Exhibida en la galería La Acacia, el pasado diciembre, «Kafé de la bodega» es un derroche de la imaginaría expresiva de este «ángel» desenfadado, capaz de convertir lo estrictamente sagrado en acto de terrenal cotidianeidad.
Así, para comprender a plenitud el significado de la frase «café de la bodega», es necesario imbuirse de la vida cotidiana de la Isla, ya que —al decir del propio artista— «se trata de una expresión irrepetible en otro lugar y tiempo que no sea éste y aquí».
Y es que la cuota de café se vende, como parte de la canasta básica, dos veces al mes en las bodegas. Este último término se emplea, en algunas regiones de Cuba, para nombrar las tiendas donde se expende el abastecimiento normado a la población.
En esa exposición, el pintor representó —a través de 15 obras— el archipiélago cubano, reafirmando así que su mirada estaba precisamente hacia el interior de la Isla, de la casa... de su acontecer cotidiano.
La mayoría de estas piezas tienen textos incorporados, algunos escritos en cirílico y que deparan no pocas sorpresas al espectador que sabe algo de idioma ruso (recuérdese que en Cuba, en la década de los 80, este idioma se estudiaba en la enseñanza media y superior, e incluso se impartieron cursos masivos por radio).
Esas frases «en ruso» reafirman la humorada, el chiste casi obsceno, pero que se salva de lo vulgar al estar bellamente concebido. Es el caso de
La conquista, un lienzo resuelto a la manera bizantina, donde el detalle procaz (un rollo de papel sanitario en la mano de un beato) pasaría inadvertido si no se es capaz de decodificar el texto acompañante: (YA KAGUÉ).
Todo este rejuego se iniciaba al obsequiar Ángel Ramírez a los participantes una tacita para tomar café, firmada con sus iniciales. Además, una de las instalaciones consistía precisamente en una taza con su plato que llevaba inscrito el título de la exhibición.
Ya una vez dentro de La Acacia, otra instalación adelantaba en su título el sentido jocoso de la muestra cuando, blandiendo un palo de trapear, otra suerte de figura bizantina exigía al visitante:
Camina por la orillita.
Ángel, hasta tu propia firma en los cuadros resulta un anagrama por descifrar. ¿Qué valor concedes al uso de textos en tus cuadros e instalaciones? En muchas de las obras que integraron «Kafé de la Bodega», los textos funcionaban siempre y claramente como parte de la propuesta iconográfica; eran parte del choteo presente en el conjunto y completaban el sentido de cada una de las piezas en que aparecían.
¿Cuánto ha influido en tu pintura el hecho de que comenzaste siendo un grabador? Durante el tiempo que me desempeñé fundamentalmente como grabador fue cuando comencé a utilizar textos en mi obra; primero, a modo de pie de grabado o título, y más adelante, en las pinturas, formando parte de la imagen, en tanto imagen misma. Al propio tiempo, esos textos tienen una función de vector, de indicador expreso que dialoga con los significados sugeridos por la imagen toda.
¿Existe alguna dicotomía entre el Ángel pintor y el Ángel grabador? Prefiero no ver fronteras entre el grabador y el pintor, o entre el carpintero y el recogedor de trastos; todos han sido oficios de los que me he valido para armar mis cuentos. Ahora, lo cierto es que traté de aprender a hacer grabados, es decir, la técnica, los materiales, las herramientas, los olores de cada sustancia... y aprendí a cocinar con ácido y barniz, y a probar con la lengua el PH del papel. En fin que así mismo pinto.
¿Cómo explicarías a un espectador extranjero el nombre de tu exposición? Escogí «Kafé de la Bodega» como título por parecerme una expresión irrepetible en otro lugar y tiempo que no sea éste y aquí; por otra parte, la K busca un distanciamiento más allá de lo puramente ortográfico, aproximándose a la imaginería presente en las obras. Las imágenes pudieran engañar en primer momento, pero el título de la muestra estaba queriendo dejar en claro que la mirada era al interior de la Isla, de la casa, del hombre. Yo nací aquí, y la Isla es lo que me toca todos los días.