Sin el paisaje, el hombre no existiría. A este axioma se atuvo Esteban Machado cuando, a insistencia nuestra, enfrentó el reto de representar en síntesis pictórica su fe en la cubanía. Para ello recurrió a la metáfora del arca en un intento por definir de algún modo esas semillas de cocotero que, conteniendo nuestros símbolos ancestrales, se abocan a los imprevistos del destino.
Metáfora riesgosa la de esos cocos que, en vez de flotar a la deriva, parecen guiados por una fuerza superior en medio de la tormenta hasta carenar felizmente en la orilla, escoltados por las gaviotas. Imagen polisémica de la Isla que, en lo formal, hace converger al paisajista con el marinista para ofrecernos una obra que tiene en el candor su principal halo poético.
Desde la narración asirio-babilónica del Diluvio y el arca de Atrahasis, pasando por la mitología griega (Deucalión) o hindú (Manu), hasta el Antiguo Testamento (Arca de Noé, Arca de la Alianza...), el hombre ha cobijado una urna sagrada como testimonio de la sobrevivencia o la salvación, además de receptáculo de lo más valioso. En ese sentido, el arca sigue siendo un poderoso símbolo de seguridad, de guía en las circunstancias más adversas.
Aprecio mucho que Machado haya recurrido a ese fruto tan sencillo como enigmático, sin más maná que la propia agua que le nace de sus adentros, para tratar de infundirnos optimismo con la belleza de su arte. Sus obras –sobre todo aquellas en las que predominan los verdes y azules luminosos– alimentan el espíritu y me hacen sentir, una vez más, que mi lugar es este paisaje, esta tierra... sin la cual yo no existiría.