Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche.
Edgar Allan Poe
Dentro de la pintura cubana actual, y frente a algunos orbes figurativos que privilegian el cuerpo humano y sus emblemas, la obra de Osvaldo García alcanza a poseer un peculiar distintivo. Aun cuando sus personajes se articulan dentro de un guiñol posible –un guiñol cuya prestancia tiene su origen en la gracia del movimiento y la fluidez de la forma– y nos proveen de una alta dosis de extrañeza y otredad, no podría decirse que configuran o expresan lo raro sólo desde la perspectiva autoral. Más bien se diría que esos personajes han sido pensados o imaginados con la
capacidad de replicar por medio de la discreta
autocelebración de su existencia, como si algo en ellos se pusiera en marcha para subrayar el orgullo de habitar el territorio que pueblan, o la simple satisfacción de estar ahí, delante de nosotros, urdiendo con intrepidez sus extravagancias.
La ya larga exploración de Osvaldo García, llevada a cabo una y otra vez con saña entusiasmada y curiosidad invencible, transforma sus pasos en una senda firme, sinuosa y accidentada, que nos advierte sobre la existencia de dos realidades muy virtualizadas por la vida y la cultura: el cuerpo y su
lenguaje. Pero la observación detenida de estas obras llama la atención, a mi modo de ver, sobre algo más. Algo en verdad muy perturbador: el cuerpo y su lenguaje, realidades simbióticas, son, a pesar de ese milenario proceso de virtualización, las únicas regiones
confiables del hombre, o, al menos, las dos regiones donde el ser humano
despierto –esa criatura a medio camino entre los atractivos del intelecto y las acuciantes llamadas del espíritu–
se vive a sí mismo antes, durante y después de entregarse a la brega diurna y nocturna del mundo.
Estos dibujos, sin embargo, nacen en una nocturnidad que es ocultación, ensueño y delirio. Una nocturnidad que no por azarosa y casi inasible deja de exhibir, con suficiencia y placidez, su carnalidad y su voz. O mejor: su soma (en cuerpos obviamente cinemáticos) y sus distintas interlocuciones.
La noche, el sueño y el lado oculto de lo real desembocan en la vigilia ensoñada de la creación, esa creación que se asoma a ciertos abismos superpoblados. Me refiero a tópicos extensamente asediados por el arte y que cargan, así, con el peso de varias tradiciones prestigiosas. Sin embargo, ellas han conformado ya algunas tipologías que se revalidan toda vez que involucran el diálogo con lo subterráneo o con la otredad interior. Y esto es, por fortuna, lo que sucede en los dibujos de Osvaldo García, quien, desde el caos multiforme del carnaval, ha podido enunciar la personalidad de sus sujetos más reveladores, como si hubiera entrevisto, en una especie de cosmos secreto, la gran narración novelesca de esa Feria del Mundo.
Porque, bien observados y mejor disfrutados, estos dibujos también son una cuidadosa, oblicua y en ocasiones directa apelación al mundo en que vivimos. Osvaldo García no se ciñe tan sólo a las fantásticas conjeturas emancipadas de lo extraño: también nos induce a que adivinemos el presente en ellas. Ciertos gestos, ciertas miradas y algunas predicaciones de rica ambigüedad, entrevistas en lo sensual y lo esperpéntico, hacen pensar no en ese Carnaval de la Vida, cuyo carácter es medievalizante casi por definición, sino sobre todo en el carácter global y vertiginoso de nuestra existencia en el mundo de hoy. Una existencia, ya lo sabemos, gobernada o definida por la velocidad, lo grotesco, la violencia, el sexo, lo aparencial y lo espectacular.
Al reparar en el carácter de Gran Espectáculo que se revela en estos dibujos –en cuya técnica impecable hay una suerte de paranoia capaz de objetivar el delirio para devolverlo a sus difusos predios infinitesimales–, tendríamos que volver a la idea de que ellos trazan un texto, ofrecen un megarrelato cuya franca legibilidad no es un espejismo ni nada parecido. Estos cuerpos hablan. Acaso de modo inconsciente, Osvaldo García nos cuenta una historia fragmentaria que alude a realidades presentidas e inmediatas, y que además se anuda a la acreditada red de lo fantástico. En esa historia cabe una zona de nuestro paisaje interior y pervive un grupo de referencias con las que el mundo se hace más misterioso, o más inteligible.
(Palabras al catálogo de la exposición «Terquedad del sueño», del pintor Osvaldo García, inaugurada el 15 de junio de 2006 en el Museo de Arte Colonial)