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 El más reciente «Autor y su obra», que realizan el Instituto Cubano del Libro y la Editorial Letras Cubanas, fue dedicado a Lisandro Otero González (La Habana, 1932), presidente de la Academia Cubana de la Lengua y Premio Nacional de Literatura 2002.
El autor de la novela La situación, Premio Casa (1963), al agradecer el homenaje hizo un recuento de su trayectoria como escritor que, dijo, se inició en «una casa donde existían una nutrida biblioteca y varias máquinas de escribir».

 «Mi nombre es Luis Dascal, son diez letras, un signo convencional, una marca de fábrica para distinguir un producto elaborado; no dice, no quiere decir absolutamente nada». Con esas palabras comencé una trilogía de novelas en 1963, que vine a concluir 27 años más tarde. Con ella traté de lograr una representación total de Cuba, su historia, sus aves y sus perfumes, su genealogía familiar, hasta la enorme fractura social ocurrida tras 1959, donde el pasado sirve para otorgar profundidad al presente, y a la vez trato de desplegar un conjunto de acciones para mostrar una identidad en movimiento. De eso y otras cosas se ha hablado esta tarde aquí. No voy a refrendar ni a contradecir, solamente añadir algunas pocas palabras sobre el origen de esa quimera.
Un acto de este tipo supone, debe concluir con una valoración propia y nada es más detestable que una auto estimación porque si es degradante nos somete al triste espectáculo de la vergüenza ajena y si es enaltecedora nos abruma con el envanecimiento desbordado. Me limitaré, pues, a un breve esbozo de mis inicios que deben un caldo de cultivo favorable a una casa donde existían una nutrida biblioteca y varias máquinas de escribir. La lectura incesante y reiterada del Tesoro de la Juventud me hizo conocer arcanos de la cultura universal que luego me sirvieron de acicate para descubrimientos mayores. Quizás deba remontarme a mi desmedida afición a la lectura en mis años infantiles. Alrededor de los ocho o diez años comencé a experimentar el gozo de leer: libros de aventuras y sobre todo, biografías de grandes héroes históricos: Alejandro Magno, Bolívar, Julio César, Napoleón. También leí a Salgari, desde luego, y a veces soñé con emular al Corsario Negro. Edmundo de Amicis me enterneció con su suave melodrama. Ya en la adolescencia mis primeros dioses literarios fueron españoles. Valle Inclán me deslumbró, después siguieron Azorín, Unamuno, Antonio Machado y, algo más tarde, García Lorca y Miguel Hernández. Cuando comencé a escribir mis primeros relatos, usando las viejas Remington de mi casa, tendría 14 años.
Al ingresar en la Universidad de La Habana entré en un mundo nuevo que me hizo abrir los ojos a muchas cosas. A absorberlo todo me dediqué con entusiasmo. Amigos como Tomás Gutiérrez Alea, Roberto Fernández Retamar, Guillermo Cabrera Infante y Néstor Almendros estaban también atentos a aspirar la esencia de cuanto les rodeaba y entre todos juzgamos y criticamos cuanto acontecía y así nos asomamos a la ilustración progresista. En el solar de Zulueta nos reuníamos con, Pablo Armando, Juan Blanco, Harold y Franqui. Algunos tomarían después un camino divergente y renunciarían a compartir el esplendor de una nueva era.
Las sesiones del Cine de Arte de José Manuel Valdés Rodríguez, en el anfiteatro Varona, fueron para mí una preciosa introducción a la historia del nuevo arte del siglo XX, las funciones del Teatro Universitario, dirigido por Luis Baralt, en las columnatas de la Facultad de Ciencias, los conciertos de la Sociedad Universitaria de Bellas Artes en el Aula Magna, las exposiciones de arte en los locales de la FEU, el activismo de su sempiterno secretario de cultura, Manolo Corrales, fueron considerables instrumentos de formación. Otros como Lionel Soto y Geisha Borroto, Graziella Pogolotti, Adelaida de Juan, Marta Terry, Olga Andreu y Julio García Espinosa, formaban parte de nuestra aventura descubridora. Pero no nos limitamos al regocijo de las bellas artes, también las tempestades políticas del momento nos arrastraban. Recuerdo que la guerra civil española era para nosotros algo muy cercano y entrañable. Pese a que habían transcurrido nueve años de su terminación su poder de convocatoria se mantenía intacto y los actos para darle nuestro apoyo a la república fenecida contaban con nuestro más decidido entusiasmo. Formamos parte del Comité 30 de septiembre dirigido por Bilito Castellanos y Alfredo Guevara, del cual era miembro Fidel Castro, que postulaba la necesidad de una reforma agraria en Cuba, apoyaba nuestra aproximación a la Unión Internacional de Estudiantes, con sede en Praga, de filiación soviética, y clamaba por un reforzado antimperialismo. Leímos a los clásicos marxistas y discutimos mucho en los bancos de la Plaza Cadenas. A veces los mítines declinaban en reyertas cuando el Movimiento Pro Dignidad Estudiantil, de carácter conservador, trató de introducirse en los mecanismos universitarios de agrupamiento juvenil. Fundamos Nuestro Tiempo para dar a conocer los productos de la imaginación de quienes nos veíamos como los representantes de la vanguardia en una sociedad anquilosada. Primero en los antiguos estudios de la radioemisora Mildiez, del Partido Socialista Popular, en la calle Reina 314, y luego en la calle Zulueta, en los altos de la Agrupación Artística Gallega.
Mi idea de la literatura sobrepasó el siglo XIX cuando mi amigo Néstor propició el acceso a un autor desconocido para mí hasta entonces, Franz Kafka. Fue una sacudida: la imaginación había explorado territorios que nunca sospeché que existiesen. Las palabras servían para algo más que alabar el paisaje español. Como suele suceder, cometí un parricidio con mis tutores españoles y comencé a desdeñar cuanto había admirado hasta entonces. Descubrí la existencia de Ernest Hemingway, sublimándola como arquetipo de vida. La concisión de sus cuentos, su escapismo aventurero, lo convirtieron en mi maestro, quien me enseñó a entender y amar aquella literatura seca donde el autor no asumía el papel de Dios y dejaba que sus criaturas se explicasen con sus acciones. Comencé a realizar este tipo de relatos, más abordables desde mi impericia. Transcurrirían muchos años antes de que comprendiese que aquella aparente facilidad de estilo requería una gran dosis de saber literario. Que lo importante no era la acción sino una tensión interior, muy difícil de lograr, que se desprendía de una atmósfera. No era la expresividad de la línea escrita sino el poder de sugerencia entre ellas.
Lino Novás Calvo fue otra influencia decisiva en mis incipientes letras. En la obra de Novás Calvo se advierte la asimilación del «conductismo», sus caracteres nos van diciendo con su comportamiento lo que subyace en ellos: jamás el narrador revelará lo que anima a estas criaturas independientes; sólo sabremos lo que sienten y piensan mediante sus acciones. También utilizó la elipsis como recurso: no hará nunca una aseveración rotunda: el desarrollo argumental, las motivaciones de los personajes, se mueven por cubiertos meandros, por sinuosos laberintos que con este difuso y enrarecido discurso alcanzan una poética de una velada belleza. Fue eficaz en la adquisición de un tono cubano: un lenguaje que logra la enunciación de la voz criolla. La identidad nacional penetra su expresión sin caer en la vulgaridad de lo pedestre.
En 1953 decidí vivir en Europa. Aquellos años en París fueron fundamentales. El volumen de información que procesé fue inmenso: apenas me alcanzaba el tiempo para leer tantos periódicos y revistas, folletos y libros, ver filmes y documentales, ir a galerías y museos, asistir a conciertos y teatros, visitar monumentos históricos y arquitectónicos, adaptarme a las costumbres locales y conocer variedades de quesos y de vinos, hacer amigos y explorar decenas de personalidades interesantes, desde africanos hasta latinoamericanos y discutir, comentarlo todo hasta altas horas de la noche con la cabeza hirviendo por la absorción de ideas, impresiones, experiencias y sensaciones nuevas. Esos años, y después mi participación en la lucha contra la dictadura de Batista, terminaron de labrar mis años de aprendizaje. Lo demás lo conocen muchos de ustedes, quizás mejor que yo.Quisiera terminar leyéndoles un fragmento de Temporada de Ángeles: «La Causa era la reunión de rebeldes, locos, santos, pioneros y héroes, que organizaron sectas, hermandades, partidos, asociaciones y juntas; lanzaron manifiestos, credos, plataformas, programas, ideologías; lucharon en motines, marchas o con las armas en la mano; transformaron gobiernos y sociedades, filosofías, maneras de expresión, modas, comportamiento, ética y valores; desaparecieron fortunas y apellidos; crearon nuevos líderes. Comenzaron con entusiasmo: La Causa vencería todos los obstáculos y se propagaría por todas partes, su universal aceptación justificaría la dedicación por entero a tan noble empresa; el más alto grado de la condición humana se alcanzaría sólo dentro de ella; surgieron fracciones, se crearon símbolos y una retórica, hubo desilusiones y traidores y también relajamiento, corrupción y vanidad, ambición de poder, lucha de camarillas, ineficiencias, idiotas con mando, aprovechados y oportunistas, rigidez y mecanicismo, pero a pesar de todo ello haber servido a La Causa es lo mejor que pudo haberles acontecido y su advenimiento avanzó aquella tierra hacia fronteras atrevidas? su llegada indicaba la inclinación del moral del ser humano; los logros mayores se habían alcanzado en la esfera de la conciencia, de ahí se derivaban el ardor y la convicción en la búsqueda apasionada de la justicia. El hombre trataría siempre de ir más allá de sus posibilidades y en ello residía la medida de su verdadera grandeza».
Agradezco a ustedes la manifestación de afecto que demuestra su presencia aquí. Agradezco a Rogelio, Alberto y Manuel las palabras con que me han honrado. Agradezco especialmente al comandante José Ramón Fernández, Vicepresidente del Consejo de Ministros, y a Abel Prieto, Ministro de Cultura, su presencia en este acto.
Muchas gracias a todos.


(Palabras de Lisandro Otero en el acto «El autor y su obra», en el Instituto Cubano del Libro, Palacio del Segundo Cabo, el jueves 22 de junio de 2006).
Lisandro Otero
Periodista y novelista