La diversidad de propósitos, la audacia de los planteamientos, unidas al excelente ejercicio artístico, marcan la muestra de la VII Bienal de Cerámica
Amelia Peláez, que –por primera vez en la historia de estos eventos– ocupa áreas fuera del Castillo de la Real Fuerza de La Habana: el magnífico espacio del Salón Blanco en el Convento de San Francisco de Asís y la sala transitoria del Museo de Arte Colonial.
Sin
duda, lo más notable del conjunto de obras exhibidas es el amplio
rango comunicativo, la audacia de los planteamientos y el extenso
catálogo de escalas cultivado por los participantes, quienes
contribuyen así al propósito de que se considere a quienes
escogieron la cerámica como medio estético, entre los mejores
creadores de las artes visuales en nuestro país y –sin sonrojo– más
allá.
El simple análisis permite apreciar cómo la mayoría de los
autores está por debajo de los 40 años, lo cual refuerza la
impresión de que nos referimos a una manifestación que –no obstante
sus altas exigencias técnicas– permite la pronta manifestación de
talentos sobre cuyas posibilidades no cabe ya duda alguna; esto, sin
olvidar que los representantes de una generación anterior, dan
prueba de sostenida pericia y ardiente vitalidad.
Por otra
parte, la autocensura de quienes ejercen esa praxis en Cuba, evitó
al jurado de selección –el mismo que otorga los premios– el doloroso
gesto de excluir de la muestra una masiva porción de lo presentado a
concurso, pues verdaderamente, pocas piezas merecieron un juicio
negativo por parte de los expertos. Y, así las cosas, he aquí un
corte sincrónico y calificado de lo más significativo de la cerámica
artística cubana actual, tal como ocurre regularmente en estas
bienales, con la particularidad de que en la presente oportunidad
–para inducir una reflexión integral– en la sala transitoria del
Museo de Arte Colonial se despliega un importante número de obras
que merecieron premios o menciones en jornadas anteriores,
particularmente aquellas de pequeño formato que según requisito
establecido por las convocatorias durante las cinco primeras fases
del evento, fijaron las reglas de admisión. Nada más satisfactorio
para los organizadores de esta Bienal, que presentar un dilatado
diapasón de lenguajes expresivos a través de los resultados que
propician los artistas participantes. Esta sensación se afirma
cuando vemos cómo el esfuerzo desarrollado tiene eco en
realizaciones que no se detienen ante tabúes ni dificultades de
índole material.
Dentro del despliegue, se admira la sustancial zona que agrupa las obras de artistas que abordan al ser humano hecho y entero o sus atributos.
Puede afirmarse que dentro de este tema se observa el mayor número
de aportes formales y las más profundas especulaciones. Hallamos la
figura del
homo sapiens y –paralelamente– la parte por el
todo, según sinécdoque cuya materialización transita la vía
metafórica que caracteriza el acercamiento creativo a los abundantes
aspectos que integran el complejo entramado del mundo actual,
marcado por preocupaciones y angustias sin cuenta.
Quienes por
sus piezas han merecido distinciones, junto a aquellos que
obtuvieron la ya importante oportunidad de exhibir aquí el producto
de su dedicado quehacer, entregan palpitantes trozos de esos
sublimados ecos de vida que conforman el arte, para insertarse de
modo firme en el dinámico ejercicio de las artes visuales de hoy.
Las esculturas de moderadas proporciones y el tótem de colosal
aliento alternan con instalaciones de tan variada índole como pueda
imaginarse, siempre dentro de los cánones que rigen las más
destacadas confrontaciones internacionales. Se da cuenta, pues, de
la continuidad y potencia de una disciplina que provoca –con sus
absorbentes exigencias– a nuestros ceramistas.