Arte erótico en toda explicitud, la obra de Rubén Rodríguez encierra una sutil asechanza, al menos para el ojo masculino: aquella de sentirnos partícipes de un derroche de fruición estética y –a la vez– tener que refrenar el deseo latente en nuestra mirada, sobre todo si disfrutamos de ese arte en cualquier galería, llámese Habana o Bezalel.¹
Ante sus representaciones del desnudo –sobre todo, femenino–, corre riesgo el espectador de echar a volar su imaginación táctil, contorneando en la mente tales figuraciones hasta convertirlas en analogías zoomórficas que remiten inconscientemente a la pintura paleolítica, a los orígenes del instinto, a preguntarse una y otra vez: «¿Y, por fin, existe el Punto G?».²
Aquella tarde, en el Hotel Raquel, la pregunta quedó suspendida en el aire, justo en el límite del umbral de la vergüenza, pero algo era innegable: por ser esencialmente bella, la obra de Rubén no admite ninguna mojigatería, ni siquiera académica, al comentarla.
Vale al respecto la anécdota recogida por Vasari, que reproduce el psicoanalista del arte David Freedberg en
El poder de las imágenes (1989), y que cuenta la historia de un ciudadano florentino que un día acudió al inteligentísimo pintor de marionetas Toto de la Nunziata para que le pintara una madona modesta que no incitara deseo.
Toto cumplió el pedido: le pintó una madona con barba.
Al mismo Freedberg y sus estudios sobre historia y teoría de la respuesta, debemos una frase muy útil –casi un axioma– para abordar el arte erótico y evitar que se nos castigue de manera semejante al beato florentino: «La posesión de lo que se encuentra representado constituye la base erótica del verdadero entendimiento».
De modo que, para entender el arte de Rubén Rodríguez, fue importante sentirnos casi posesos por sus féminas contorsionadas de «Reflejos I y II», parecidas a unas danzantes inmersas en rituales de autoerotismo y que ahora reaparecen con predisposición a ofrendarse en «Proverbios e Iniciaciones».
Con piezas de mediano y gran formato, de hasta dos metros de ancho, esta nueva exposición incorpora también crucifijos con desnudos presumiblemente masculinos que evocan el Universo de Ifá.
¿Incitarán el deseo estos Ellifé, Otagüe, Ocana..., como en su tiempo lo hiciera el San Sebastián pintado por Fray Bartolomeo en la iglesia de San Marcos de Florencia?
Cuentan que, tras comprobar los frailes que algunas mujeres habían pecado al mirarlo, decidieron retirarlo a la sala capitular, donde sólo lo verían los hombres.
Quizás no sea propósito de Rubén que sus imágenes eroticen al espectador, y todo dependa –a fin de cuentas– del grado de concupiscencia con que se miren. Fuente
Crypto Casino Pero nadie nunca sabe, ni siquiera el pintor, cuál es el verdadero poder del buen arte erótico.
¹ La galería Bezalel pertenece al Hotel Raquel, y en ella expuso Rubén Rodríguez su muestra «Reflejos II», la cual fue inaugurada por el autor de este comentario.
² Un reciente estudio de la sexóloga norteamericana Shere Hite, con el título de
El orgasmo femenino, descarta la existencia del Punto G en favor del C, es decir, del Clítoris. Pero la que parece haber dado en el clavo —o sea, en el Punto— es la escritora Isabel Allende al decir algo así como que las mujeres lo tienen en el oído, porque lo que más les gusta es escuchar, escuchar, escuchar...