Inaugurado el 8 de agosto en el Museo Nacional de la Cerámica Contemporánea Cubana —Castillo de la Real Fuerza— estará expuesto hasta el 17 de octubre, un conjunto de obras, bajo el título general «Materia sufriente», que se centra en siete piezas mayores:
Consuma su límite,
Deleite,
El sabor de lo oscuro,
Espejo,
Ofrenda,
Trono y
Sin título.
Aquí el barro, seleccionado como elemento fundamental, hace valer su omnímoda presencia al someterse dócil —luego de convulsas rebeldías— a manos que saben extraer de él mucho de su capacidad expresiva. Seguramente por tratarse de algo de procedencia natural, se presta a una manipulación que —después de resolver la superficie— cubre el resultado de tales agresiones, con cubiertas extendidas por medio de esmaltes, engobes y pigmentos para asumir la apariencia de viscerales orígenes.
Resulta estimulante en gran medida que Osmany Betancourt, pasado cierto tiempo —en verdad corto respecto a su exposición personal «La epifanía de lo terrible» (2001)—
, se mantiene elaborando ambiciosas estructuras que prolongan la eficacia de series como «Metamorfosis y comilones» (2000). Es como quien ara la tierra para obtener cada vez mayor profundidad, y continúa desbrozando la ya rota virginidad de los asuntos.
Pero lo verdaderamente conmovedor resulta encontrar siempre un ángulo nuevo, el punto de vista inédito. Por ejemplo, ver cómo la relación entre seres humanos y animales, así como los nexos entre ellos y los objetos cotidianos, se hacen cada vez más agresivos: trabajar sobre las posibilidades comunicativas de lo grotesco, es algo que constituye la constante en un quehacer capaz de incidir hasta en lo escatológico.
También, y no menos significativo, es enfrentarse a la presencia de los nuevos temas que explotan el carácter inorgánico envoltorio y la vasija para descubrirnos —precisamente— todo lo contrario.
Estos matices inorgánicos, que entran entonces a acentuar la ambigüedad de las medias palabras, del embozamiento, y de las cosas entrevistas en el camino de zaherir las muchas limitaciones, frenos y represiones que experimenta el ser humano en un mundo que —tras milenios de civilización— debe encontrar en la revuelta del instinto, su vía de escape hacia la identidad.
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Asistimos, pues, al despliegue de «Materia sufriente», como quien es lanzando de una representación dramática con tensiones sin cuenta. De uno a otro volumen, de un resquicio al siguiente bulto o excrecencia, la tremenda garra de estas piezas atrapan al espectador y no lo sueltan hasta que se produce la perseguida anagnórisis del héroe trágico. Este semidiós —representado por el propio Betancourt— se lanza de cabeza al cieno del muladar, y regresa con el auténtico resplandor de esa perla barroca —que es su obra— generada por la sobrecogedora personalidad de quien es increíble y arrasador intérprete del drama humano. Tal drama es escrito, precisamente, a partir de la atronadora sonoridad de una sinfonía desarrollada en tono mayor.