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En los cuadros de Juan Alberto Díaz parace hablarnos el color en su vibrante recorrido por un variadísimo espectro: de los azules y verdes a los sienas, anaranjados y rojizos.
Permanencia obligada en la pintura cubana actual parece tener el paisaje, mucho más para quien engendró sus necesidades expresivas en los artilugios del género y se dejó atrapar por el mismo en un pacto con la eternidad.
Magia de luces y sombras abrazadas como apasionados amantes que remembran las románticas visiones de urbes y florestas, llenas de profundos e íntimos secretos. Todo se sumerge en una absoluta quietud y tras la puesta enrojecida del sol o los asombrosos reflejos de un amanecer, puede hasta percibirse el murmullo de un arroyuelo que rueda entre las piedras o humedece, a su antojo, las riberas repletas de caprichosas enredaderas y orgullosas palmas.
Cada elemento está dispuesto casi fotográficamente y, sin embargo, cierta soltura en los planos posteriores sucede a la exactitud detallística de los primeros, logrados con finas pinceladas y toques ligeros.
El color parece, también, hablarnos en su vibrante recorrido por un variadísimo espectro que transita de los azules y verdes a los sienas, anaranjados y rojizos.
Por unas veces claro y transparente y, por otras, bajo una bruma nocturna que se devela al reflejo de la luna sobre el agua.
Y así, el paisaje nos habla y nos seduce, en un encuentro tan íntimo con sus misterios que nos convierte en sus cómplices.
Dejamos, entonces, de ser espectadores pasivos y pensamos en la madre natura más que como entorno en escenario vital de nuestras actuaciones, para que triunfe, una vez más, el paisaje.
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Cada elemento está dispuesto casi fotográficamente y, sin embargo, cierta soltura en los planos posteriores sucede a la exactitud detallística de los primeros, logrados con finas pinceladas y toques ligeros.
El color parece, también, hablarnos en su vibrante recorrido por un variadísimo espectro que transita de los azules y verdes a los sienas, anaranjados y rojizos.
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Y así, el paisaje nos habla y nos seduce, en un encuentro tan íntimo con sus misterios que nos convierte en sus cómplices.
Dejamos, entonces, de ser espectadores pasivos y pensamos en la madre natura más que como entorno en escenario vital de nuestras actuaciones, para que triunfe, una vez más, el paisaje.