigimos que se entreguen.
Considero que la nuestra es una de las pocas compañías del mundo donde se le enseña tanto a un bailarín. Porque éste necesita no sólo aprender la técnica, sino que se le ayude en su desarrollo, y mostrarle, además, la experiencia que una ha tenido en escena, el estilo con que se bailan los diferentes clásicos. Eso no lo hacen en ningún lugar del mundo. Algunas veces enseñan la coreografía, para aprenderla de forma mecánica; el resto lo pone en bailarín. Si lo hace bien, bravo; si no, allá él.
Cuando los bailarines salen del BNC tienen una preparación tremenda; incluso, acerca de cómo montar coreografías y ser ensayadores. Eso ellos no lo saben, no están conscientes hasta que no se enfrentan con la realidad de otras academias y dicen: «¡Ay!, ¿pero esta gente no conoce las reglas de escena?» Claro, ellos sí las saben porque nosotros se las mostramos. Pero muchos creen que eso es natural, que es normal en todas partes. Ese cocotazo se lo dan cuando se enfrentan con la vida.
Nosotros ponemos un bailarín en escena y resaltamos sus cualidades y, como nadie es perfecto, cualquier defecto que tenga se lo «tapamos», tratamos de que el  público no se dé cuenta. Desde el personaje más sencillo hasta el más complejo, va de acuerdo con la primera fi gura, tanto en tamaño como en la forma de moverse, para que la obra tenga coherencia y alcance credibilidad. Es un trabajo grande, pero así lo hacemos. ¿Se imagina a la mamá de Giselle más pequeña que la hija?

Recientemente, numerosos intelectuales dentro y fuera de Cuba, reflexionando sobre los años difíciles en que se tergiversó nuestra política cultural y se dañó a artistas valiosos,refieren, sin embargo, que existió una especie de refugio, un núcleo formado por la Casa de las Américas, el ICAIC y el BNC, que acogió y brindó apoyo a muchos de ellos. Al mismo tiempo, con frecuencia se repite que eso se debió al coraje y a la gestión personal de Haydée Santamaría, Alfredo Guevara y Alicia Alonso. ¿Pudiera ofrecer su valoración sobre aquella dramática coyuntura?

Perdóneme, pero honestamente prefiero no referirme a temas tan complejos, polémicos y dolorosos. En vez de eso le propongo que miremos el presente y el futuro, con luz larga y optimismo.

¿Qué es para Alicia la cubanidad? ¿Acaso el valor expresivo de su gesto, la síntesis teatral que consciente o inconscientemente consigue con cada movimiento?

En alguna ocasión en que me interrogaron al respecto, admitía que lo cubano en la expresión artística existe, ¿quién lo duda? Pero al mismo tiempo, ¿quién es capaz de definir algo tan esencial, volátil y cambiante?
Seguramente conoce usted el bello libro de Cintio Vitier sobre Lo cubano en la poesía, y los muchos intentos de definir ¿ese sentimiento? en nuestra pintura y en nuestra música. En la danza ocurre otro tanto.Por lo que a mí respecta, me lo reservo. Es una tarea que no me corresponde. Creo útil que se estudie qué es lo cubano en el ballet, y sobre todo en la danza en general. Aunque presumo que las razones últimas, las definitivas, siempre se nos escaparán.

¿Cuál es la misión social de un artista de la danza clásica?

La misma de todos los artistas de esta época y de este país. Existimos para crear belleza y, a través de ello, hacer que el mundo y los seres humanos sean un poquito mejores. Nos toca contribuir decididamente a la paz, a la creatividad y al mejoramiento humano.

Desde el lado del público, tengo la impresión de que lo que eleva y hace particularmente atractivas a nuestras primeras figuras es el milagro que sólo se reconoce en lo resultante; esto es, el modo irrepetible en que cristalizan en escena cada gesto, acento, movimiento… ¿Coincide con esta apreciación? ¿Cuáles son los rasgos distintivos, el sello de la «escuela cubana de ballet»?

En ese resultado a que usted se refiere inciden muchos factores: la personalidad, la técnica, el dominio de los estilos y de los aspectos dramáticos y las características físicas. Y dentro de eso, un hálito común, que es la escuela cubana de ballet, que incluye todo lo anterior, dentro de una estética y una forma de proyectarnos escénicamente, que nos caracteriza.

Precisamente, quisiera saber hasta qué punto la gloria artística, además de las condiciones físicas y el rigor técnico, depende del carácter, del temperamento.

En buena medida toda realización artística nueva suele ser el triunfo de un carácter. Sin disciplina y fortaleza espiritual, no hay cualidades que se desarrollen.

¿Y a usted no le mortifica, o ni siquiera le preocupa que la imiten un poco?

No trato de que me imiten, sino más bien de que me comprendan. Como maestra y ensayadora, siempre intento descubrir y desarrollar la personalidad y la idiosincrasia de cada bailarín, pero dentro de una disciplina, y una cultura teatral. La imitación es una acción externa, vacía. La expresión legítima viene del interior del artista, lo que hay es que encaminarla por el camino adecuado.

Alicia, ¿le seduce la fama? ¿Cómo asume el ser una figura pública?

Bueno, es algo muy agradable; si le digo lo contrario es mentira. Una disfruta que reconozcan su trabajo, porque mi fama viene por eso, por mi trabajo. Ofrezco algo que otros admiran y valoran.
En ciertos momentos, por ejemplo, me encantaría sentarme en el Malecón, que me seduce particularmente, a sentir el aire, a escuchar el mar… Pero si lo hiciera, al poco rato tendría alrededor mío a varias personas que vienen a conversar, lo cual no me disgusta, pero entonces ya no podría gozar tranquilamente, allí, sentadita en el muro sin que me perturben. Algunas veces digo: quisiera ponerme algo en la cabeza para que no me reconozcan, mas temo que no serviría de mucho.
Sí le digo que es muy hermoso, para cualquier ser humano, que alguien se acerque a decir algo agradable, que lo distingan. ¿No se da cuenta que me da el sentido de que soy parte de este mundo, de que no estoy sola?

¿Cuál es su valoración sobre el desconocimiento de los códigos del arte danzario, y concretamente el ballet, en una parte de las llamadas «élites cultas», no sólo en Cuba sino también en el extranjero?

Ésa es una vieja problemática, bastante superada en nuestro país, donde afortunadamente una gran parte de nuestros intelectuales de hoy conocen y valoran el ballet, lo cual no siempre fue así. La paradoja está en que muchos critican al ballet y no saben ni el «abc» de este arte. Lo atacan por pura ignorancia. No se perdonarían desconocer quién fue Goethe, Beethoven o Picasso, pero no tienen idea de quién es Noverre, Fokín o Galina Ulánova. Creen que atacar o bromear sobre el ballet clásico, y elogiar la danza moderna, es algo que los muestra como espíritus muy avanzados, sensibilidades muy contemporáneas. Y es un engaño porque atacan el ballet por lo que el ballet no es. En Cuba, por suerte, también hemos tenido grandes intelectuales muy cercanos y conocedores del ballet, como Alejo Carpentier y José Lezama Lima, por ejemplo.

¿Qué recomendaría a aquellos que no han alcanzado la «sensibilidad» para admirar y valorar al ballet como arte?

En primer lugar, les diría que se están perdiendo la mitad de sus vidas. En el ballet hay mucha imaginación; y verlo es un bálsamo, un descanso, un reposo mental de todas las preocupaciones, los dolores de cabeza. Y al mismo tiempo, una demostración muy grande de lo que se puede hacer con el cuerpo humano, que es bien complicado. Eso es un gran estimulante, así que no pierdan más tiempo: vayan a disfrutar de una función de ballet.

¿En qué medida se ha logrado en el siglo XXI la conjunción de factores que garanticen un «luminoso porvenir para la danza»?

Un «luminoso porvenir de la danza en el siglo XXI» puede estar garantizado o comprometido dependiendo de muchos factores. En primer lugar, sin paz en el mundo, no habrá Arte, y ni siquiera Humanidad. Tampoco podemos obviar que en muchos países el apoyo institucional o estatal a la danza es muy precario; es tratada la danza como una «cenicienta» entre las artes. Por otra parte, en América Latina hay países donde continúan arraigados grandes prejuicios contra el ballet, en relación con temas que hemos abordado antes. Pero la danza sigue siendo una expresión de enorme importancia cultural para los pueblos; alcanza un desarrollo y variedad ilimitados en muchas naciones. Creo que el ballet continúa teniendo una gran preferencia entre los públicos. Por lo tanto, soy optimista en cuanto al futuro de la danza.

Evocando su ciudad, como el sitio donde está «asegurada la continuidad de nuestro ser, la prolongación de cada uno de nosotros hacia el pasado y hacia el futuro», ha asegurado que se trata de una obra que todos los días se levanta y que jamás dejaremos de construir. ¿Es una suerte de capricho privativo de esta urbe o una cualidad que se proyecta en otras plazas?

No podría decirle con seguridad, pero sí tengo el convencimiento de que La Habana tiene una dinámica y un halo mágico peculiarísimos. La Habana es acumulación y es más que eso, es un resultado conseguido, en parte, por la persistente e involuntaria aportación de cada uno de nosotros, sus habitantes. Creo que a La Habana le sucede un poco lo que a la escuela cubana de ballet, en cuanto a organismo activo que siempre se está renovando y enriqueciendo. Y si me pidieran que evocara una imagen de mi ciudad, yo recordaría  a ese andariego caballero que recorre y ennoblece La Habana con su palabra viva y su ejecutoria, ayudando a este pueblo a entenderla, cuidarla, respetarla, amarla… Por supuesto que me estoy refiriendo a nuestro entrañable amigo Eusebio Leal, supremo guardián de la villa.

Alicia, ¿y qué peso tiene en su vida la condición de habanera?

Bueno, para mí La Habana representa la prolongación de mi propia casa. A veces, en los fugaces momentos de reposo de que puedo disfrutar, se acumulan en el recuerdo aquellas noches de calor, cuando mi padre me llevaba con mi madre y mis hermanos Elizardo, Blanca y Antonio al Malecón. No hay duda de que aquellos momentos marcaron mi predilección por ese paseo, que es también barrera de contención de las aguas caribeñas. Admito que el paisaje visto desde allí, el olor del aire salado, todo crea para mí una atmósfera de paz y belleza.
Podría añadir que La Habana Vieja constituye otro escenario especial. Aunque nací en Marianao, específicamente en el reparto Redención, y más tarde viví muchos años en El Vedado, fui bautizada en la Iglesia del Ángel, la misma que Cirilo Villaverde tomó como espacio ideal para desarrollar su Cecilia Valdés. Tampoco pude ocultar mi emoción cuando supe que, en este sitio de cubanía, fueron igualmente bendecidos el padre Varela y José Martí, el Apóstol de Cuba.
Además, asociadas a mi carrera como artista están la Plaza de la Catedral, donde bailé tantas veces y estrené ballets como Paganini, y también la Plaza Vieja, donde más recientemente la compañía presentó mi coreografía Shakespeare y sus máscaras.
En esta rememoración a la que usted me ha llevado, no quisiera que faltara el agradecimiento al poeta Lezama Lima, que en un texto maravilloso me imaginó bailando en el «centro de imantación de La Habana» —para él, el Castillo de la Real Fuerza—, «entre las hogueras y las primeras auroras» de la naciente San Cristóbal, justo el día de los comienzos, en la hora fundacional de  la nacionalidad cubana.
En fin, son tantos momentos que me unen a La Habana que me sentiría indefensa si me apartaran súbitamente de ella. La Habana, nuestra Habana, es mi entorno, mi hogar, no me imagino sin ella. Es un orgullo; en ella está la huella de nuestro pasado y la semilla del porvenir.

La vida de una ballerina no sólo implica entrega; es una vida de renuncia. ¿Cómo es su dieta, un día cualquiera, ahora que, aunque no retirada, ya no calza las zapatillas de punta?

[Se me aproxima, todavía más, como quien busca a su cómplice para hacer la confesión. Se lleva la mano derecha al rostro.] ¡Ay, mis zapatillas!, si usted supiera cómo las extraño. [Se detiene unos segundos.] Mi vida entera la he pasado bailando. Sigo haciendo muchos ejercicios, calentamientos, y algunas veces le digo a Pedro: hoy tengo ganas de pararme en punta. Quizá un día lo haga, aquí en casa, para asombro de todos.
Como toda la vida he debido ser estricta con mi dieta, la verdad es que ya estoy acostumbrada. No sufro con eso. Siempre he tenido excelente apetito, pero, de cierta forma, aún sé lo que debo o no debo comer. Hay que saber llevar vida de bailarina, no trasnochar, cuidar la figura, las piernas...

¿Ha pensado alguna vez en abandonar el magisterio, en despedirse de sus alumnos?

Soy de las que piensan que se necesita vivir intensamente. Creo que hay tanto, pero tanto por qué vivir, que sólo espero que la ciencia me ayude y que descubra cómo estimular toda la fibra del cerebro, los músculos, para resistir y seguir andando. Ése es mi gran anhelo. Espero que se dediquen a eso en vez de inventar tantas formas de cómo matar lo más bello que tenemos: la vida. Como pienso vivir doscientos años, supongo que, cuando se agote ese tiempo, tendría que retirarme. Para entonces, ya no estaré aquí, estaré en otro planeta.

De todo su legado, de lo que su figura representa no sólo en el universo de la danza, ¿qué le gustaría que fuese conservado con mayor celo?

Lo que quisiera es que me recuerden..., pero que me recuerden como soy.

 

MARIO CREMATA FERRÁN cursa el
Último año de la carrera de Periodismo en
la Universidad de La Habana.