A la vista, las obras seleccionadas para la VIII Bienal de Cerámica Amelia Peláez dedicada este año a esculturas e instalaciones, sólo dan cuenta del amplio diapasón cubierto por obras de artistas de –prácticamente– tres generaciones que sometieron humildemente al jurado, el fruto de su trabajo creativo.
La reducción, de alguna manera drástica, efectuada sobre las 52 piezas sometidas a consideración, obedece al sentido de conseguir que la muestra sea representativa de una práctica que tiene en el barro el medio para trasmitir el espectro de necesidades comunicativas de quienes lo han hecho suyo como soporte idóneo. Sitúan así volúmenes en el espacio, con toda la responsabilidad que supone incidir en el ambiente que envuelve al ser humano.
De la escultura a la instalación no siempre los límites son precisos; verdaderamente, la cuestión carece de importancia, siempre que el hecho plástico esté animado por el genio creativo. Entonces, ambiciosos planteamientos en lo conceptual, tanto como el nivel de las formas logradas, exploran la plasticidad y nobleza de un recurso que sirve tanto al fuerte expresionismo de Osmany Betancourt como a las pulidas superficies desplegadas por Carlos Enrique Prado, quien se empeña aquí en extender el rango apreciativo al descubrir en el
objeto encontrado aquel nivel metafórico subyacente que aflora al extraerlo de contexto. Colocados en los dos extremos de la cadena asociativa que detona el arte, estos artistas, que tienen puntos de vista radicalmente opuestos y posiciones estéticas disímiles, dan frutos cuajados aunque tan distantes como pueda imaginarse. Entre uno y otro polo, hallamos la gama de propuestas, los matices cuyas intenciones de extraer de lo cotidiano la trascendencia que reclama el arte
para que el ejercicio estético no resulte entrampado en los pedestres límites de lo anecdótico. Huir de la banalidad para materializar la hazaña que reclama la formulación artística es columna vertebral de este concurso cuya definitiva misión es tratar de ser justos con la dedicada labor de quienes encuentran en la cerámica razón de vida y vehículo para el gran arte que, por serlo, huye del jolgorio y se concentra en el exigente universo de la reflexión.
Treinta y ocho obras seleccionadas arrojan luz sobre aspectos frecuentemente dejados al margen de la atención cotidiana. Las abstracciones son escasas, pero cumplen la función de incidir en el costado lírico del arte; tales productos –discretos por naturaleza– acentúan, al contrastar con ellos, la vigencia de modos que asumen la responsabilidad de la crónica para sublimarla con la fuerza de una estética comprometida con el deber de otorgarle ese rango de permanencia intrínseco en el gesto creativo. Trabajar para ahora y con los ojos puestos en el futuro, es la cualidad que más se debe reconocer en quienes –entre los expositores– descuellan por la audacia de sus planteamientos y la brillante posibilidad de materializarlos.