Con el título de «Bello Romero», el prestigioso restaurador de pintura mural y de caballete mostró sus obras en el Palacio de Lombillo, inaugurando
de facto la galería de su patio interior como un espacio expositivo más en los predios del Centro Histórico.
Apetitosos, tentadores, amontonados en cestos y canastas... el mango, el caimito, la guayaba, el canistel, el ajo, la cebolla, el ají... –entre otros frutos tropicales— se unen a utensilios caseros y aves para reafirmar las extraordinarias dotes de Bello como bodegonista, al tiempo que revindican las posibilidades expresivas de ese género ancestral.
«Cuando era estudiante, las asignaturas que más me influyeron fueron paisaje y naturaleza muerta», afirma este creador, quien –tras graduarse de profesor de Dibujo y Pintura en 1955– tuvo que trabajar como retratista en la galería comercial La Rampa.
«Aquella década de los 50 fue muy difícil para los artistas noveles. Sólo vivían de sus obras algunos pintores reconocidos, y artistas como Víctor Manuel vendían a bajos precios para poder comer y comprar sus materiales», rememora.
De entonces –1956– es el precioso autorretrato «al que el tiempo ha regalado una sutilísima veladura cual si fuera de hechura veneciana», según lo describe el Historiador de la Ciudad en el catálogo de la muestra. También el joven pintor llegó a exponer sus bodegones, los cuales nunca dejó de hacer –además de paisajes– aunque su vocación artística tomara otro curso al triunfo de la Revolución.
«En el mismo año 1959, tuve la oportunidad de adquirir una plaza de restaurador en los talleres del Museo Nacional que me facilitaba tiempo para seguir creando», relata. Allí conoce al restaurador y también pintor José Lázaro Zaldívar, quien había perfeccionado su oficio en la Real Academia de San Fernando de Madrid. A su vez, Bello lo haría en la Academia de Bellas Artes de Praga, donde cursó una beca de especialización en Conservación y Restauración de Pintura desde 1964 a 1965.
Más adelante, acometería importantes proyectos como el rescate de las pinturas murales en los techos de los teatros Sauto, en Matanzas, y de la Caridad, en Santa Clara, así como en Trinidad.
En 1989 sería seleccionado por la UNESCO para restaurar las pinturas murales de la iglesia de Santiago Apóstol, en Santiago de los Caballeros, República Dominicana.
En cuanto a la pintura de caballete, además de múltiples cuadros del Museo Nacional, Ángel Bello ha restaurado los óleos pintados por Vermay para la decoración de El Templete, estos últimos junto a Rafael Ruiz, Lidia Pombo y Leandro Grillo.
¿Ha influido en su obra pictórica esta fecunda labor de restauración?
«Quizás sí –responde el artista–, por la paciencia en los detalles y la técnica que empleo para combinar los colores y lograr las veladuras. También influye el conocimiento adquirido en la preparación de las telas y el uso de aglutinantes y barnices adecuados para conservar las obras».
Junto a la llaneza de sus títulos –
Mangos,
Bodegón con pavo,
Cocos,
Agromercado...–, las naturalezas muertas de Bello tienen una veladura que parece envejecer prematuramente esa representación de los frutos y objetos. Y acentuando esa pátina de la nostalgia, es notorio el contraste provocado por las altas luces a la usanza de la vieja escuela clásica, mediante el empleo de la técnica de pincel al seco.
«Seguir pintando hasta que los años me lo permitan, pero sin dejar la restauración», es el deseo de este artífice. Y es que –concluye– «tenemos la necesidad de salvaguardar nuestro patrimonio pictórico, por lo que debemos formar a jóvenes restauradores para el futuro».