Parábola del pintor y sus cuatro centinelasTú llevas un Dios contigo aunque no lo sepas.
¿Piensas que me estoy refiriendo a un dios externo de oro y plata?
Es dentro de ti mismo donde lo llevas...
Epicteto
Son cuatro centinelas que protegen la atalaya desde donde se vislumbra la tenue frontera entre el ensueño y la vigilia.
Hieráticos en apariencia, traslucen en su mirada el privilegio de haber conseguido la
unio mystica, o sea, la sensación de trascendencia o de unidad con la divinidad. Por eso –aunque de sentimientos nobles– son seres extremadamente poderosos, conocedores de las técnicas secretas para identificarse con el numen, y en posesión de éste, henchirse hasta la exaltación, el arrobamiento y el éxtasis.
*Quien haya seguido el desempeño de Carlos Guzmán, no se sorprenderá de que aparezcan en su obra tamaños personajes, cuya prestancia parece irradiar un estado placentero de libre albedrío. Como si con esta nueva propuesta, el pintor habanero rindiera tributo al dios de los caminos –Jano cuadrifronte– en la advocación de esos cuatro centinelas.
Creador de una constelación de misteriosos seres alados en sus anteriores series pictóricas («Zona de silencio», 2003, y «¿De dónde vienes?», 2004), Guzmán se atreve ahora a revelarnos su asunción de un curioso misticismo, expresado a través de esos guardianes espirituales imposibles de afiliar a ninguna doctrina teosófica.
Emplumados como chamanes, las manos unidas cual caparazones de ostra sobre el pecho o la cabeza, esos guerreros apacibles pueden estar reverenciando a la citada deidad romana o a cualquier otra. Ellos tienen el poder de levitar por encima del espacio y del tiempo, de transformarse en energías cósmica y oceánica, de viajar unidos al invisible rayo violeta que –según dicen– solamente pasa por un lugar de Cuba: Topes de Collantes.
Para convocarlos, el pintor consultó viejos diccionarios tanto gnósticos como ilustrados, buscando las acepciones ocultas de ciertos significantes. Y a manera de
collage –como siempre– realizó bocetos que yuxtaponían las páginas amarillentas de esos libros con fragmentos de sus propios poemas adolescentes, como si aún fuera el niño que jugaba a imaginarse protegido por esos gigantes que ahora se yerguen en acrílico sobre papel.
«¿Habrá alguna diferencia entre el
satori del budismo zen y el
samadhi del yoga; entre el
nirvana del sánscrito y la
luminosidad del libro tibetano de los muertos...?», se preguntó una y otra vez Carlos Guzmán al terminar sus cuadros, quizás esperando una respuesta a manera de destello, como aquella vivencia que tuvo hace algunos años en la soledad del desierto mexicano.
Ahíto de su trabajo, el pintor sintió –sin embargo– que no podía repetir esa sensación de trascendencia a través del goce estético. Y angustiado, como todos los artistas de este mundo, necesitó la opinión de los demás sobre su obra.
Entonces le respondió el primer centinela:
—Todo hecho místico es una experiencia íntima, ni lógica ni discursiva ni instrumental...
A lo que añadió el segundo:
— Una experiencia inefable...
Y el tercero:
—Escasamente transmisible...
Y el cuarto:
— Decididamente intransferible...
«¿Significa que nunca podremos saber en qué se asemejan el
eso del hinduismo y el
tao absoluto del taoísmo; el
espíritu divino de Plotino y la
llama viva de San Juan de la Cruz...?», se preguntó el pintor aún más para sus adentros.
Esta vez la respuesta había que conseguirla en lo profundo de los diccionarios. Y es que las palabras «misticismo» y «mística» comparten la misma raíz griega que la palabra «misterio»: el fonema
my, del cual proviene el verbo
myo, con que los antiguos designaban el acto de cerrar los ojos, los oídos, la boca, el tacto... en fin, toda percepción sensorial del mundo exterior, para volver a sentir aquello que sólo puedes encontrar en el interior de ti mismo, en lo más recóndito de tu ser.
Así, sin saberlo, Carlos Guzmán acaba de visualizar a los centinelas del
mysterion de su arte. Arte el suyo diferente a todos los de sus contemporáneos, quizás porque va siendo creado en esa frontera latente entre el ensueño y la vigilia.
*Para la confección de esta reseña se ha tomado como base el artículo «El cerebro nos engaña», de Francisco J. Rubia, en Esplendores y miserias del cerebro, Fundación Santander Central Hispano, 2004.
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