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Miércoles 4 de marzo
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Discurso de Eusebio Leal Spengler el 24 de febrero
Versión oficial de la Oficina del Historiador de La Habana del discurso pronunciado por el Dr. Eusebio Leal Spengler, miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, en el acto por el 120 aniversario del levantamiento independentista convocado por José Martí. Presidida por el General de Ejército Raúl Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, esta ceremonia fue celebrada el 24 de febrero de 2015 en el Palacio de las Convenciones y durante la misma fueron entregados el título de Héroes de la República de Cuba y la Orden Playa Girón a Gerardo Hernández Nordelo, Antonio Guerrero Rodríguez, Ramón Labañino Salazar, Fernando González Llort y René González Sehwerert.
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Discurso de Eusebio Leal Spengler el 24 de febrero
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Un día como hoy, como se ha dicho, hace 120 años, comenzó el levantamiento del pueblo cubano para alcanzar su definitiva y total independencia. El amor a esa libertad, a esa soberanía, a esa esperanza… se inició mucho tiempo atrás, quizás desde el instante mismo en que empezó a formarse lo que llamamos comúnmente nuestra identidad. Los que llegaron de distintas latitudes, ya de la España conquistadora o del África, o los vestigios de las comunidades indígenas en trance de extinción pero sobrevivientes, unieron sus sangres para formar algo que José Martí llamaría con palabras emotivas «dulcísimo misterio». El concepto de cubano viene del nombre de nuestra isla: Cuba. Nunca pudo ser cambiado y prevaleció por sobre el intento de darle otros nombres, otras atribuciones... Ese nombre, sonoro y breve, quedó prendido en el corazón de los que lo escucharon por vez primera. Más allá del mar azul del Caribe que se descubre desde la orilla de nuestras playas o desde el aire, a las puertas del golfo de México, Cuba aparece con la forma tan hermosa que establece su presencia y naturaleza insulares. En realidad nunca nos llamamos isleños, a pesar de que no es una, sino muchas islas las que conforman nuestra geografía. En el seno de nuestro archipiélago, a lo largo de los años, fueron surgiendo nuevas percepciones de nuestra realidad insular. Todo lo anterior que traía el conquistador —o había adquirido el conquistado como memoria— fue cediendo lugar a una manera diferente de construir y pensar. Aunque parecía igual, esa percepción de la realidad era distinta y surgió en el horizonte de la poesía, del canto campesino, de la voz de los poetas de más vuelo. Surgió tempranamente en el pensamiento de los más inquietos entre quienes comenzaron a llamarse criollos. Primero éramos solamente un país. El país era un espacio. La patria comenzó a ser un sueño, una aspiración…; la nación, un derecho por el que había que luchar: una nación con leyes, una nación que sería depositaria y respetuosa de su propia cultura, una na¬ción que sabría ir al futuro desde el pasado. Allá en su retiro, muy cerca de Cuba, adonde quiso ir a morir ante la imposibilidad de regresar a esta tierra, el presbítero Félix Varela exclamaba: «No hay patria sin virtud ni virtud con impiedad». Afirman los últimos en verlo que les dijo: «Ofrezco todos mis sufrimientos y sacrificios por Cuba». Ese mismo sentimiento llevó a Heredia, en el padecimiento de su destierro, a sembrar dentro del alma cubana el espíritu de una patria. Ese sentimiento alentó a los primeros que se rebelaron, al comprender que no había fronteras que cruzar, solamente el océano. Ellos entendieron que, en última instancia, sería aquí la lucha contra el cepo, el látigo, la discriminación, la humillación y la negación humana, hasta hacer llegar el día de la redención y la libertad. José Martí, autor del intento y del fundamento de la unidad de la nación cubana, creyó firmemente que no venía nuestra América ni de Rousseau ni de Washington, venía de sí misma. Al mismo tiempo, aún muy joven, en la medida que fue madurando su pensamiento, se acercó más a esa sufriente raíz de los orígenes: a Guaicaipuro, a Hatuey, a Guarina, a Cao¬nabo, a todos aquellos que enfrentaron el hecho de ser rechazados por distintos. Como ha afirmado un pensador latinoamericano, un determinado día y una determinada hora nos enteramos de que éramos indios, así como que nuestras cosmogonías y nuestras ideas del bien o del mal eran diferentes, que debíamos soberanía a un rey distante y todo debía ser cambiado. Con dolor y sufrimiento, aquellas primeras comunidades soportaron la mordida de los lebreles, el hierro de las cadenas y el fuego. Sufrió Hatuey en Yara, donde por los siglos vivió la tradición de que, en tiempos de tribulación o desesperanza, un fuego misterioso se encendía en la noche iluminando el monte. Cada pueblo nombrado o cada una de las siete primeras ciudades, excepto tres, llevaron la impronta de ese lar indígena. Así, Santa María del Puerto del Príncipe sobre el Camagüey; San Salvador sobre el Bayamo; La Habana sobre las huellas de Habaguanex… Cada uno de los rincones y lugares repetían en la toponimia del suelo esa presencia más antigua que empezaba a convertirse ya solo en arqueología. Como ha señalado el que fuera ilustre diputado de nuestra Asamblea, Cintio Vitier, al confundirse con la sangre del conquistador, esa presencia indígena dio a luz a quien fue nuestro primer maestro y músico: Miguel Velázquez. Allá en Santiago de Cuba, donde se le recuerda con un modesto monumento, ese mestizo de primera generación habría de exclamar: «¡Triste tierra, como tiranizada y de señorío!». Un sentido de rebeldía antiguo vino desde abajo, y ese sentimiento rebelde se fue convirtiendo en más fuerte cuando la esperanza de cualquier cambio político, fundado en la consideración del conquistador sobre el conquistado, resultó prácticamente imposible. En lo adelante Cuba fue forjándose, haciéndose, desde lo que Martí juzga como «la inocencia culpable» de un patriciado que, habiendo obtenido su riqueza de la esclavitud, comenzó a dar-se cuenta de que ya sus hijos no pensaban igual y ansiaban ardorosamente un cambio que pasaba por una autentificación de su identidad. A las sublevaciones de los esclavos que primero llevaron los nombres de su lugar de origen: Juan Congo, Antonio Carabalí, Miguel Fula…, sucedió la de aquellos que llevaban el apellido que en la pila recibieron de sus amos: Morales, Armenteros, Cárdenas… De esa gran confusión y amalgama indo-hispano-africana fue surgiendo nuestra identidad orgullosamente mestiza de la sangre y de la cultura. Se hizo pronto realidad en la música, como lo fue en la poesía; era diferente en el paisaje, tan distinto a las áridas pero hermosas tierras de Castilla, o la brumosa Galicia o Asturias, o las Islas Canarias... era otra cosa. Y para los propios africanos, nuestra tierra tenía sus misterios: ciertos árboles les recordaban los suyos; algunos que consideraban sagrados fueron objeto de sus cultos. Y muy pronto fue naciendo, lentamente, lentamente, lentamente… una aspiración que fue convirtiendo el país en el sueño de una patria. A los grandes precursores, a los que murieron con la esperanza de construirla, debe Cuba todavía sentidos homenajes. Y como decía hace unas horas un juicioso historiador: a pesar de todo lo que se ha escrito, la historia de nuestras luchas todavía está por escribirse. Faltan muchas biografías, muchos heroísmos, muchos silencios, muchas lágrimas que nadie enjugó… que deben ser cantados por los poetas, como pedía José Martí a José Joaquín Palma, cuando decía a este ilustre amigo suyo, biógrafo de Céspedes, bayamés de cuna: «Lloren los trovadores republicanos sobre la cuna apuntalada de sus repúblicas de gérmenes podridos; lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo todavía». Y también dirá Martí: «Nosotros tenemos héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar: tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide, quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos». Los que se anticiparon y se conjuraron, estuvieron dispuestos a perderlo todo, a sacrificarlo todo. Ya a principios del siglo XIX la América parecía haber resuelto el problema y una inquietud profunda sacudía de una u otra parte el continente. Valientes pensadores explicaron los derechos de una América independiente, y algunos líderes se atrevieron a desafiar el poder y a morir como Gual y España en Venezuela, siendo ejecutados antes de que llegara la hora. Exactamente al mismo tiempo, en Cuba, en el silencio de las logias, trabajaron Joaquín Infante, Román de la Luz, Juan Francisco Basave y otros para hacer un texto constitucional de una república ideal, utópica y futura. Los años pasaron y parecía a muchos que, unido a la trata esclavista, el destino de Cuba pasaba necesariamente por ser una estrella más de la unión del sur de Estados Unidos; algunos invocaban hasta la providencia divina para asegurarlo. Sin embargo, otros creían todo lo contrario: Cuba no debía esperar más que solidaridad, pues nuestro problema debíamos resolverlo nosotros mismos. Esa solución propia había sido invocada ya por Varela y, enseñada por Luz y Caballero en la escuela como educador y formador de una juventud rebelde, adquirió dimensión en lo que este último llamó «el sol del mundo moral» que jamás caería del pecho humano, aunque cayeran reyes e imperios. Mucho debe Cuba a Luz, y Martí afirma que lloró dos veces: por Luz y por Lincoln, sin haber conocido a ninguno de los dos. Y dice que luego supo del segundo cuando, aconsejado por un mal político y por un mal hombre, quiso lanzar sobre Cuba toda la hez del Sur derrotado. Venidos de allá, de América, donde habían presenciado el gran debate en el Sur y el Norte, no pocos cubanos quisieron luchar también por la libertad de su patria. En Cuba el movimiento de búsqueda de la anexión a la nación norteamericana se fue debilitando a medida que el Sur iba siendo derrotado. Otros creían que era posible un camino: reformas, reformas y solo reformas. Era la aspiración a una concesión política, más que a una conquista política. De esa ardua batalla entre dos corrientes surgió aquella victoriosa que se empezó a manifestar en distintos puntos del occidente, el centro y el oriente. Ya en 1851, en una sabana de Puerto Príncipe, Joaquín de Agüero era ejecutado. Se dice que un adolescente fue llevado al dramático escenario de su ejecución y que mojó en su sangre el pañuelo. Ese joven sería el que algunos llamarían: Bayardo, y otros, El Mayor. Sería el letrado, el poderoso defensor de las ideas políticas y sociales: Ignacio Agramonte, el Mayor General del Ejército Libertador y líder del pensamiento abolicionista en Camagüey. Mientras, en Oriente, más allá de Jobabo, otros se reunían una y otra vez hasta hacerlo por penúltima ocasión en lo que llamaron la Convención de Tirsán, en un lugar nombrado San Miguel del Rompe. Allí se escuchó la voz del más inquieto, del hombre de pequeña estatura, de grande y variado talento, abogado que había recorrido el mundo, buen jinete, jugador, afortunado, amante del amor y los placeres de la vida, quien dispuesto a renunciar a todo, clamó por un levantamiento sin esperar más. Otros con más riqueza, pero con no menos determinación, aspiraban a un nuevo periodo de zafra para reunir con qué hacer la batalla definitiva. Sin embargo, un juramento surgió de todos los conjurados: si esta conspiración es descubierta, el primero al que intenten apresar, se levantará. La madrugada del 9 al 10 de octubre, en el patio de su ingenio La Demajagua, con apenas 37 hombres, a la vista del Golfo de Guacanayabo, desde donde puede contemplarse en el horizonte la sierra magnífica, Céspedes se dirigió a aquellos compañeros suyos proclamando no solamente la necesidad de luchar y arrebatar las armas del adversario, único camino posible, sino lanzando un tizón encendido sobre una isla esclavista. Sus propios esclavos serían libres y tendrían el derecho a luchar por su libertad y por su patria. El concepto de patria se había unido a la ambición por una nación, y en una fecha venturosa tomaron la primera de las ciudades orientales. Esa primera ciudad fue Bayamo, que después entregaron a las llamas en el momento en que todo parecía perdido. A las puertas de las casas de los conjurados o de los jóvenes más comprometidos llegaron los primeros guerrilleros solicitando pan y armas. En San Luis uno tocó a la puerta de Marcos y de Mariana, la insigne Mariana —este año es el bicentenario de su nacimiento—. Poderosa madre de una nación que en ese momento pone a sus hijos de rodillas y les hace jurar, ante el Cristo que toma de la pared del aposento, que lucharán hasta morir por su patria, juramento que cumplieron casi todos. Años de lucha y de sacrificio. Ninguna historia, ni española ni cubana, ha logrado hablar en toda su magnitud de lo que sufrió la familia, el niño, la mujer cubana, el campesino cubano. Peleábamos contra un ejército aguerrido y batallador, que venía de vindicar sus querellas en la península, en las largas guerras carlistas, y ahora, en Cuba, por decenas de miles enfrentaban el levantamiento de los cubanos. Ya habían surgido entre nosotros guerrilleros temibles. Ante el temor de la toma inexorable de Bayamo, esperó con un puñado de hombres escogidos, en un punto llamado Pino de Baire, un guerrero dominicano acostumbrado a combatir en la guerra de restauración de su propia patria y contra el invasor extranjero. Allí demostró que esa arma, usada hasta ahora para vindicaciones de honor o cortar caña, sería la más importante en la lucha. Todavía se conserva en un museo español una carabina cortada de un solo golpe por un machetazo fiero. Fue ese combate que duró segundos, que duró momentos, lo que permitió dar cuenta al enemigo de que había nacido un adversario, hijo de su sangre, que sería capaz de luchar por su libertad y alcanzarla. Bayamo fue incendiada como una nueva Numancia y eso les anunció el futuro y el destino. Años después, reconociendo la fiereza de los combatientes cubanos, escribió el general español Teófilo Ochando estas emotivas palabras: «Han mostrado una agilidad, un ánimo, sangre fría y sagacidad tales que ayudados por su conocimiento del monte, hacía de cada uno de ellos un jefe, y de todos, un enemigo terrible por su astucia, audacia y movilidad, como si con sangre española hubieran heredado las cualidades instintivas de los guerrilleros, que tan pródigamente ha producido nuestra patria desde Viriato a Mina». En 1853, en una humilde casa de la calle Paula, hijo de español y de española, había nacido José Martí. En ese mismo año mueren el Padre Varela, en San Agustín de la Florida, y Domingo del Monte en Madrid;1 esos dos poderosos pensadores se extinguen. El segundo era hombre de gusto, literato, diseñador de vida social y pensador agudo. El primero, revolucionario integral y defensor de los pobres, opta por la abolición de la esclavitud, por el reconocimiento de la independencia americana, publica su periódico y lo envía a Cuba. Sus discípulos le lloraron, pero nadie sabía entonces que en la propia pila bautismal en que había sido bautizado el Padre Varela sería también bautizado José Julián. Cuando desapareció uno, nació el otro. Y ese joven llamado a un poderoso destino es el que hoy evocamos, al conmemorar la hazaña de la unidad de la nación que él hizo nacer de la desesperación por el fracaso del magno esfuerzo, después de tanto sacrificio. Ese joven leyó con amargura lo que ocurrió en los Mangos de Baraguá y escribió al General Antonio, quien había dejado detrás de sí una de las páginas más hermosas de la historia de Cuba. Invocamos a ese joven que sintió como propio el honor de todo el pueblo y las lágrimas de ese pueblo; que sufrió las reconvenciones en su hogar; que llegó a tener una relación tan intensa y profunda con un padre, quien, siendo soldado y español, alcanzó a entenderlo. Al verlo herido y llagado, prisionero, sintió entonces que el destino de su hijo era otro, quizás el que había diseñado en su hermoso poema cuando presenta el duelo entre el yugo y la estrella, y pide lo uno y lo otro, porque está convencido de que esa estrella ilumina y mata. Exilio, Centroamérica, la América del Sur, los cubanos dispersos, las acusaciones recíprocas, finalmente España y los Estados Unidos. Allí vivió 14 años y fue, como han afirmado sus cronistas, el cubano que más entendió en su tiempo aquella nación. Admiró las virtudes de Emerson, las del padre Flanagan… Admiró la obra colosal de la construcción del puente de Brooklyn. Asistió puntualmente a las conferencias de Oscar Wilde, a las exposiciones de teatro; se enamoró candorosamente de la hermosa bailarina española Charito Otero… Pero más que todo, Martí se dio cuenta del gran fenómeno que se forjaba en aquella nación, la cual parecía llamada por la providencia a colmar a la América Latina de pobreza y miseria en nombre de la libertad, como había afirmado Bolívar en un momento de extraordinaria lucidez. Se dio cuenta de que, al igual que en 1868, nada de esa nación podía esperarse, a pesar de que allí siempre existieron, existen y existirán amigos poderosos de Cuba. Había una dicotomía entre el sentimiento de esos amigos y la voluntad de un Estado que siempre quiso de una manera manifiesta impedir la realización de una independencia que creyó inoportuna, pues esperaba el cumplimiento de una doctrina trazada por uno de sus políticos: con solamente extender la mano en el momento de la madurez de la fruta, esta caería sencillamente en las palmas de sus manos. Ese joven pasó de ser el orador de última fila a ser el primero. Cada acto del 10 de octubre, cada conmemoración cubana, ante el horroroso recuerdo del 27 de noviembre, terrible suceso que le había sorprendido en España, ese orador volvía todos los años a llevar a la tribuna para unir lo que estaba desunido. Y de mil octavillas surgió un periódico, Patria, y de mil discursos surgió una orientación política, y de mil disposiciones y pequeñas organizaciones soñó con la creación de un partido político para dirigir una guerra de liberación nacional, anticipándose al concepto de que es imposible hacer una revolución sin una teoría revolucionaria. Su teoría no era otra que nuestra historia, nuestro sacrificio, nuestro esfuerzo… Éramos una nación en ciernes, de derecho, pero no de hecho. Llamado a poner empatía en la discordia, Martí unió a Gómez y a Maceo. Es inocultable que después del fracaso de 1884 y del encontronazo de Nueva York, ya no había posibilidad de una amistad fecunda para iniciar un nuevo proceso. Hoy diríamos: no hay condiciones objetivas. Sin embargo, Maceo, en Costa Rica, preparaba a su contingente. También lo preparaba Gómez en la soledad de Montecristi, en República Do¬minicana, o desde antes, cuando durante la construcción del canal de Panamá se encontraron amigos dispuestos a ayudar, a dar amparo, a ofrecer techo y pan a los emigrados que por todas partes soñaban y querían regresar a su patria. Y de esa forma surgió la organización un 10 de abril, que es una fecha crítica en la historia de Cuba, el día de la gloriosa Asamblea Constituyente de Guáimaro. Allí nació la utopía democrática del pueblo cubano, pero también se le puso plomo a las alas de la revolución, creyendo que era posible hacer una república de leyes, cuando no éramos dueños más que del espacio que pisaban los campamentos y los caballos de los libertadores. En medio de esa realidad, un 10 de abril hace nacer Martí su creación más completa: el partido político, un partido unitario que convocaría al pueblo cubano a una guerra que él consideró inevitable y, después, necesaria. Inevitable, porque en sus sentimientos nobles, generosos, en su íntima y profunda convicción, él había reclamado en su famoso manifiesto a la República Española que no le pediría lo imposible, sino que pedía lo posible: los derechos conculcados de Cuba, la representación de Cuba, el derecho de estudiar, de interpretar, de reconocer que éramos diferentes. Nada de esto fue escuchado; solamente muchos solidarios en España y en otras partes del mundo creían en la causa de Cuba. Ahora todo sería más difícil: había un alto desarrollo de la tecnología militar, una situación nueva en el continente americano: las repúblicas sufrían los padecimientos de sus propias divisiones, porque habían dejado intactos trono y altar después del esfuerzo inmenso de la primera batalla. Recordaba aún las dolorosas palabras de Bolívar en Santa Marta: «He arado en el mar»; la tristeza de San Martín al regresar y encontrar su país dividido; la pena de O’Higgins al morir en Lima, apartado de su tierra amada; el dolor tremendo de Francisco de Morazán al verse capturado y ejecutado por sus propios compañeros, y aún pesaba aquella maldición casi bíblica que había lanzado Miranda, el gran precursor, cuando al ser entregado prisionero a las puertas de una nave española que lo llevará a una prisión perpetua y definitiva, al reconocer a los que cometen aquel parricidio, responde: «Bochinche y solo bochinche es lo que saben hacer ustedes». Por sobre toda esa historia se levantó Martí. Era vasta y grande su cultura, como dice Enrique Collazo, quien lo conoció en Nueva York y así lo describe: «Martí era un hombre ardilla; quería andar tan de prisa como su pensamiento, lo que no era posible; pero cansaba a cualquiera. Subía y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie; comía poco o casi nada; días enteros se pasaba con vino Mariani; conocía a los Estados Unidos y a los americanos como ningún cubano…». Era, al mismo tiempo, un escritor incansable, cuya hermosa letra inicial se ha-bía transformado prácticamente en líneas inteligibles solo para los paleógrafos. Faltaba tiempo, le faltaba tiempo… aun cuando todo estuvo preparado y dispuesto, cuando creyó que todo estaba organizado, cuando había logrado visitar a Mariana Grajales en Jamaica, que ya ciega le acaricia la cabeza y prácticamente con este gesto noble y de rodillas envía un abrazo fraterno al hijo que tanto amaba, de su madre que ansiaba ver la patria libre. Cuando ya separado de todo bien personal, lejos su esposa, apartado de su hijo, muerto su padre, dispersos sus amigos, se le vio pobre en Estados Unidos, trabajando en el invierno ganando el pan, fundando la Liga para educar a los negros cubanos, que bajo la orientación de Rafael Serra se reunían y le llamaban, con cariño y con devoción, Maestro y Apóstol. ¡Qué torpeza tratar de despojarlo de un título tan importante: Apóstol, que es el que lleva la palabra, el que trasmite un mensaje nuevo, y ese fue su mensaje! Cuando en el puerto de Fernandina se perdieron las naves creyó enloquecer, pero transformándose de José Martí en Orestes, que fue siempre el seudónimo de sus escritos y su seudónimo político, viajó de inmediato a la República Dominicana para buscar al general Gómez en Montecristi, en aquella casa donde en breves días, el 25 de marzo, se cumplirán también 120 años de la firma del poderoso Manifiesto llamando a las armas al pueblo cubano, y diciéndole a los españoles que nada debían de temer si respetaban la patria que había de fundarse. Hubo discordias, no se lograba entender qué estaba ocurriendo. Hoy es fácil para nosotros hacerlo a través de un teléfono, de un mensaje; entonces solamente era el telégrafo con su lenguaje críptico el que anunciaba que la hora había llegado. Maceo había estado años antes en Cuba, conocía el estado político del país y, en ese momento, vacilaba en poder salir hacia Cuba, porque no sabía qué estaba pasando en Estados Unidos y el dinero que se ofrecía para fletar una nave y llegar sanos y salvos no aparecía. Gómez estaba igualmente pobre en Santo Do¬mingo, pero bastaban apenas unos centavos para poder tomar esa determinación, pues otros patriotas esperaban en distintos lugares, mientras en Cuba mucha gente estaba avisada en Oriente, en el Occidente, en Matanzas… De pronto se dio la orden: «Es necesario el alzamiento», y Martí no vaciló en enviar el telegrama que su amigo recoge en la estación de la Western Union en la calle Obispo, en La Habana Vieja: «Giros agotados», lo cual significaba que se había agotado el tiempo. Era la noche del 24 de febrero; el Capitán General tenía la convicción y las informaciones de que se tramaba realmente un movimiento. Algunos dirigentes fueron capturados en La Habana. Juan Gualberto Gómez, comprometido con su hermano y amigo José Martí, se fue a Matanzas, a Ibarra, en busca del ingenio Vellocino de Oro, donde había nacido, para levantarse con un grupo de compañeros y cumplir su palabra. En Santiago, Guillermo Moncada, enfermo de tisis, quiso morir cumpliendo su palabra en el campo de Cuba libre. En Baire se levantaron otros, y en Bayate se alzó también Bartolomé Masó, y todo el mundo esperaba solamente la llegada de los líderes. Allá en España la conmoción fue grande; se había desmentido la propaganda autonomista, se había desmentido la propaganda anticubana de que todos eran sueños disparatados de un profeta enloquecido. Ahora solamente faltaba el arribo. En admirable disciplina y en presencia de los generales y oficiales que estaban en Costa Rica, juraron Antonio y Flor aceptar las condiciones de viajar, y así salieron a bordo de la goleta Honor para arribar el 1ro. de abril a las costas de Cuba, en un punto del litoral baracoano. «Soy yo, Antonio Maceo, que he vuelto», gritó en lo alto del camino, mientras avisaba con su arma a los guerrilleros de Baracoa. El 11 de abril, día glorioso y memorable, en Playitas de Cajobabo desembarcaban Máximo Gómez y José Martí. Hace 20 años el Jefe de la Revolución me pidió contar esta historia. Con profunda emoción y como se sube a encender la llama en lo alto del cenotafio donde están los restos de los caídos, traté de cumplir mi deber. Confieso que ha sido un gran honor aquel y este que usted, General Presidente, hoy me ha conferido. Pero algo más debo decir: el hecho importante y trascendental es que entonces concluí mis palabras clamando porque se levantaran de las tumbas los muertos gloriosos del 10 de Octubre y del 24 de Febrero; clamé por los mártires, por las heroínas, por las cubanas que bordaron banderas, pidiéndoles atravesarnos en el camino de un enemigo y adversario implacable que, todo parecía indicar, venía esta vez a cercenar de forma definitiva, jugando con los azares de la historia, el destino de Cuba; pero no le fue posible. Hoy, 20 años después, estamos aquí de pie, en una coyuntura diferente. Nos hemos presentado con hidalguía bajo los mismos mangos orientales para enfrentarnos con el caballeroso adversario que ofrece, al menos, detener por un tiempo la mano agresora y darnos la oportunidad de discutir lo que lógicamente será necesario debatir bastante. Ahora más que nunca hace falta la unidad de la nación, ahora más que nunca la prenda más preciosa debe ser conservada. La fortaleza que nos ha permitido llegar hasta aquí fue aquella que vi esa otra noche de abril en Playitas de Cajobabo cuando, convocados por el líder de la Revolución, llegamos aquella hora oscura de la noche a la orilla de la playa. Él llevaba la bandera cubana en el asta que le trajo uno de sus ayudantes y, entonces, entrando en el agua a la altura prácticamente del tobillo, se abrió de pronto en el cielo la luna blanca y movió la bandera de Cuba hacia el Sur, hacia el Norte, hacia el Este y hacia el Oeste, diciendo: «¡Aquí estamos!» Y aquí estamos hoy, ¡oh, patria amada!, ¡oh, bandera dulce, por la cual tantos lucharon! No importa que tú, Maestro generoso, te hayas ido tan pronto, aquel 19 de mayo; tuviste una profunda convicción, convicción profunda: «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento ni me agriaría mi oscuridad». Y esas ideas han prevalecido. Fueron las ideas que se defendieron en el proceso histórico del Moncada. Fueron las que conquistaron a los muchachos que se reunían en la calle de Prado para escuchar la voz de aquel joven que había irrumpido en la universidad como un torbellino, y de quien me dijo una de sus hermanas: «Un día volvió a la casa y papá ya lo sabía: ‘Vienes a buscar al chiquito». El chiquito está aquí con nosotros, y el grande está con nosotros todavía. ¡Viva Cuba!
______________________________ 1Domingo del Monte falleció en Madrid el 4 de noviembre de 1853 y está sepultado en la necrópolis madrileña de San Nicolás. La investigadora francesa Sophie Andioc encontró la partida de defunción, localizada en el Archivo Nacional de Madrid, Registro de Defunciones, Parroquia de Santa Cruz, , tomo 1ro, no. 246, 1853.
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