Abiertas las páginas de una revista y las puertas de un Castillo
Caía un palo de agua, que es como los nativos le decimos a ese gesto extremo de nuestra naturaleza insular. Pero lo que mantiene viva a una revista es el amor de sus fieles, y no podía faltarle. Avancé hacia la Plaza de Armas y solo logré acercarme cuando ya se restituía la paz en el cielo.
Un amigo librero me detuvo para el saludo. No sé cómo, más adivinó mi prisa y el motivo: «Dale, que se te acaba la Opus». Tampoco en el augurio se equivocaba: aún bajo la tempestad de verano muchas personas acudieron al convite. Hasta me había perdido ya el siempre edificante discurso de presentación de Eusebio Leal Spengler, director de la Oficina del Historiador de la Ciudad y, por tal, del magazín.
El escenario seleccionado para la ocasión, era también causa de mi embullo. Transpuesto el portón levadizo, bajo el amparo de la atmósfera de siglos idos, rescatada con el remozamiento exhaustivo del Castillo de la Real Fuerza; escuché que el anfitrión Eusebio había dedicado la revista a María Dolores Ortiz, la sabia doctora del programa Escriba y Lea de la TV y maestra de varias generaciones de cubanos, que fuera entrevistada para la edición.
Propietario ya de un ejemplar de Opus Habana, hojeé ansioso sus páginas; antes de salir en busca del tiempo perdido de la infancia, de vuelta a la semilla, o al sitio para ensoñar con naves de piratas y corsarios en lidia con la fortaleza. De ese repaso al volumen de noviembre 2007⁄ abril 2008, ofrezco mis notas para guiarlos en su lectura.
LA REVISTA
Moisés, el artista, tal como su homónimo bíblico, es gente de éxodo. Encumbrado en la generación de los 80, partió después hacia Francia. Hoy, Finalé es de los que regresa a cada rato, para el reencuentro de sus compatriotas con su moderna pintura. A la portada de Opus entregó su pieza Mujer alejada del tiempo II, y se dejó entrevistar para las cuartillas centrales.
«¿De Cuba, qué pintarías?», le inquiere la periodista Cecilia Crespo. Moisés Finalé responde: «No me atrevería a pintar de un golpe este país, es demasiado para un solo lienzo». Encima, reconoce que conjura nostalgias y las deudas pendientes con maestros como Víctor Manuel y René Portocarrero.
En la sociedad cubana del siglo XIX, criollas y criollos comenzaron a zafarse el yugo de la moda importada por la metrópoli española. Ellas, renegaron del sombrero y asimilaron las ventajas del vestido escotado. Ellos, le cogieron la medida al dril (algodón crudo) y al fresco del color blanco. Así se inauguró «Una manera de vestir a la cubana», como nos lo hace saber un artículo de Diana Fernández.
Entregó «San Francisco de Paula. Su último secreto», nos sugiere Argel Calcines con el título de su reportaje. Que da cuenta sobre los avatares de la recuperación del órgano original de la Iglesia, el más antiguo de La Habana con sistema mecánico. Juan María Pedrero, un español, probó su sonido exquisito al interpretar a Bach, Mozart y Häendel en el VI Festival Internacional de Música Antigua Esteban Salas.
¿Dónde estuvo emplazada la famosa relojería del señor Dubois en la que doña Rosa Sandoval compró el regalo para su hijo Leonardo Gamboa, según cuenta Villaverde en la novela Cecilia Valdés? ¿Desde cuándo los lugareños ajustan su crono con el reloj de la fachada del Palacio de los Capitanes Generales? ¿Quién colocó el que los viejos habaneros llaman «reloj de Pote» sobre la Quinta Avenida? Los coleccionistas de esta clase de detalles obtendrán la respuesta en «Apuntes para la historia del reloj en Cuba», escrito por Arturo A. Pedroso Alés.
Hay más noticias en Opus Habana como para disfrutarlas a resguardo del bravío sol de este verano. No falta la reimpresión de una crónica de costumbres al estilo Emilio Roig de Leuchsenring, esta vez la titulada «El médico de campo». Ni las páginas amarillas de un Breviario que intenta recoger en poco, mucho de lo acontecido en los terrenos del Centro Histórico de la capital: el milagro de la Capilla Scrovegni pintada por Maese Giotto y descendida en La Habana; la maravilla de los últimos libros de Ediciones Boloña; el Premio Reina Sofía para el leal Eusebio; y otras exposiciones de arte, sucesos de la música, eventos teóricos…
EL CASTILLO
Argüir que abordé la máquina del tiempo de Wells es un recurso gastado. Pero, ¿de qué otro modo decirlo? Tal vez como en The sense of the past, una novela de Henry James, viajar hacia atrás con la contemplación de un retrato… Solo que, para mi caso, sería ante la vista de la maqueta donde se reproduce tal como fue aquel Castillo de la Real Fuerza, que haría respirar de alivio a los habitantes de una naciente San Cristóbal de La Habana, acosada y saqueada por piratas a mediados del siglo XVI.
Una planta cuadrada, de piedra sólida, con un baluarte en cada ángulo; y encima el torreón, en que vigilante y su campana prestos estaban para resonar la alarma. Un foso circundante, puentes levadizos, el edificio habitacional, la guarnición dispersa tras las troneras y las baterías, apuntando al mar, dispuestas a repeler con fuego al atacante.
No fue ella la primera fortificación de la ciudad; antes estuvo una torreta —inexistente hoy—, que terminó llamándose La Fuerza Vieja, a medida que avanzaba la construcción, desde 1558 y con el impulso del gobernador de la Isla Don Diego de Mazariegos, de la nueva y más imponente fortaleza, cuyos planos todavía actualmente se debate si fueron trazos de los ingenieros Bartolomé Sánchez o Bustamante de Herrera.
Esclavos, reos franceses y el maestro de cantería Francisco de Calona fueron decisivos para que el proyecto firmara su acta de culminación en abril de 1577. Aunque sólo más tarde, entrado ya el XVII, sería coronada la cima del torreón con la veleta devenida luego en símbolo de la ciudad.
La Giraldilla fue esculpida y fundida por un habanero llamado Gerónimo Martín Pinzón y exhibe a una dama con la cruz de la Orden de Calatrava agarrada en una de sus manos. Una leyenda romántica la circunda: ¿es cierto que esa dama es doña Inés de Soto, la esposa fiel que otea el horizonte, esperanzada en que la mar que se llevó un día al Adelantado, Don Pedro Menéndez de Avilés, hacia la lengua de tierra de la Florida, se lo devuelva intacto?
La cronología de la vida en más de cuatro siglos de La Fuerza, puede seguirse en los murales de las paredes. Venida a menos luego de la erección de La Punta y Los Tres Reyes del Morro, se trocaría en almacén; y luego en morada de los capitanes generales hasta la toma de La Habana por los ingleses. Después de 1762, cobija de las tropas; y cuartel del represivo Cuerpo de Voluntarios, cuando la Guerra de los Diez Años.
El gobierno interventor norteamericano puso allí el Archivo Nacional en 1899. Ya en el siglo XX, alojó primero a la Guardia Rural y luego al Estado Mayor del Ejército. No le otorgaron fin más noble hasta el período entre 1938 y 1957, cuando fuera estantería de la Biblioteca Nacional.
Su cuarto centenario fue acicate para una primera restauración, que culminó en 1965 y la convirtió en sede de la Comisión Nacional de Monumentos. Sería Museo de Armas por el año 1977 y después Museo de la Cerámica; hasta la fecha en que la Oficina del Historiador decidió que volviera a lucir como la redescubro ahora, o sea como nueva, aunque dicho con más propiedad: como antigua.
Los amantes del modelismo naval se darán gusto en las salas habilitadas como exposición: llevadas a escala están desde La Niña, La Pinta y La Santa María, carabelas de apariencia frágil pero buenas marineras, en que se arrimó Colón al Nuevo Mundo; hasta una réplica de la barcaza de papiro con que el audaz Thor Heyerdahl quiso reeditar la hazaña de remotos navegantes.
Por mi parte, yo que envidio a los arqueólogos y amo escudriñar los fondos del mar, no me deslumbré tanto con el oro y la plata extraídos de los pecios, como sí me sentí transportado a las peripecias de la expedición de arqueología submarina que arrancó esos tesoros de los barcos hundidos.
Si bien ya voy clausurando esta crónica de una tarde sumergida en dulce diluvio y salada agua de mar, para ustedes dejo abiertas las páginas de una revista y las puertas de un Castillo. La invitación los llevará a surcar océanos de tiempo y cielos de la memoria. El destino: puertos de buenaventura. Eso se los aseguro.
Rafael Grillo
Tomado de CubAhora